Hace casi dos mil años, el primer concilio de Nicea no nos ayuda a precisar
mucho más, una turbamulta vengativa no pudo soportar la entrada triunfal
de Jesús en Jerusalén.
Amparándose en todo tipo de falsas acusaciones e infundios, que apenas ocultaban
el odio que la clase dirigente judía abrigaba contra ese Jesús, lo condujeron
al Sanedrín. Allí, ensañándose con quien se dejaba llamar Hijo de Dios y
Rey de los Judíos, fue interrogado primero por Anás y luego por Caifás.
Después de todo tipo de vejaciones, ya de madrugada, fue conducido como
un animal ante Poncio Pilatos.
No se sabe si por miedo o por no alterar
una vida que imaginamos cómoda y muelle, Pilatos se inhibió dramáticamente
en tan cruel procedimiento y, con el intermedio escarnecedor de Herodes,
se plegó a la ominosa conjura del sumo sacerdote judío y sus acólitos para
acabar con la vida de Jesús.
A partir de ahí, el escarnio, los azotes, la traición, las negaciones, la
corona de espinas, los ultrajes, las tres caídas y otros tantos pavorosos
esfuerzos para alzarse con su cruz sobre la tierra, fueron el marco abominable
con que se condujo hasta el Gólgota a Jesús para ser crucificado entre ladrones.
Las bandas de trompetas y tambores, consentidas por el Ayuntamiento, ensayan
cada noche bajo nuestras ventanas para sobresaltarnos con el horror de aquel
recuerdo.