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Hombre con programa, Benito iba ensanchando, poco a poco, su vida, su filosofía era ésta: Cuando no somos nada ni nadie —cuando no tenemos una perra—, no ocupamos sitio visible en el mundo. Más bien, entonces, semejamos un punto. Punto que, naturalmente, carece de dimensión. Por supuesto que cada nombre trae enganchado un adjetivo pintiparado, a la medida: un punto, no es punto del todo, si no es "punto insignificante". Y un hombre-punto, un hombre sin extensión (sin proyección, esto es, sin propiedades), ¿qué puede significar?, ¿qué puede hacer?...
Pero Benito no se resignaba. Benito se decía: ¿Trabajar subido al andamio de una obra? Cero al cociente; cero al cociente y bajo la cifra siguiente. ¿Levantar pico en mano el pavimento de una calle? ¿Castigar con la azada el campo de labor? Nada. Nada, porque mil por cero es cero. Lo importante —se repetía— es una base de dinero, aunque sólo sea dinerillo, contante y sonante. Desde que conseguimos esta base ya no somos un punto imperceptible; ya trazamos, bien delimitada, nuestra personalidad. Nuestra personalidad que es tanto como decir nuestra área. Nuestro terreno particular en que plantar proyectos con vistas a la cosecha del negocio. He aquí la madre del cordero: el negocio. De otra manera, ¿cómo llegaremos á ser hombres del todo para los demás? ¿Cómo hablarle a la gente, al mundo, de poder a poder?
Pero sin base —proseguía— no hay nada que hacer. No se consigue nada, si "ya" no se tiene algo. Se nos atiende mejor cuando menos necesitamos. Entrar a una zapatería para comprarse unos zapatos; pero llevar de antemano puestos, en buen uso, otros. No entrar a la tienda con alpargatas o con calzado roto; nos darán lo peor del almacén. Lo mismito en todo; eso es. Comprar el dinero con el dinero. De lo contrario, la sociedad nos engaña; nos conforma la sociedad con el desecho de tienta...
Y Benito, que no había oído nunca aquello de la "interpretación materialista de la historia", que no había leído nada, que se había limitado a observar la vida de los hombres, se forjó su programa. Hombre honrado, probo como una alcancía, con paciencia y perseverancia, sin decidirse por la marcha "a campo atraviesa", llegó Benito, a costa de muchas y elementales virtudes —virtudes de manual—, a hacerse sitio, a conseguir un lugar al sol. A los veinte años era casi un ejemplar de cuento moralizante. A los veinte años se ponía a fumar y aquello era de comedia. Aspiraba, y escondía el humo del cigarro detrás de los carrillos; allí lo tenía un minuto.
—Trágatelo, Benito; trágate el humo. ¿A que no sabes?
¡Qué iba a saber! Pero que se fastidiasen. Él había ahorrado unas pesetejas. Las mismas que cuesta el humo de cinco años. Y los chatos de cinco años en la taberna de la esquina.
Había abierto al fin una tenducha (base de exponente positivo) y fumaba los domingos y días festivos. Tenía el talento ingénito del comerciante. 1.
—¿Tonto Benito? Sí, sí..., tonto... ¡ahí se las den todas!
Un talento especial. El servía para eso. Había dicho adiós a sus "oficios", porque más creía en los "beneficios". ¿El andamio? ¿El palustre? ¿El pico? ¿La azada?... Mil por cero, cero; muchacho.
Suya la tienda. Suya con sus garbanzos, sus lentejas, sus judías, su azafrán, su pimentón: cada cosa en su cajoncito. Suyos aquellos chorizos, aquellas pastas para la sopa, aquel jamón del que cada día vendía cincuenta gramos a Ana Pepa. Porque Ana Pepa tenía un hijo enfermito en casa.
—Bien pesadito, Ana Pepa. ¿Lo ves? Todo "magra".
—¿Me despachas, Benito?
Acudían pizpiretas las mozas del barrio. Benito les sonreía casi galante, pero se decía para su coleto: "Todavía no ha llegado la hora."
—Benito, que yo estoy aquí desde antes que ésa... ¡Aquí, perdiendo toda la "santa tarde", "esaborio"!
Bullía la tienda. Todo tan diferente a unos años atrás... Porque ya se habla de la "tienda de Benito" —piensa él—. Es un paso. Buen paso. Luego se hablará de Benito. ¿Y si algún día se hablase en el pueblo del cortijo de Benito? Bueno, de don Benito. "Caramba qué coche, mi querido don Benito", soñaba.
—¿Tienes queso, hombre? —se pone a preguntar, coquetilla, una rubia que sabe que el tendero va para rico.
—¿Para ti? ¡Para ti tengo gloria!... Pero se contiene "porque todavía no es tiempo".
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Diez años después, Benito forma parte, en el casino del pueblo, de la tertulia principal. Va a resultar largo y prolijo contar los avatares de nuestro hombre a lo largo de este tiempo. Y... ¿para qué? Todo ha sucedido normalmente, según el programa previsto. Primero, ampliación de la tienda, después traspaso al barrio principal. Más tarde una rotulación elegantísima con anuncio luminoso en la fachada. Tres dependientes, cajera y dos mandaderos. La fama del establecimiento se extiende. No ya un jamón para los cincuenta gramos diarios del enfermito de Ana Pepa...; veinte, treinta jamones colgando del techo, en los escaparates. Jamones para ricacho, para adquirir en pieza por don Simón, por don Alfredo y por la señora de don Macario. Honradez y garantía. Anuncios en el periódico de la provincia: "Chacinería de confianza, Benito." "Benito, coloniales finos."
—Lo menos le ha costado a usted mil pesetas, hombre, el anuncio que venia hoy en "La Verdad", ¿eh? —comenta en la tertulia el maestro.
Ya Benito fuma puro diario. Sonríe con gesto dilatado. Tiene mujer —hermosa— en casa. Se edificó y amuebló una gran vivienda. "Todo muy fino", dice él. "Todo insultantemente moderno", apostrofa, cuando no está delante Benito, don Rufo, el Registrador de la Propiedad.
—¿Cuándo le dan el “Mercedes", Benito?
—No sé; quizá el mes que entra. Eso de los coches parece que se arregla.
A la tertulia, se supone, no faltan cada día el cura, el juez, el comandante, el maestro..., en fin, todos. Y la verdad es que, nadie, ni en privado siquiera, tiene reticencias para Benito. ¿Por qué? No es hombre de negocios sucios. Suerte, eso si. Y astucia. Pero de otra cosa, nada. Benito, además, es prudente, discreto, amable, hasta sencillo. "Sencillo él con la cantidad de dinero que tiene, ¿no es admirable?", comenta su cuñada a todas las visitas...
—Vamos a poner una campana en la torre de la Iglesia— insinúa en la tertulia don Andrés el párroco, echando su anzuelito.
—¿Cuánto necesita usted? —replica en seguida Benito, pero sin fanfarria, recogiendo la "directa".
—En este pueblo, lo que hace falta es una biblioteca —observa otra tarde el médico.
—Por mí...— acusa recibo el buen tendero llevándose instintivamente la mano al bolsillo de la cartera, en ademán generoso.
No; no hay por donde "agarrar" a Benito. Tiene su personalidad aureolada. Se hace perdonar su riqueza con su modestia. ¿Se va a hablar pronto de la "proverbial modestia" de don Benito? Don Benito, sí, don Benito. Ya va siendo hora, ¡caramba!
Hay que añadir que la prosperidad del excelente comerciante tiene un contrapunto. Dos hijos ha logrado de su matrimonio y ambos dan síntomas fatales de ineptitud. Caso perdido. Y lo peor es que una enfermedad de María Amparo ha hecho diagnosticar a los especialistas que un tercer vástago resulta imposible.
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Una tarde, en la tertulia, se conversa sobre el tema, tan trillado, de las compensaciones. Usted es manco —un ejemplo— y, en cambio, tiene una agilidad envidiable: corre por esas calles que se las pela, disfruta usted de unas piernas que vaya. O usted es inteligente hasta un extremo puede que peligroso; pero, para que se restablezca el equilibrio, le ha sido negada la memoria. O escribe usted bien, pero se arma un taco cuando tiene que pronunciar ante un auditorio siete palabras seguidas.
—Es mucha verdad —habla Benito—; es mucha verdad. No hay dicha completa. Ya ven, amigos míos, mi caso. Cuando yo me muera, nadie podrá atender mis cosas como merecen. Es lo que yo digo a María Amparo: Dios, que me ha dado tantas riquezas, me ha negado un hijo capaz de...
No le dejan terminar. Salta la voz del maestro, como una exhalación:
—¡Hombre! ¡Pero si ha repetido usted una frase de Felipe II!
Todos se miran asombrados, balbucean unas palabras, enrojecen, palidecen, enmudecen. ¿Plagia Benito? ¿Es original Benito? Don Senén, el boticario, mira al excelente tendero de hito en hito, queriendo taladrar no se qué sospecha con sus pupilas. Tamborilea el comandante en el tapete de la mesa. Y Benito, nervioso, da cuerda a su reloj; Benito se afloja el cuello. ¿Qué ha sucedido? Suda Benito. Algo grave ha sucedido...
En seguida la noticia cunde por el pueblo. Toman cuerpo dos estados de opinión. Según unos, la cultura del ricacho bisoño ha progresado mucho en los últimos tiempos. Seguro —a ver quién tiene motivos para negarlo—, él tiene en su casa una Historia de España.
Según otros, Benito —honradez personificada— es incapaz de robar una frase. Parece tonto que pueda terminar siendo acusado de plagiario el hombre a quien nadie se ha atrevido a llamar ladrón. Lo que pasa es que Benito tiene un talento natural. ¿Por qué no se le va a ocurrir a él, ante una igualdad o semejanza de circunstancias, la frase del Rey Prudente?
—¡Concomitancia!—arguye don Senén el boticario.
—No, no... ¡Sinfronismo! Eso se llama sinfronismo —desea puntualizar el médico.
La ocurrencia de Benito da varias vueltas al pueblo, de boca en boca. Del casino a la sacristía. De la sacristía a la plaza. De la plaza al mercado. Del mercado al café...
—¿Ves qué mala pata, María Amparo? —se compunge Benito ante su mujer—; desde mañana tenemos coche nuevo, pero ya hoy me llaman Benito Segundo. Es terrible. Ahora que faltaba tan poco para que me dijesen al fin, don Benito...
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