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Aquí, en este reposo, rincón de escasas pretensiones, de cara a unas casas de pueblo pulcramente encaladas que disimulan la vetustez de sus ventanillos recelosos con la pujanza verde que desborda de los huertos reclusos...; en este lugar desde donde mismo se advierte el cotidiano afán sin pena, el doméstico trajín sin gloria —enfrente la colada tendida al sol que cuelga intimidades de dueño ignoto en el leve cordaje de bramante—, aquí, se alza una cruz. Una cruz porque aquí murió un hombre. ¿Cuándo? ¿Quién?
¡Un hombre! Tremenda cosa es... ¡cuántas cosas es un hombre! Si no importa su nombre, si no existe su recuerdo, si se ha triturado su memoria, ¡qué más da! De todas formas, su paso por la Tierra se perenniza en una cruz. De cualquier manera, una cruz asume el papel de testigo. Porque la cruz certifica; lacra y sella: Se terminó una vida, se concluyó, se "completó". Porque un mortal no está hecho del todo hasta que la muerte le da su último toque. Mientras vivimos, ¿qué sabemos? ¿Sabemos lo importante? ¿Conocemos nuestro destino? Una cruz sobre la tumba explica: Ya supo definitivamente este hombre quién era y para qué era; ya no es entre los suyos, pero ya "está". Ahora su existencia no se hilvana en un devenir incierto de acciones y pasiones, ya no "viene siendo": ya su ser —sido— se tejió del todo. Y su esencia se aquietó —o se solidificó — en perfiles inmutables.
Pero, perdón, esta cruz callejera junto a las casas blanqueadas de la plazuela exultante no es la cruz de un sepulcro. Esto no es un cementerio. Es el lugar próximo a las risas de una fuente; cerca puede haber, habrá seguramente, una barbería y una tienda, y una taberna, y una escuela. Esta cruz rodeada de vida militante tiene la saludable inoportunidad de la advertencia...
—Esta cruz, ¿por qué?
—Aquí murió un hombre.
—¿Cuándo? ¿Quién?
—Debe de hacer tanto tiempo... Le asestarían un golpe, una puñalada. Caería desde lo alto de la tapia. No se sabe. Consta, sí, que para su recuerdo levantaron esta cruz.
—¿Tan importante era?
—Era un hombre. En aquel tiempo parece que los hombres, uno a uno, eran importantes. Y lo más importante de ellos era, probablemente, su muerte.
—Macabra importancia.
—Siempre; siempre la muerte era importante. Hasta cuando el criminal o el hereje caían castigados por pecados nefandos. Se rodeaba, entonces, a las ejecuciones de gran "aparato"... Pero, realmente, no era "aparato". Era dramatismo cierto. Podía haber crueldad, pero existía en todo caso, vivo, eso que se ha llamado el "instinto de las postrimerías"; un sentido refinado de la muerte, en fin. Y se la respetaba. Ahora, del hombre, únicamente respetamos, en el mejor de los casos, su vida. Las ejecuciones de nuestro tiempo son trágicamente baratas.
—¿Ahora no se respeta a la muerte? Se le teme menos; esa es la cuestión.
—Se le teme igual, quién sabe sí más. Pero se la ignora. Diríamos que nos empeñamos en desdeñar la ciencia que entraña. Atendemos sólo a su fenomenología, olvidando que tiene una teología. Para la mayoría de las gentes actuales la muerte no tiene significación, no representa nada. Es... un accidente; accidente fatal que a todos ocurre pero del que todo se ignora. ¿Por qué morimos? La ciencia puramente humana basta, sí, para explicar la muerte física aunque, naturalmente, nunca se inventará una profilaxis de la muerte. Pero, ¿"para qué" morimos? En otras edades todos los hombres lo sabían, o aspiraban a saberlo. Muy pocos quieren enterarse en la nuestra. Y por eso... Por eso, en el lugar de la calle donde cae fulminado un hombre no se levanta ya una cruz. Equivaldría, según la mentalidad de la época, a levantar un monumento al absurdo.
—Mejor es lo de ahora. Más aséptico, por supuesto. La vida —acción, dinamismo, coraje, fuerza— no quiere contagios de ultratumba, esquiva infecciones de cadaverina moral.
—Y pensar así, ¿no es una frivolidad? La vida no se disminuye si se sabe que la muerte puede traer más vida. La muerte que la cruz señala es una memoria que germina esperanzas.
—En resumen —y dejémonos de pláticas—, aquí murió un hombre.
—Sí. Y cerca de la cruz está la vida palpitante. Próximos están el Ayuntamiento y la iglesia, la tienda y la barbería, la oficina para el pago de la contribución y la consulta médica. Cabe la cruz, en este banco de piedra, hay en el estío promesas de amor. Y en esta plazoleta, en agosto, suenan músicas de verbena.
—¿Profanación?...
—No; no, sino que la muerte insinúa aquí, entre los hombres, su palabra. Y mediante el uso de ella busca una colaboración. Quiere, como formar parte de un ambiente, sin entenebrecerlo de amenazas. Es una "forma", no es un miedo sin perfil. Habla y ya, por eso, es menos terrible. Es pésimo, por el contrario, que la muerte enmudezca, que no nos diga nada, que nada nos enseñe ni nos advierta hasta el preciso momento en que nos toma. Entonces, sí, parece un fantasma o un monstruo devorador y absurdo; entonces viene de caza: se aposta sin avisar. Pero cuando advierte, y sobre todo cuando habla en una cruz, ya va haciéndose de la familia.
—Familiaridad con la muerte. Buena aspiración. ¿Hay quien la consiga?
—Difícil... Y, sin embargo..., usted creerá en Dios, ¿verdad?
—Yo... yo... ¡Hombre, por Dios, qué preguntas tiene!
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Noviembre. Conmemoración de los difuntos. Tañer de bronces funerales. La muerte, ¡qué fastidio! Todos moriremos, ¡qué misterio!
¿Le dedicamos un bostezo a la muerte? Para cada misterio hay un bostezo, dice el hombre "feliz".
¡Para cada misterio hay una oración! El bostezo es muy antiguo, es viejísimo; está tan usado... En cambio, dentro de nuestra mejor intimidad, tenemos el Padre Nuestro casi sin estrenar. Yace arrugado en el desorden de nuestra alforja de viaje. Nos lo dieron casi al nacer, al partir, y lo olvidamos en el fondo. Relegamos su sentido, aunque cada día repitamos su fórmula. Pero, fijémonos, está nuevo. Arrugado por nuestra desidia; pero si lo damos a planchar...
Si lo damos a abrillantar entenderemos mejor el trascendente recado de esta cruz levantada en la plazuela del pueblo: ¡Aquí murió un hombre!
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