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Cierto que, como está escrito en severa admonición al pie de un famoso reloj antiguo de nuestra vieja Europa, "todas las horas hieren y la última mata". Pero
Consuelo dulce el clavel
es a la breve edad mía...
decía don Luis de Góngora y Argote.
Porque si la muerte, de la que el reloj trae el recuerdo, es también "mal de las flores", claro está que un consuelo —y no de tontos quizás— acarrea al hombre esta solidaridad que el común destino temporal le muestra con el clavel, con el jazmín o con la margarita. El mismo Góngora en un soneto, de tema floral otra vez, apostrofa a la rosa:
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
Un reloj de flores significa, pues, una delicadeza del Tiempo, ese tirano de todos los tiempos. Y si la muerte en el reloj nos envía su embajada, bueno es que tal recurso diplomático oculte, en graciosa sonrisa, inveterados tremendismos; y se muestre amable a la luz del día, entre el juego de los niños de los jardines, junto al margen mismo que exorna el tráfago de la ciudad. "Morir tenemos"; pero cuando es la rosa quien lo advierte...
Pero esto es ponerse demasiado trascendente. Seguro que no pensaron en estas causas últimas quienes, en La Coruña, han plasmado el propósito de dotar a "Marineda" de un reloj que oculta la prosa de su mecanismo bajo el limpio césped; césped en que las flores dejan su femenil ociosidad para asumir, oficiosas, las cifras horarias. El artilugio está enterrado y, encima, la esfera verde tiene un candor y un temblor de hierba fina. Y simulan el horario y el minutero floretes con empuñadura santiaguista, como si caballero y escudero, en sutil galanteo, se lanzasen a la justa poética del tiempo enamorado.
Servir yo en flores, pagar tú en panales...
Hacer de las horas endechas de los minutos silvas. Acariciar a un guarismo de nardos, con la punta de la espada, para obtener un estimulo de fragancias. En fin, todo tan deliciosamente artificioso, todo tan "gay-saber", que a uno le dan deseos de bautizar el reloj del Parque de Méndez Núñez, de La Coruña, con el nombre de "Reloj Trovador"...
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La Coruña, lo escribió Fernández Flórez, es como un barco; a babor y a estribor la ciñe el Océano. A bordo de La Coruña, la vida sabe a elegancia y el ambiente trasciende a trasatlántico de lujo. Finura que hilvana todos los aspectos de la ciudad, inclusive el gastronómico. Porque las langostas que se ostentan tras el cristal de los innúmeros escaparates de la calle de los Olmos —o de la calle de la Galera, o de la Estrella—, son también, a su modo, elegantes...
Deduzco, que en la toldilla del barco, el reloj floral se ha puesto a no temer al tiempo que pasa: se ha puesto a ironizar —esta es una tierra de ironía— sobre lo fugitivo de la existencia. Yo creo que éste es su verdadero sentido. Porque pienso que la idea, de la que existe el precedente en otras —contadísimas— ciudades, se matiza aquí de una especial intención; hasta sospecho si no pudo ocurrírsele a algún munícipe bienhumorado cualquier mediodía, después de la comida en cualquiera de esos espléndidos restaurantes con escaparate de marisco.
Luego, venimos los de afuera y a la vista del artilugio del Parque de Méndez Núñez, damos en citar a Góngora o en escribir lo de "Reloj Trovador". Lo tomamos demasiado en serio, ¿eh? Pero pronto nos asalta la duda de si todo no será otra cosa que guasa fina; lidia elegante de los coruñeses al Tiempo, ese toro pastuño que, sin embargo —¡ay!—, termina por cornear siempre.
Aunque seguramente en este caso —a lo del barco me atengo— más valdría simbolizar al Tiempo en una ballena.
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