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Hay instantes en que presentimos que la Historia va a clausurarse, porque hay momentos en que el mundo, lejos de mostrarse fiel a una trayectoria, se encabrita. La vida particular de cada uno se desembrida muchas veces; pero esto carece de importancia histórica... Peor cuanto es el mundo —así, en bloque— quien no obedece. Están los domadores, sí: los jefes, los líderes, los conductores. Pero en ocasiones las corvetas son demasiado peligrosas. Ni carnaza, ni látigo, ni artes suasorias bastan. La política, alarde circense a las veces, fracasa entonces. Y fracasa la misma guerra... ¿Y cómo no van a fracasar las palabras? Antes había palabras mágicas. Ultimas eh el tiempo: Igualdad, Libertad, Democracia... Se desacreditaron. Ahora empiezan a agusanarse. Y es que eran eso: palabras.
Un enfermo sabe que la noche es larga, que tarda en llegar la aurora. Un enfermo desconfía de que la mañana le encuentre vivo. ¿Qué es la mañana? ¿Dónde está? Un enfermo, en la madrugada hostil, cuando los pequeños ruidos se agigantan, cuando la respiración se hace amenaza, cuando asusta el propio resuello, cuando el pulso —corcel entre la vida y la muerte— se desmanda bajo el jinete loco de la fiebre, cree, súbdito del miedo, en todos los fantasmas de la pesadilla. Y entonces, cuando ha empezado a ver en sus dedos los dedos del muerto, cuando debajo de su frente una fauna de visiones monstruosas ha lavado en humedad aterrada sus pupilas, alguien ha abierto piadoso una ventana... Y una luz incipiente, fría, se va instalando con sigilo en la estancia abrumada de estertores. Y la esperanza, de puntillas, va aquietando ansias en el espanto del enfermo. Y otra vez las cosas empiezan a ordenarse: la fiebre se repliega, el dolor —retráctil— enfunda sus uñas en el sueño. En desbandada la jauría del pánico, los nervios aflojan su arco...
(Un enfermo —el mundo— está necesitando urgentemente de la aurora.)
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Los filósofos —médicos cansados — han emprendido al camino del regreso. Siempre el mundo, más o menos dócil a sus recetarios, curaba después de haber enfermado. Los filósofos tuvieron siempre fe… Primero tenían fe en Dios, luego fe en sí mismos. En el principio fue la mañana ordenada y orquestal, dispuesta arquitectónicamente, jerarquizada en euritmias divinas, en asonancias concertadas; los filósofos encontraron, primero, que ls Vida subordinaba su canto y su dolor al esquema sapiente de unas estrofas impecables: se jerarquizaban las cosas en planos de belleza; la lógica ponía el dibujo, y ponía el color la emoción... Cualquier anomalía tenía una localización, y cualquier fealdad un remedio. Y cualquier pecado encontraba el antídoto de un fervor.
Luego atardeció, y los filósofos dijeron:
—Rompamos la madera antigua; ataquemos los viejos principios Inmutables. Dios creó el mundo... ¡Vamos nosotros a explicarlo!
Y se pusieron los filosofar —médicos optimistas— a preconizar fórmulas nuevas. Y ya no hubo axiomas para una higiene de salvación, ya el mundo se programizaba en teoremas deslumbrantes: espejos para romper el sol. Fue un tratamiento sistemático. La Verdad era buena, pero antigua. En cambio los hombres eran nuevos cada día... Dios en su cumbre —pedían—; pero los hombres, en la falda de la montaña, dueños de un inmediato júbilo vital, desconectados de la vasta ambiciosa armonía que pasa por los ángeles y las estrellas. Dios, el Monarca arrinconado en su áulico esplendor de eternidades; pero nosotros, actuantes y expeditivos, hacedores de una felicidad pequeña y tangible, en esta parcela riente del tiempo enamorado.
Y, sin embargo, enfermó el tiempo enamorado no de un mal pasajero y venial. Se infectó su sangre, y sus nervios sé tensaron y su carne tembló, y...
Pero ¿es que ha sucedido ya esto?
Es lo que se preguntan de regreso los filósofos —médicos cansados—. Porque ahora es como un crepúsculo cárdeno de la sabiduría de los hombres que acaban de diagnosticar posibles cataclismos, sin insinuar probables remedios. Y por eso hay sabios —Einstein en sus días últimos quiso no saber...— que vuelven escépticos y mustios a sus libros, que ya no enseñan secretos de vida; a sus teorías, que ya no postulan Renacimientos; a sus datos, que ya no levantan fervores: a sus ideas, que huyen como sierpes en las últimas cavernas de la conciencia ensombrecida.
(Mientras el mundo, enfermo grave, en su madrugada tenebrosa está pidiendo una aurora.)
Ya se sabe cómo es el regreso. Se recorre un camino conocido al borde del cual han desaparecido las flores y se han tornado penumbras los claros atisbos epifánicos. Pero el regreso —¿quién lo sabe?— puede topar con el "hallazgo"; puede recoger, "de vuelta", no se qué moneda olvidada, despreciada por inservible en la euforia irresponsable, cuando el alborozo "iba'' ajeno al presagio de que el desengaño "vendría".
La filosofía de regreso, ¿no tiene ya dentro de su angustia una nostalgia extraña? Pronto quizá esa nostalgia se va a hacer pregunta de sus labios. No es difícil adivinar que en el vértice del espasmo existencial está tomando cuerno de manera inquietante la "sospecha de Dios".
Hay capítulos en Camus y en Kafka con "luz lechosa" ya de amanecer. Parece como si tuviesen miedo de reconocerlo, y, sobre todo, de pronunciarlo. Pero hay silencios dentro de los cuales trabaja la crisálida de una nueva —antiquísima— esperanza.
—¿Y si otra vez "llamásemos" a Dios?
Porque la filosofía cree —hay que disculparla— que Dios espera quizá a ser invitado de nuevo por los hombres,
Dios convidado a hablar su Palabra, otra vez, en el aerópago desvelado, ojeroso, nocherniego, de una filosofía fatigada y triste. Dios convidado a la madrugada para que "colabore" en un amanecer. ¿Aceptará Dios? Pero los filósofos no saben si Dios existe. Ni saben si va a aceptar Dios...
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Muchos millones de hombres, sin embargo, sabemos que Dios existe. Y que está en el mundo, providente y presente, sin previa invitación. Muchos millones de cristianos lo sabemos, aunque lo olvidemos a veces, aunque nos pongamos —hombres de poca fe— a repartir nuestra esperanza entre Él y sus criaturas, entre Cristo y las cosas. Es un Dios en silencio, oculto e irónico —permitidme que atribuya a Dies una brizna de ironía— detrás de las bambalinas aparatosas de la Historia. Un Dios que calla... y luego recoge en su Amor los despojos y las piltrafas. Cristo que abrillanta —Él sabe cómo— esta chatarra humana que queda después de cada odio, de cada, pecado, de cada catástrofe, de cada guerra. Cristo que —Él sabe la manera— va medicinando con su Gracia, y sanando con su Sangre, uno a uno, a los hombres de buena voluntad. Pero de una forma aparentemente imperceptible, en estilo de verdad. Sin que su voz, que habla por dentro, se haga audible en la mente de los filósofos cansados... Porque no vayamos a creer, cristianos, que Él, en los sagrarios o en el fondo oscuro de nuestros templos, está para no hacer nada, impasible o indiferente hacia este mundo que no le confiesa o que le ignora. No vayamos a creer, al verle con los pies clavados, que está impedido, que no puede moverse...Ni que aguarda para actuar ningún requerimiento.
He aquí que la Semana Santa nos vuelve un primer plano de los pies de Cristo. Se hunde en ellos inexorable el clavo lancinante. Es un clavo real y horrible, presidiendo la apoteosis de la divina Sangre rota. Es un signo de Tragedia, pero un signo clamoroso de Esperanza. A los pies de Cristo, una seguridad araña impaciente la costra de todas las frivolidades hasta hallar dentro de nosotros la verdad enraizada. Enraizada en la fe del Dios fuerte: en el Señor que "fue crucificado, muerto y sepultado... ¡y resucitó el tercer día de entre los muertos!"
Los pies de Cristo clavado son una eterna promesa de auroras. Dios no puede creer que haya algo que no tenga remedio... El es Redentor.
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