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Hay, seguramente, una geografía de la Semana Santa de España. Aunque, a lo mejor, más de un puritano se escandalice... ¿Por qué Semana Santa "andaluza"? Y, ¿qué es eso de Semana Santa "castellana"? ¿No debe ser lo mismo en todas partes? Es el error del puritanismo: creer que la verdad, por ser única, ha de permanecer refractaria a los matices. Pero el puritanismo es herejía; no cae en la cuenta de que precisamente la verdad, «por ser tal, está en condiciones de tornasolarse hasta el infinito. De todas formas, ¿qué importan los puritanos? Hay —decimos— una geografía de la Semana Santa de España. Geografía varia, rica, intensa. Realmente, sucede que cada ciudad o .pueblo ha vertido un poco de su alma, de su carácter, en las celebraciones respectivas de la Semana Mayor. Así, el "tema," radical, invariable, de los Misterios que las procesiones encarnan se prolonga siempre de desinencias locales entrañable. "Como la Semana Santa de mi pueblo, nada", se dice, aproximadamente, en todas partes. Como que ahondar en lo particular es, quizá, la mejor manera de encontrar lo general. Lo "universal" se sedimenta bajo la orografía cambiante de los hechos que aparecen; es un subsuelo, no es un cielo. Excavar férvidamente en lo propio, en lo particularísimo... Así es fácil dar con la veta auténtica del verdadero ecumenismo.
Semana Santa española. ¿Desplegamos el "mapa"? Saltan a la vista, Sevilla, Valladolid, Zamora, Málaga, Cartagena, Granada, Lorca... ¡Para qué seguir! He aquí, sin embargo, una ciudad que los cartógrafos de la Semana Santa no han señalado de manera suficiente. Se trata de Úbeda. ¿Úbeda? Viene en los "mapas" con letra pequeñita. Cuando viene.
Don Melchor Fernández Almagro, en un bello artículo aparecido hace algunos años en estas mismas páginas, ha llamado a Úbeda "ciudad de Semana Santa". Y es que la fisonomía urbana de esta ciudad, su ambiente, su idiosincrasia, su modo parecen configurados "ad hoc" para la manifestación religiosa. Se dirá lo que se quiera, pero hay trazados urbanos a los que no "pega" la procesión. Un día, empero, llegáis a Úbeda, transitáis por sus calles personalísimas —no hay dos calles en Úbeda que se parezcan—, os detenéis delante de sus palacios renacentistas, penetráis en sus templos platerescos, barrocos o góticos, os aventuráis por el laberinto de sus barrios, serenáis vuestra andadura y vuestra mirada en la plaza de Vázquez de Molina —sinfonía de piedras, vítores, iglesias, violetas, campanas— y ya, en seguida, encontráis naturalísimo —casi necesario— que por el recodo de la primera esquina aparezca una procesión. Intuís en seguida que el día grande de Úbeda "tiene que ser" el Viernes Santo. ¿Por qué? No se sabe. Casi no puede explicarse... La vocación de los pueblos es una cosa extraña. Sorprende, desde luego, en este caso, la vocación cofradiera de la ciudad. Artesanos, obreros, profesionales y capitalistas, unidos en torno a la "Hermandad" respectiva, forman en Úbeda vínculos indestructibles. Es curioso. Úbeda, por la apatía, por el escepticismo o por el ascetismo —¡quién sabe!— de sus gentes, parece capaz de renunciar a cualquier cosa, a cualquier beneficio comunal. A todo menos a su Semana Santa. Diríase que es su mejor propiedad, su mejor heredad.
La Semana Santa ubetense tiene, sobre todo, una organización maravillosa. Habría que alabar de ella su excelente arquitectura, reflejo, quizá, del empaque de los monumentos que le sirven de fondo. Es una arquitectura de armonías, orquestal, jerarquizada. Adrede escribo lo de arquitectura al decir de la Semana Santa de Úbeda. Porque hay como una simetría, una euritmia en la correspondencia acordada de sus partes. Si la alusión no resultase inoportuna o pedantesca, cabría hablar de un "orden gigante", a lo Palladio, en la estructuración de la misma. "Edifica", levanta cada Cofradía su esplendor y su devoción particulares en las procesiones de Domingo de Ramos, Miércoles, Jueves y Viernes Santos; imágenes valiosísimas —de Mariano Benlliure, de Vassallo, de Palma Burgos, de Coullaut Valera, de Jacinto Higueras, de Ruiz Olmos, de Prados López—; tronos de sorprendente riqueza artística; penitentes numerosísimos con un profundo fervor oculto bajo el brillante boato de las ¡túnicas y de los rasos; expectación de un pueblo solidarizado, unánime, que llena las calles y plazas, abarrota las aceras, puebla los balcones y asoma la devoción por todas las esquinas. Cada cofradía —repetimos— "edifica" su esplendor y su devoción "particular" en la procesión respectiva. Y, sin embargo, tales esplendores y fervores, conscientes de su función arquitectónica, supeditan sus valores particulares al valor del conjunto. En la noche del Viernes Santo es dado contemplar el prodigio concluso de la procesión general. Es la cúpula que corona, que abarca, que asume toda la "edificación" en una brillantez inusitada, única. Once Cofradías, quince pasos, más de dos mil penitentes. No es posible describir el espectáculo de esta procesión general. Es algo perfecto, sincopado de emociones y gravitado de patetismos. Pero cada perfección en su sitio; cada acento en el suyo. Un poema para la vista que se hace luego música en la caja del corazón.
Pocas Semanas Santas como la de Úbeda, con un sentido tan vivo de lo orgánico. La Semana Santa de Úbeda está organizada hace siglos. Luego, en las Cofradías, trabajan todos: vivos y muertos. Cada generación ha aportado de su espíritu. ¿No hablaba Chesterton de un ideal sufragio universal —el único verdadero, el único deseable— en el que también los hombres del otro mundo tuviesen votos? Las procesiones de Úbeda son un ejemplo estimulante de comunión histórica; pasado y presente se funden en ellas íntimamente en torno a la conmemoración de la Redención de Cristo.
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