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¿Cuenta el tiempo? Claro que sí pero por su cuenta. De las coordenadas que nos limitan, la más patética es el tiempo. El espacio es más domeñable. Se ve la posibilidad de alcanzar otras galaxias; nadie sueña con alcanzar los ciento cincuenta años de edad, cantidad más bien modestita, si se compara con los millones de kilómetros de los programas astronáuticos. El gran Alfarero nos deja poner la mano en su barro, nos tolera que modifiquemos el paisaje natural, que hagamos «pinitos» más o menos pedantes en el paisaje moral y hasta que intentemos, con loable ambición, una especie de jardinería química —que eso parece la bioquímica—; pero no nos permite intromisiones en el tiempo, siempre inexorable. Es el drama. Si se moldearan los minutos como se manipula la arcilla, si de ellos pudiéramos hacer cantaricos que guardaran, que ahorrasen nuestra agua y nuestro vino... Pero todo, al fin, se nos derrama porque los minutos no son cuencos, no envasan nada. Y, ¿quién se sienta en el tiempo, quién se acuesta en una hora? ¡Pobres de tiempo, todos, pobres de solemnidad, sin saber la hora destinada donde caernos muertos!
A veces, sin embargo, decimos que el tiempo se remansa. ¿Dónde? No en nosotros. No en la vida compañera. ¿Hay huecos en el alma para el embalse? Toda la angustia existencia radica en la impotencia nuestra para remar nuestra barca al ritmo y velocidad del río. La vida, si, es compañera, a veces malmaridada, del espíritu; el tiempo, no. Nada más somos sus arrendatarios, siempre en peligro de ser despedidos.
¿Dónde se remansa el tiempo? En las cosas que, por no ser vida, nos sobreviven. (Gran privilegio es la vida. Entonces hay que pagar ese privilegio nada menos que con la ofrenda del cuerpo: con el cadáver.) En las cosas el tiempo se queda al pasar, tal como el agua del río en las escotaduras de las márgenes. Y eso es la Historia; paradoja del tiempo que deja su sombra después de haber huido: monumento en la piedra y testimonio en el libro.
Todo esto se piensa espontáneamente cuando se visita una vieja ciudad con cuño del pasado en su efigie. ¿De verdad nos sobran en España ciudades monumentales y, en cambio, nos faltan ciudades «limpias de excesivo pretérito para edificar el progreso»? Falta por saber cómo se edifica el progreso. Por lo menos habrá que incorporar a sus triunfalismos un poco de humildad. Uno, más bien, ve un ambidextrismo en ciudades como Toledo; en ciudades bifrontes con apertura al pretérito y al futuro, con perspectivas de ensanche tanto hacia la añoranza como hacia la esperanza. Creer que el progreso es una recta ineluctable se opone incluso a la misma mecánica. No hay rectas ineluctables sino en la imaginación. Creer que el progreso tiene una faz asentada sobre un cuello sin músculos, es decir, una faz que no puede mirar sino al frente es otra ingenuidad. Ciudades como Toledo pueden adolecer de vista cansada. Pero ello sería siempre menos grave que la miopía, menos enfermedad que el no poder ver más allá de las propias narices.
El único viaje a través del tiempo que nos es dado, el único «túnel» viable en este sentido, nos lo proporcionan ciudades así. Ninguna apologética de la tecnocracia tiene por qué desdeñarlas como ciudades mortaja. Porque representan lo contrario que un entierro. El pasado en ellas no es una momia, sino un interlocutor. En Toledo —o en Ávila, o en Santiago de Compostela, o en Salamanca, o en Trujillo, o en Segovia, o en Úbeda— es posible todavía el diálogo de las máquinas y de las campanas. El patetismo del tiempo que huye se siente más en la gran ciudad. Y creo que la muerte es más muerte —es decir, menos esperanza— en Nueva York que en Toledo. Y, ¿quién puede asegurar que la vida es menos vida en Soria que en Brasilia? Existe una equivocación en lo de creer que aplicar el ojo a la mirilla que nos enseña el pasado trae anejo un derrotismo y un deseo de quedarse en la cuneta. Lo contrario ocurre con más frecuencia. Se abren los ojos desorbitadamente hacia el porvenir, pero se ve tan poco —hay enormes edificios delante que impiden la visión— que la mirada apenas puede cruzar la calle. Pero, ¡qué dialéctica, qué esgrima de siglos, qué espectáculo para el espíritu en Toledo! La Sinagoga, a unos pasos del «Entierro del Conde de Orgaz». El rojo ladrillo mudéjar, la piedra casi blanca de la Catedral, el Alcázar. En ciudades, en pueblos así, la vida ofrece muchos módulos, se puede elegir. Con larga perspectiva de Historia a la vista hay datos para una cosmovisión, para una concepción del mundo. Se puede pensar en ciudades así. Pensar con horizonte abierto, fuera de ese pisito de ideas alquiladas —de actualismos urgentes— en que casi todo el mundo vive ahora.
Cierto; las coordenadas tiempo-espacio nos limitan. Nos es más sumiso el espacio; quizá nuestros nietos puedan ir a Marte. Lástima que el tiempo se preste menos a nuestros experimentos. Lástima que, en este aspecto, nuestros nietos, como nosotros, no puedan viajar más allá de Toledo. ¡Tiempo, tiempo! ¿Quién lleva segura su barca en tu río? ¡Tiempo, tiempo! Tú nos arrastras y nosotros queremos... progresar. ¡Tiempo, tiempo! Toda nuestra agua y todo nuestro vino se nos derrama con tus giros. Pero a pesar de todo, tiempo enemigo, tiempo amigo, tú te remansas en las cosas, en las escotaduras de la ribera; tú tañes en todas las torres de la historia y, por eso, el hombre se erige un poco en tu rival y llega a creer (saliendo de su pisito de ideas alquiladas) que él —el hombre— no es una «pasión inútil», no.
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