|
«He aquí la sexual-democracia», escribía, recientemente, creo que en estas mismas páginas, Ernesto Giménez Caballero. Todas las decadencias, ¿esconden su vejez así? Puede que haya una tristeza debajo de esto. Un ocaso. Spengler denunció al comenzar la década de los veinte la crisis de Occidente. Llamaba ya «hombre tardío» al europeo; pensó que llegaba lastrado a la Historia, pasada su hora nona. Y, sin embargo, hoy, treinta años después de terminar la segunda guerra, la sintomatología ofrece peores cuadros. Entonces, hemos dado en el acuerdo de dividirnos en optimistas y pesimistas. (¿Progresistas o conservadores?) Siempre pudo haber razones para una u otra postura. Ahora también; pero sucede que actuamos, en la mayoría de los casos, como si nos hubiésemos quedado sin raíces. No creo en las razones que, llegada la ocasión, no apelan a las instancias últimas. Cuando carecen de valores en qué insertarse se mustian al primer chaparrón. Estimo que la «sexual-democracia» es una especie de defensa cobarde. Una revancha después de haber perdido. Por supuesto, el sexo es un perenne valor; pero un valor que siempre se sobreentiende y se da por sabido; un valor garantizado. Cuando se reconocían otros valores superiores en la escala, espirituales, el hombre para hacer sus programas y fundar sus trabajos y goces —incluso sus dignidades— no recurría, casi en obligado expediente, al sexo.
Y, sin embargo, tal fenómeno es solo un aspecto. Si damos en ser pesimistas encontramos cómo el freudismo «napoleónico» se corresponde con el unitarismo marxista. Pero los optimistas voltean la cuestión y pretenden haber encontrado las auténticas coordenadas del progreso, donde los taciturnos perciben los condicionamientos «a priori» de la catástrofe. No. No sirven ni optimismo ni pesimismo. Ambas actitudes funcionan como coartadas o facilitan la excusa para no hacer nada, para dejarse llevar por la fluencia, porque lo que ha de salir saldrá.
Pero con esta mala música, con esta murga de errores zurcidos con despojos de colores y con ruidos ciegos, no se sabe si es que queremos convocar a las cucarachas o espantarlas. Es una visión muy hosca ésta. Invito al taciturno a la serenidad: Última novia probable. Y me ha replicado: Sí, está encima el alto cielo; pero vacío para la desatada mirada. Heidegger, primer maestro nuevo, enseñó la posibilidad que no falla: escribió muerte con mayúscula. Es ella —la muerte—, la sabida y no esperada.
De espaldas a la metafísica, con el alma pintada de payaso y el espíritu vacante, se preguntan muchos hombres, ebrios del vino barato de la confusión, si será verdad que Dios ha muerto. Les sigue la legión de los que perdieron la fe en el Dios de la infancia. «Pequeño Dios de entonces —poetiza Vicente Mojica en un poema casi olvidado— suficiente para todo, para borrar el miedo del despertar nocturno y del desvelo.» Quieren una divinidad más a la medida de sus endiosados intelectos y divagan en la arena. Empeñados en un «mejor concepto», sin acertar a darse cuenta de que no son los conceptos los que meten en su puño al Señor, sino que, como Él es Verdad, somos los hombres quienes hemos de entrar por su puerta.
Dios se hace esperar porque espera nuestra Esperanza. Dios es amor tras el telón. En el telón, nada más su brisa. El, como un viento mudo que no suena. Inminente Dios, seguro y apagado; replegado en la más íntima, silenciosa, vena de lo visible. Dios personal, eterna Trinidad, humildemente proclamada aquí en el perfume desasido de los pétalos, en las frescas risas adolescentes, en los estertores moribundos... En la balada seca, caída, que forman las hojarascas del bosque; en las nieblas de la madrugada y en los páramos donde el viento aúlla lejanías. Dios de Amor en el flaco amor de las criaturas. Santo Dios, Fuerte, Inmortal, para el Trigo y para el Vino que en el Altar lo asumen. Imponente Dios de Moisés, transfigurando dulcedumbres en el sermón de la montaña, izada su frente y hendido su costado para el Sacrificio redentor. ¿Cómo vamos a elaborar con palabras el concepto de un Dios así? Piden señales y Él responde que la «señal de Jonás» está dada. Y no puede haber más Revelación, ni cabe estrenar otras teologías, porque la Resurrección y la Venida del Espíritu ya fueron.
Por supuesto, están los caprichosos que solicitan para este siglo un Dios con fórmula distinta. No es posible. Cambia el mundo y la historia, pero lo sobrenatural no «Hay que tener el espíritu duro y el corazón blando», le decía Jacques Maritain a Jean Cocteau. Es que las verdades religiosas no son de elástico, ni se estiran o encogen como el caucho. La lógica de la fe no se flexiona. Pero el corazón es blando, es de amor. Muchos cristianos, no obstante, hacemos lo contrario: reblandecemos los principios y endurecemos los afectos.
¡Qué lejos —y ahora al escribir pienso en la Escritura y no en los periódicos—, qué lejos todo el barullo! Incluso el de la «sexual-democracia».
|