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Más o menos, casi desde mediados de diciembre hasta mediado casi enero, tiempo disminuido con grandes espacios en Manco para la vacación. Paralización o notable mengua de las actividades. Cede el negocio en aras del ocio. O llega Navidad, o está aquí —encimita—, o la Navidad acaba de pasar. Recibí una tarjeta, como todas, con el consabido «felicidades». Pero en ésta, además, venía escrito abajo: «Y también a pensar un poquito, amigo.» La Invitación es sencilla, pero, en esta ocasión, insólita. Original. Lleva mucha razón. No todas las horas libres de este tiempo han de ser divertidas. Algunas deben ser... introvertidas. ¿La Navidad, pretexto para el descanso, la distensión y el dispendio? Bien, pero aunque sea nada más por simple corrección, o por un resto de honestidad, se impone la consideración religiosa. El origen de toda esta euforia —auténtica o pintada— es el misterio de Cristo. Entonces hay que detenerse un poco a ver qué es eso.
Gran cuestión. Viejo tema: el «viejo Dios». Está en el aire la respuesta que pregunta: «¿Para qué complicarse más la vida?» Es que existe mucha gente que ya acostumbra a no contar con Él. Prefiere olvidarle, o dejarle en la duda, «entre la niebla». Otros optan por decir que le han definitivamente borrado. «No merece la pena declararse ateo; pero, si existe, está tan lejos que su influencia es tan leve que no produce en mí la menor marea. Si existe no me interesa», he leído escrito en un autor de ahora. El caso es que si tal posición evasiva es relativamente explicable, Ja religión cristiana cierra el paso a esta fuga. El Cristianismo es conminatorio —o se toma el tema o se deja, pero no se dilata, rehuye o aplaza—; dice el Cristianismo que Dios se hace Hombre y, entonces, ya no es (posible excusarse con la lejanía. Precisamente la Navidad esconde bajo su fronda nada menos que el argumento de Dios. Él no está más allá de las estrellas. Tan acá está que vino, que nos deja abiertos todos sus accesos. En Belén se hace juguete casi; juguete de carne. En el Calvario, varón de dolores. Isaías, desde su altura profética, lo contempla como «gusano de la tierra». Pero luego las mujeres atestiguan su Resurrección. Tan apasionante es el argumento que no se puede ser espectador cristiano. Es el único Drama en que, de verdad, y no por simple recurso o novedad, el Protagonista requiere la subida a escena de todos los asistentes. Cristo se hace Hombre y luego nos quiere a todos los hombres cuerpo de su Cuerpo. Por si es poco, É1 hace comida y bebida de su Carne y Sangre. Difíciles, tremendas verdades. Ciertamente es su Escándalo. Paulo de Tarso lo apunta. La Encarnación asume la plenitud de los tiempos y todo entonces se ciñe en torno al descomunal Suceso: Dios es Cristo. En la Historia «se arma la de Dios es Cristo». Este dicho popular es muy expresivo; muestra, como dijo nuestro filósofo, que, en última instancia, es la teología quien anuda y desanuda.
Oiga, pero todo es más difícil aún. No se trata solamente de que el Cristianismo nos acerque a Dios impidiéndonos la cómoda postura de defendernos de Él con el pensamiento de que, ya que nos olvidó desde su insondable distancia, nos es lícito a nosotros olvidarle desde nuestros inmediatos intereses. Hay más, mucho más. Si Él es un Dios de salvación, si es un Ser cuya esencia es Amor, si vino para rehacernos y darnos conciencia de inmortales..., si liga y religa —religión— su doctrina y nos compromete su enseñanza, ilógico es que, vuelto a su Cielo, no nos dejase a la intemperie, con el Evangelio en la mano y con un desconsolador vacío en derredor. ¿No está claro, no es lógico, que la Iglesia no pudo inventarla la Iglesia? Sin su exégesis, siempre continuada y concorde a lo largo del tiempo, sin su institución con cimiento de piedra y cúpula de esperanza, sin su magisterio (asistido del Espíritu Santo) permanente y alerta, el misterio de Dios es Cristo, erosionado de vientos opuestos, combatido y por ambientes indefectiblemente hostiles, sometido a los relativismos de lugar y tiempo, ¿acaso no sucumbiría sin remedio?
Es duro, pero la alternativa está clara. O enhebramos la verdad en todas las agujas o el hilo se nos pierde. Dios me llega desde Cristo y Cristo es Gracia que la Iglesia me acerca. Parece indudable que si no fuere así, Él se me desdibuja lamentablemente «entre la niebla».
¡Ah!, pues oiga, ya lo sé; creer todo esto se hace, en ocasiones, bastante difícil. No porque el contenido de la fe sea abtruso, enredado, escolástico y viejo. Lo que sucede es que nuestro espíritu empieza a complacerse en el despiste. Hoy el humanismo radical anda por los vericuetos de creer que no sabe el hombre lo que es el hombre. Meta triste. Si el espíritu reaccionara, optaría por las verdades de fe. Nuestra Civilización ha logrado unos conocimientos gigantes. No son conocimientos falsos, pero no pasan de ser conocimientos. Nos perdemos como hormigas entre su colosal tamaño. Bien; lo que sucede es que nos hemos vuelto devotos —beatos devotos— de la cantidad, del tamaño. Y como no podemos cargar con la desmesura de nuestras verdades, no conseguimos hacer de ellas un conjunto orgánico, una cosmovisión, una concepción del mundo. Y de ahí —creo— viene el desconcierto. Damos en pensar que las verdades religiosas de fe son ridículas, deformes, anticuadas, pequeñas. ¿No será que hemos mutilado el órgano para aprehenderlas? Nos movemos entre coordenadas inciertas que desearíamos cambiar cada mañana. Algunos cristianos han dado en la flor de pensar que hay que adaptar la religión a nuestros supuestos mentales. Cuidado. Existe el peligro de hacer de la religión otra cosa. Quizás mejor —más eficaz— el sacrificio de auparnos, de elevarnos sobre la punta de los pies y así ver por encima de las tapias de nuestro corral. Meter a Dios en nuestro corral —es decir, entre las efímeras, inestables, coordenadas de última hora— es, parece, empeño muy raro. Cierto que nuestro corral es amplio, enorme, extenso, maravilloso corral. Pero corral al fin. La Sabiduría estaría en entender que todos los saberes, aparentemente contradictorios y conflictivos, pueden conciliarse en una perspectiva de Fe. Pues bien, oiga, la Fe hay que alcanzarla, pero pidiéndola con humildad y paciencia. En el largo tiempo de Navidad sería bueno dedicar una hora a la reflexión del tema. Por cierto que la cuestión religiosa, desde el punto de vista cristiano, es conminatoria. Y la evasión no es posible. O se toma, con todas las consecuencias, o se deja.
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