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EL FUTURO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 15 de diciembre de 1975

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Al comenzar, las cosas resultan difíci­les de entender. Incluso inútiles. «¿Pa­ra qué sirve la electricidad?», le pre­guntaron a Edison, el cual respondió: «¿Para qué sirve un recién nacido?» Después, cuan­do el uso del teléfono constituye una de las primeras, grandes epifanías de la Técnica, el inventor, con humorismo comenta: «¡Bi­cho raro: se le pisa la cola en Edimburgo y ladra en Londres; la "inútil" electricidad es responsable!»

Suele, sí, desconfiarse de lo que nace. Pero luego, inexorablemente, crece. Crece a veces hasta el punto de hacerse gigante. Riesgo. Las mitologías coinciden en la creen­cia de una generación pavorosa de gigan­tes que poblaron la Tierra en remotísimas edades. Fábula, pero significativa. Cosas y criaturas corren siempre el peligro de cre­cer demasiado. Es lo que a veces pensamos que ocurre con la Técnica. ¿Vivimos un mun­do gigante que nos amenaza, cuya medición y control se nos escapa? No obstante, hay que distinguir. Cabe hablar de una desme­sura cuantitativa con tamaños que espantan; pero también de otra espiritualidad de la que no está ausente la armonía. De la úl­tima, el arte nos depara símbolos ejemplares. Miguel Ángel hace del gigantismo una cali­dad del pensamiento transmitida por el cin­cel al mármol. Eugenio Montes y Camón Aznar han recordado aquí mismo —en las páginas de A B C— lo egregio de la «terri­bilitá». Es precisamente un trasfondo de melancolía el fermento que da vigor irrepe­tible a las estatuas del sepulcro de los Médicis, a las Vírgenes membrudas que des­bordan los medallones en que están enmarcadas. Porque en Miguel Ángel —nos invitan a comprobarlo— la melancolía no es un di­solvente, sino, mejor, preciso y enérgico es­tímulo de irresistibles dinamismos. Es frecuente admirar en las sillerías de coro de nuestros templos, tallas y relieves de asce­tas, confesores, evangelistas, profetas, cuyo trazado, imponente y enérgico, hace adivi­nar en las facies, ávidas de futuros, un an­sia que se eleva, en gesto cogitabundo, des­de una nostalgia. (¿Y no es esto la Historia?) En la «terribilitá» late un empeño de clari­dad para el mundo. Dramático empeño, en la línea quizá de ciertas cosmovisiones gnósticas que concebían el Universo (así Basílides en los primeros siglos cristianos) como un «contacto de tinieblas que tratan de posibi­litar el retomo de la luz».

Pero si la Historia entera es un forcejeo hacia la claridad razonadora y la conducta noble, y si el Evangelio de San Juan re­sume su altísima teología en la constante lucha —«terribilitá» asimismo— de la Luz contra las tinieblas, acomete la tentación de sospechar que, en no pocas ocasiones, el esforzado afán deviene más bien en seudo-gigantismo contrahecho, que es lo mismo que decir en confusión y más oscuridad. Es­cribía Víctor Hugo de su Quasimodo: «Pare­ce un gigante hecho pedazos y vuelto a juntar por manos inexpertas.» Hoy el miedo es pensar que, a lo mejor, la civilización futu­ra va a ser quasimodesca; en la antípoda de la edad «enorme y delicada» que añora­ba Verlaine. ¿Va a tener, pues, la giba, los miembros deformes, la megalocefalia grotes­ca de un monstruo compuesto a base de fragmentos sin perfil, de formas rotas..., de culturas desechadas y luego en parte saca­das del escombro tras el derribo? ¿O con­ducirá la acumulación incesante de los lo­gros de las ciencias aplicadas hacia el «Mun­do feliz», deshumanizado, de Huxley, o el más deshumanizado aún de las fantasías de Wells, o al utópico espiritualismo de la «teo­logía ficción» —felizmente superada— de un Teilhard de Chardin?

Ahora, en ciertos sectores, se organiza y orquesta la confusión. Así nos vamos a ver sumidos en aquella perplejidad de un dia­logante de Juan Valdés cuando arguye: «Vos queréisme enseñar lo que no entiendo con lo que no sé.»

Todo induce a la urgencia de preparar un futuro cuya grandeza no incurra —por error de objetivos o de métodos— en seudo-gigantismos. Pero no hay que dejar la mo­delación del futuro en manos de los futu­ristas ni la del progreso en las de los pro­gresistas. Futuristas y progresistas tienen, salvo excepciones, el común defecto de que saben mucho y prensan poco. Pensar es pararse a pensar. Nada más cuando el ti­rador deja de andar su disparó acierta. An­tonio Abad, en la antigua Iglesia, sentía el impulso irresistible de mejorar el mundo. Estando en esto, oye una misteriosa voz que le musita: «Fuge, tace, quiesce» (Huye, calla, aquiétate). Ojalá los reformadores de este tiempo oyeran el mismo consejo. Anto­nio Abad, como efecto del aviso, funda la vida monástica. La vida monástica verifica, a lo largo del medievo y después, la más eficaz, sutil y profunda reforma. No es que en este artículo se propugne, precisamente, un monasticismo ahora. Sí, en cambio, una audiencia a voces autorizadas que invitan a cierta huida de los usos materialistas, con­sumistas, pragmáticos, dominantes («abste­mios de lo trascendente», llamaba Papini a los marxistas). Sí, una atención que lleve al buen silencio para el espacio de los hallaz­gos fecundos. Sí, un aquietamiento sereno, que es lo contrarío, de una parte, del inmovilismo y, de otra, del atolondrado activismo. Ya que, más bien, parece la condición pre­via a la acción intensa, directa y con sen­tido; fuerte, en fin.

Uno estima que nada más así podemos acercamos al mediodía. «Sólo el mediodía es la hora; las demás son simples horas», exclamaba Alfredo de Musset. Y quizá úni­camente la decisión que ocurre tras el pen­samiento reposado es apta para el lanza­miento. Si bien las dudas —y esto es inevi­table— acechan. Gómez de la Serna decía que «no gozamos bien del canto del ruiseñor porque siempre dudamos de que sea el rui­señor». Estoy entre los que ven que te ver­dad, afortunadamente, está ahí y que, en momentos, perceptiblemente, «canta». Pero los «dudadores» de profesión u oficio no lo entienden así.

¿Cómo ganaremos él futuro? Con energía, con firmeza, con «terribilitá» si preciso fue­re, pero sin confusionismos. Con serenidad. Sin «quasimodismos», valga otra vez la pa­labra. Escribo ahora asimilando las transpa­rentes, limpias enseñanzas del discurso de la Corona de Juan Carlos I. Concluía: «Si todos permanecemos unidos habremos gana­do el futuro.»