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La protagonista de una novela de Beatriz Beck se siente tremendamente perseguida por un soldado alemán durante la ocupación de París por los «nazis». La escena ocurre en un lugar despoblado, en uno de esos parajes en los que el campo introduce una primera avanzadilla en los costados del suburbio. Suenan detonaciones lejanas; el miedo clava su aguijón en el atardecer. Entonces, jadeante, la joven acosada, que presume próximo e inevitable el abrazo brutal del soldado, se detiene un instante y arranca del borde del camino una flor... «Con mi mano corté una ramita florida, por burlarme, pero también para sentirme menos sola.»
Bastantes veces a todos nos ocurre el presagio de lo peor, porque la vida es larga y si los días son muchos también lo son los trabajos. Al menos, en los instantes de soledad desamparada, hay el peligro del fantasma de «lo peor». En ocasiones, no pasa de simple alucinación: pero, de cierto, hay circunstancias en que lo peor se plasma avanzando hacia nosotros con sus botas pesadas, encenagadas de lodo. ¿Qué remedio entonces? Los optimismos irresponsables, empeñados por sistema en vaticinar venturas a troche y moche, pueden tener una eficacia saludable y, sin embargo, resulta un poco tontaina eso de pensar que todo ocurrirá felizmente y que las tormentas, a la postre, van a devenir ajustados guantes con que calzar el propio deseo. No; lo peor también existe, también hay momentos en que está ahí, al menos como amenaza. Y por eso el miedo no deja de ser humano, muy humano. Yo diría, inclusive, que muy cristiano.
Desencuaderna el miedo las defensas, pone al descubierto la hilaza deleznable que cose nuestras vidas. Quizá es bueno sentirlo de vez en cuando para fomento de esa virtud fundamental de la que apenas hacemos caso ahora: la humildad. Realmente, tan urgente como que nos hagamos cargo de nuestra dignidad, lo es que tengamos conciencia de nuestra miseria. Pascal, ese formidable cristiano en blanco y negro, ese espíritu modelado en vigorosos claroscuros, sabía —y decía muy bien— que el hombre es la conjunción tensa da lo más grande y de lo más frágil: «una indigencia que se conoce», «una caña pensante». Porque la paradoja humana es que, a cada persona, su naturaleza le exige, al par, un orgullo y un anonadamiento. No obstante, encontramos con demasiada frecuencia pretextos para ejercitar el orgullo; pero nos resistimos a aceptar los motivos que cualquiera de nuestros actos o de nuestros sucesos nos brindan para la gimnasia de la humildad. (Claro: hay muchas humildades falsas y una sola humildad verdadera.) Por eso, ¿no es saludable que, en alguna ocasión, el miedo desnude la retórica de estas vidas nuestras que raramente aceptan reconocer la radical impotencia escondida, agazapada en vergonzante pobreza, más allá de las baladronadas valentonas, del machismo estúpido, de la presunción, del egoísmo..., de todas esas bambalinas, en fin (y de las luminotecnias), que rodean y acentúan nuestra actuación en la escena, en el gran teatro del mundo? Sí: el miedo, como una espada violenta, nos pone al descubierto las lacras íntimas celosamente guardadas.
Frente a los optimismos color de rosa, que abundan, y también contra los catastrofismos que circulan por ahí, uno cree que al mundo nuestro le es preciso un poco de miedo. Pero del bueno. ¿Y cómo el miedo va a ser bueno? En tanto nos pone en los umbrales de la regeneración. Los espectadores de los dramas de Esquilo iban al teatro con un deseo de «catarsis». Esperaban que el escalofrío —el miedo— de las tremendas tragedias podría curar sus pasiones incoadas, sus vicios larvados, el embrión de sus posibles crímenes. Lo horrible del espectáculo hacía oficios de purga salutífera.
Aunque, ¡ojo!, el miedo no es la cobardía. Esta significa sólo una reacción. Equivocada. Cabe otra. La de la protagonista de la novela. Cabe cortar, en el mismo borde del abismo, «una ramita florida para sentirse menos solo». Cabe el aliento pujante de la renovada, estimulada esperanza. Entonces, lo mínimo, un simple perfume montaraz, puede significar el cabo suelto de la escala. El cable que Dios tiende para izarnos.
Y es así como el miedo puede convertirse en nuestro hermano.
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