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Señor director de A B C:
Recientemente, en el artículo «Participación» insertado en ABC, Antonio Gala ha escrito de forma sucinta y muy brillante cosas interesantísimas. Quizá ese artículo da la medida, el tono, la norma —aun siendo el escritor poco «normativo»— para lo que debe ser el trabajo literario de formato periodístico. Pero la seguridad que debe de proporcionar a las propias ideas el hecho de escribir impecablemente, ¿no se presta a que, alguna vez, el autor, llevado de su fluidez intelectual, incurra en juicios que leídos a la primera resultan redondos, pero que analizados con cierto detenimiento esconden imprevisibles y, en ocasiones, sensibles errores? A mi juicio, tal sucede en el artículo aludido. Mucho le agradecería la inserción en su periódico de estas líneas mías al respecto.
Al grano. Por ejemplo, dice Antonio Gala —y creo que su afirmación, aunque no es esa su intención, puede resultar un tanto lesiva para cuantos españoles se dedicaron y se dedican al oficio intelectual— que en nuestra Patria «desde el siglo XVI ningún cristiano viejo quiso cultivar la inteligencia porque era de judíos, ni la tierra porque ara de moriscos». ¿No es generalizar demasiado? Y, ¿no está dicha la cosa de una manera tan tajante que apenas quedan resquicios en la frase para rescatar excepciones, siquiera sean las de Cervantes, San Juan de la Cruz, Calderón, Menéndez Pelayo, Ramiro de Maeztu...? Nombres de cristianos viejos parecen éstos...
Por supuesto no hay que tomar las cosas al pie de la letra, y si se contempla la frase sesgadamente y no de frente, pues no hay motivo para alarma alguna. Pero se encuentra algo en el excelente trabajo de Gala que disuena más y que, a mi juicio, entraña una apreciación apresurada e incluso trivial. Es cuando, refiriéndose a la Religión, afirma que «si es sólo un dogma, una moral y un culto, puede bambolearse». Pues entonces, ¿qué quiere Antonio Gala que sea la Religión, además de dogma, moral y culto? ¿Es que le parece poco? Proponer verdades, formar conductas y promover ética y estéticamente la relación con Dios, ¿son cometidos de por sí insuficientes para mantener en pie una fe religiosa? No dice Antonio Gala qué es lo que debe sobreañadirse a la Religión para que no se venga abajo. ¿Un suplemento antropológico? ¿Una sociología? ¿Una política?
Uno estima que necesario sería ahora —de manera consciente y decidida— insistir en que si la Religión se tambalea en muchos hombres es, precisamente, porque esos hombres la han querido desmedular de sus dogmas, o han rebajado sus exigencias morales, o han propugnado una desviación de su liturgia. Porque el Concilio Vaticano II operó con gran acierto una «corrección de estilo» del catolicismo, dotándole de una frescura y de una agilidad. Pero somos muchos los cristianos que sabemos que, ante todo, el Concilio Vaticano II se propuso reafirmar inequívocamente a la Religión como Religión, resaltando la vigencia de su Credo, de sus fundamentos teológicos, de su moral de amor y de su culto.
Basta leer detenidamente sus Constituciones, Declaraciones y Decretos para convencerse.
Son ya muchos los caballos —más o menos literarios— que se le echan a la Religión en el teatro, en la novela... Y no vale señalar. Está claro que Antonio Gala no abunda en este tópico. Parece, más bien, que el ilustre dramaturgo desea que la Religión sea más, vaya a más. El y todos los cristianos tendríamos que convencernos de que el camino para lograrlo empieza en la claridad. Y que, seguramente, no lleva a ninguna parte sin el afianzamiento previo de un dogma, de una moral y de una liturgia, ya que no puede existir autenticidad en el reino de la confusión. Conseguido esto, todo lo demás vendría por añadidura. Hasta la libertad y la justicia, que o son conquistas enraizadas en una creencia religiosa cristiana o no pasan de palabras para las banderas.
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