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DE LA URBANIDAD AL URBANISMO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 24 de mayo de 1973

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Lo urbano se oponía —y superaba— a lo rústico. Persona urbana quería decir, aproximadamente, persona, educada. La urbe, la ciudad, postulaban formas, estilos, valores (e incluso cortezas de valores: cor­tesías), cuyo conjunto constituía la urbani­dad. Y la urbanidad era casi una asignatu­ra. Así es que todos los hombres, aunque viviesen en un pequeño pueblo, sentían, de lejos o de cerca, el deber de adoptar o de imitar los usos y maneras del hombre ur­bano. La urbanidad promocionaba (palabra apenas usada antes) y lustraba al hombre dotándole al menos de una apariencia, de una cubierta aceptable; cubierta que pre­servaba muchas veces la paginación interior, el orden y las buenas cualidades de cada uno. En fin, la urbanidad quería evitar la edi­ción precaria de la cultura: aspiraba a un saber y a un hacer bien encuadernados. Por analogía, luego, empezaban a llamarse li­bros «en rústica» a los que se ofrecían impresos en papel deleznable y con vulnerables tapas.

Claro que los libros en rústica se acaban o se acabarán, porque lo del nivel de vida a ellos también les alcanza, y bien vesti­dos se compran más aunque se lean menos. ¿Se terminan, igualmente, los hombres en rústica? Sí, también se extinguen; pero lo que pasa es que la nueva edición del hom­bre no está informada precisamente por la urbanidad, sino por el urbanismo. La ur­banidad civilizada con formas, gestos, salu­dos e incluso sentimientos, entró en crisis hasta el extremo de que, si no se tiene es­pecial cuidado, la urbanidad queda en cur­silería. Como hoy la moda es el «informalismo» no sólo están en baja los figurines, sino las figuras, todas las figuras. En pin­tura importa menos el dibujo; en moral se pone poco énfasis en el mandamiento; en filosofía se menosprecia el concepto; en re­ligión hay quienes esquivan cuanto pueden el dogma. Y todo por la creencia —uno cree que errónea— de que bajo la forma, el di­bujo, la regla, el concepto o el dogma, está reprimida la vida. El «informalismo» ha dado en sospechar que todas las caras son caretas; todos los vestidos, disfraces.

Es probable. La urbanidad abusó de la ortopedia. Sin embargo, no tanto. No tanto como para extirparla sin contemplaciones, como se arrancan las amígdalas cuando es­torban. Insisto: hoy no hay urbanidad, sino urbanismo. Si la urbanidad consistía muchas veces en un convencionalismo de gestos, el urbanismo es siempre un convencionalismo de señales. Si la urbanidad manipulaba e! saludo, el urbanismo manipula los reflejos. Proponíase la urbanidad preparar el cami­no a la estética o al pensamiento; se de­cide el urbanismo a regular, ante todo, la circulación de los vehículos; entendiendo por vehículos no únicamente los coches que nos llevan de acá para allá, sino, además, los tópicos informativos y publicitarios, las aficiones, las diversiones, los gustos. (Ya Ortega y Gasset comparó al tópico con un tranvía, y nunca como hoy la gente viaja tanto moviéndose interiormente tan poco. Un automóvil lo tiene ahora cualquiera. Pe­ro, ¡ande, hágase usted un Diógenes; busque usted por ahí un hombre que consu­ma pensamientos de su propia cosecha!) Y es que la técnica, la estadística, la infor­mática y otras palabras mayores... nos remodelan. Y se nos permite ser personas al volante: pero al volante de un Seat o de un Renault. Otras conducciones —por ejemplo, la de las ideas— están peor vistas.

Lefevre estima que evolucionamos hacia el «hombre de síntesis». El «hombre de sín­tesis», ¿se va a asemejar a un producto de plástico? Textualmente tomamos de Lefe­vre: «La cibernetización de la sociedad co­rre el riesgo de llevarse a cabo por este camino: manipulación del territorio, crea­ción de vastos dispositivos oficiales, recons­titución de una vida urbana según un mo­delo adecuado.» Es decir, la urbanidad del urbanismo la dictan arquitectos, sociólogos, burócratas y neo-políticos. Y todos estos programadores, según el escritor francés, proyectan a todas horas la circulación —cir­culación rodada y circulación de vida—, per­mitiendo a duras penas el detenimiento y e! descanso. Descanso para el libre curso de los regatos íntimos ¿quién va a poder per­mitírselo? Constituirá un lujo interno entre los ostentosos dispendios externos que nos tientan y nos amenazan. Los lujos de encua­dernación, permitidos, por supuesto. Pero, ¿los lujos de texto personal, de gusto y regusto personal? Esos, prohibidos por el ur­banismo que nos acogota conminándonos a circular y más circular. «El espacio —es­cribe Lefevre— se concibe según las coac­ciones del automóvil. Circular sustituye a habitar, y esto es la pretendida racionalidad técnica.»

Y si no podemos pararnos ni en una es­quina de la calle ni en una esquina ideoló­gica; si, incluso, hay que hacer circular a las sensaciones para que no se estanquen en sentimientos; si hay que barrer cada mañana al día anterior; si urge convertir en «funcional» tanto a la catedral cómo al «garaje» y tanto a la ética como a la sonrisa; si el urbanismo a ultranza nos stan­dardiza, nos mimetiza, nos sintetiza y nos «robotiza», ¿qué hacemos, entonces, con el espíritu? ¿Qué colocación le buscamos?

La urbanidad puso bastantes lazos y pe­rifollos inútiles a la existencia. El urbanismo ha desnudado a la vida de «añadidos». Bien; pero quiera Dios que no la desnude de sí misma. «Ser persona es no ir desnudo de sí», dice don Francisco de Quevedo en «Vida de Marco Bruto».