|
Lo urbano se oponía —y superaba— a lo rústico. Persona urbana quería decir, aproximadamente, persona, educada. La urbe, la ciudad, postulaban formas, estilos, valores (e incluso cortezas de valores: cortesías), cuyo conjunto constituía la urbanidad. Y la urbanidad era casi una asignatura. Así es que todos los hombres, aunque viviesen en un pequeño pueblo, sentían, de lejos o de cerca, el deber de adoptar o de imitar los usos y maneras del hombre urbano. La urbanidad promocionaba (palabra apenas usada antes) y lustraba al hombre dotándole al menos de una apariencia, de una cubierta aceptable; cubierta que preservaba muchas veces la paginación interior, el orden y las buenas cualidades de cada uno. En fin, la urbanidad quería evitar la edición precaria de la cultura: aspiraba a un saber y a un hacer bien encuadernados. Por analogía, luego, empezaban a llamarse libros «en rústica» a los que se ofrecían impresos en papel deleznable y con vulnerables tapas.
Claro que los libros en rústica se acaban o se acabarán, porque lo del nivel de vida a ellos también les alcanza, y bien vestidos se compran más aunque se lean menos. ¿Se terminan, igualmente, los hombres en rústica? Sí, también se extinguen; pero lo que pasa es que la nueva edición del hombre no está informada precisamente por la urbanidad, sino por el urbanismo. La urbanidad civilizada con formas, gestos, saludos e incluso sentimientos, entró en crisis hasta el extremo de que, si no se tiene especial cuidado, la urbanidad queda en cursilería. Como hoy la moda es el «informalismo» no sólo están en baja los figurines, sino las figuras, todas las figuras. En pintura importa menos el dibujo; en moral se pone poco énfasis en el mandamiento; en filosofía se menosprecia el concepto; en religión hay quienes esquivan cuanto pueden el dogma. Y todo por la creencia —uno cree que errónea— de que bajo la forma, el dibujo, la regla, el concepto o el dogma, está reprimida la vida. El «informalismo» ha dado en sospechar que todas las caras son caretas; todos los vestidos, disfraces.
Es probable. La urbanidad abusó de la ortopedia. Sin embargo, no tanto. No tanto como para extirparla sin contemplaciones, como se arrancan las amígdalas cuando estorban. Insisto: hoy no hay urbanidad, sino urbanismo. Si la urbanidad consistía muchas veces en un convencionalismo de gestos, el urbanismo es siempre un convencionalismo de señales. Si la urbanidad manipulaba e! saludo, el urbanismo manipula los reflejos. Proponíase la urbanidad preparar el camino a la estética o al pensamiento; se decide el urbanismo a regular, ante todo, la circulación de los vehículos; entendiendo por vehículos no únicamente los coches que nos llevan de acá para allá, sino, además, los tópicos informativos y publicitarios, las aficiones, las diversiones, los gustos. (Ya Ortega y Gasset comparó al tópico con un tranvía, y nunca como hoy la gente viaja tanto moviéndose interiormente tan poco. Un automóvil lo tiene ahora cualquiera. Pero, ¡ande, hágase usted un Diógenes; busque usted por ahí un hombre que consuma pensamientos de su propia cosecha!) Y es que la técnica, la estadística, la informática y otras palabras mayores... nos remodelan. Y se nos permite ser personas al volante: pero al volante de un Seat o de un Renault. Otras conducciones —por ejemplo, la de las ideas— están peor vistas.
Lefevre estima que evolucionamos hacia el «hombre de síntesis». El «hombre de síntesis», ¿se va a asemejar a un producto de plástico? Textualmente tomamos de Lefevre: «La cibernetización de la sociedad corre el riesgo de llevarse a cabo por este camino: manipulación del territorio, creación de vastos dispositivos oficiales, reconstitución de una vida urbana según un modelo adecuado.» Es decir, la urbanidad del urbanismo la dictan arquitectos, sociólogos, burócratas y neo-políticos. Y todos estos programadores, según el escritor francés, proyectan a todas horas la circulación —circulación rodada y circulación de vida—, permitiendo a duras penas el detenimiento y e! descanso. Descanso para el libre curso de los regatos íntimos ¿quién va a poder permitírselo? Constituirá un lujo interno entre los ostentosos dispendios externos que nos tientan y nos amenazan. Los lujos de encuadernación, permitidos, por supuesto. Pero, ¿los lujos de texto personal, de gusto y regusto personal? Esos, prohibidos por el urbanismo que nos acogota conminándonos a circular y más circular. «El espacio —escribe Lefevre— se concibe según las coacciones del automóvil. Circular sustituye a habitar, y esto es la pretendida racionalidad técnica.»
Y si no podemos pararnos ni en una esquina de la calle ni en una esquina ideológica; si, incluso, hay que hacer circular a las sensaciones para que no se estanquen en sentimientos; si hay que barrer cada mañana al día anterior; si urge convertir en «funcional» tanto a la catedral cómo al «garaje» y tanto a la ética como a la sonrisa; si el urbanismo a ultranza nos standardiza, nos mimetiza, nos sintetiza y nos «robotiza», ¿qué hacemos, entonces, con el espíritu? ¿Qué colocación le buscamos?
La urbanidad puso bastantes lazos y perifollos inútiles a la existencia. El urbanismo ha desnudado a la vida de «añadidos». Bien; pero quiera Dios que no la desnude de sí misma. «Ser persona es no ir desnudo de sí», dice don Francisco de Quevedo en «Vida de Marco Bruto».
|