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Desgracia de no poder ver... Pero quizá más desventura la de no saber mirar. La mirada es personal, nos define. Y en ella, ¿no damos, al menos, tanto como recibimos? Ver es función para la representación. En la mirada, además, hay ejercicio de voluntad. «Visión objetiva», se dice. La mirada, en cambio, brota del paisaje —país— zahondado del alma. Los enamorados, al regalarse con la mutua presencia, miran más la nitrada que los ojos. Los ojos, espejo; y la mirada, imagen de los altos hemos y de los bajos fondos. Mirada cambiante: fervor que se lanza como una fuente a la altura; que en el desaliento inicia su curva de derrota; que tropieza —regato perplejo— en la duda; que lanza perpendiculares de ira. Mirada caricia, mirada espada, mirada idea... (El pluralismo de las miradas pinta la genuina variedad de un mundo que, por ser cada momento diferente, no cesa.)
Los hombres no se clasifican; no se pueden catalogar sus miradas. Pero las hay jóvenes y cansadas. De por sí no es el mundo niño, ni adulto, ni senil. Sí lo es la mirada de cada uno proyectada sobre las cosas. Y casi no hay cosas sin mirada. El suplemento de la mirada hace florecer o ensombrecer las realidades. Añade conocimiento quien añade mirada. Viendo, nos informamos; mirando, penetramos, entendemos.
Saber mirar. Una ciencia. Y no sólo de los sentidos. La aséptica recepción del ver nos mostraría las realidades en crudo; realidades que sin adobo —estricta, desnuda percepción— no terminan de ser verdades. Porque la verdad, ¿no aguarda la colaboración de un mirar siempre tendiendo sus puentes? Y es la mirada quien abre el paso de la sensación a la razón, quien eleva las impresiones a los molinos ideológicos.
¿Intensidad? Una mirada lleva tanto más voltaje cuanto más pregunta. Probablemente nuestro tiempo, muy proyectado al futran, pero más bien escéptico respecto de las últimas sabidurías —las que subyacen bajo los saberes corticales—, tiene más preguntas que buenas preguntas. Hasta hay teólogos que, poco más o menos, definen a Dios como algo cuyo perfil no se pregunta. Pero entonces, cuando ideas y conceptos se difuman en la niebla y las preguntas trascendentales resbalan sobre la pista demasiado perfecta del progreso..., entonces todo va a ser brillante y anodino. Es decir, torpe.
Esta muchacha alza su mirada como un vuelo entre el cerco —¿cerco o regazo?— del patio compostelano de Fonseca. ¿Ha concluido su carrera? ¿Es abogado, médico, arquitecto, profesora? Naturalmente esta mirada es un afán que aspira (como la de todo joven que late por su cuenta) a un mundo mejor. Sin embargo, uno quiere creer que esta universitaria acierta a conjugar su Intransferible personalidad creadora con la dócil, ¡y valiente!, aceptación de una tabla de valores cuya vigencia no se asemeja a las nubes de evolución diurna de que hablan los meteorólogos.
¿Qué? ¿Por qué? ¿Para qué? Es del fondo del «si mismo», que diría el conde de Keiserling, de donde dimanan las eternas preguntas que ya acertaba a articular el mundo heleno. (Pero, ¿es que vamos a echar también por te borda a la misma Grecia?) Puede que la mirada, lejana y sin soledad, de jóvenes así esté recordándonos que la inteligencia debe seguir, ha de seguir, gobernando al mundo. Con máquinas, sin máquinas o contara las máquinas.
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