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En este fondo de columnas del Prado, Velázquez no ha quedado en estatua. Aquí las columnas son como un refrendo. Dudo, sin embargo, que la estatua de don Fulano fuese tolerada en este contexto arquitectónico... Hay una rara sentencia de Horacio que recuerda Montaigne en sus ensayos: «No consienten la mediocridad de un poeta los dioses, los hombres ni las columnas.» ¿Tan odiosa es la mediocridad? Pero, ¿quién hasta cierto punto no es mediocre? Malraux, muy desengañado, desengañado de sus experiencias vitales —alguna vez por él mal elegidas—, ha escrito recientemente que ya «hay muy pocos adultos». Si hay muy pocos adultos, no es extraño, no puede serlo, que estemos muchos mediocres.
Habrá que matizar, probablemente, el sentido de la palabra. Por lo pronto, parece que no debiera confundirse mediocridad con normalidad. Lo normal, tanto en el mundo físico como en el área del fenómeno humano, no implica nada desfavorable. En cambio lo mediocre parece aludir a cierta roña cuando del espíritu se trata, o a indudables precariedades de las cosas. Mediocridad no tiene sino acepción peyorativa. El artista mediocre, el profesional mediocre, el hombre mediocre, en general, no es que den una talla «media» ni una talla deficiente, sino más bien una estatura contrahecha. Lo normal tiene su definición; también lo anormal o lo subnormal se refieren a una apelación conceptual específica. Pero lo mediocre pertenece a otro orden de valores. Para el reconocimiento de lo mediocre habría que atender, por supuesto, más a la calidad que a la cantidad. ¿Un talento mediocre es, necesariamente, un hombre de escaso talento? Creo que no. Seguramente se trata de un talento mal distribuido. En el mediocre la inteligencia funciona, pero su sistema de fuerzas está mal repartido, como sucede en esos edificios, sólidos y poco airosos, cuya construcción disgusta e incluso impacienta a las personas con criterio estético. Si Horacio escribía que las columnas no toleran al poeta mediocre es, precisamente, porque una columna, arquitectónicamente, asume el más original invento, el mejor arbitrio frente a la rutina. Porque la columna siempre se repitió, pero jamás cayó en un inmovilismo. No cabe imaginar apoyatura más idónea, en que mejor se conjuguen utilidad y belleza. La columna se inspira en el tronco del árbol, es realmente tronco; «pero de piedra», y sometido a la norma, a la medida y al perfil. Representa como una síntesis en la dialéctica de la Naturaleza: piedra-árbol. ¿Quién ideó la columna? Un genio, seguramente. Como quien imaginase la rueda. La variedad, el «pluralismo» patente del recurso columnario en las edificaciones impidió cualquier estancamiento, o cualquier manierismo, que hubiera sido, en resumidas cuentas, mediocridad también. Pocas cosas en arte han cambiado tanto como la columna, siendo ella, en su función, tan fiel siempre a sí misma. Y siempre la columna, al aportar una modalidad inédita en cada tiempo para cada estilo, constituye una nota específica, diríamos «personal», de los sucesivos movimientos estéticos. No es extraño, pues, la apreciación del poeta latino. Las columnas tienen sobradas razones —por sobrada ejecutorio— para no consentir al mediocre; ellas que pautan y ritman los vacíos interiores. ¿Habría algo más desolador que el vacío de una catedral sin columnas? Desprovista de ellas seguiría siendo inmensa. Sí; más inmensa quizá, pero mediocre. Sería «enorme», pero no «delicada».
Mucho habría que hablar acerca de la mediocridad en nuestro tiempo. Tenemos actualmente mucho de todo. Y, desde luego, las inteligencias abundan. Y el proceso cumulativo de la Ciencia aumenta las posibilidades humanas de manera prodigiosa. La civilización, que como dijo Jean Rostand es «lo que ha añadido el hombre a la Naturaleza», potencia a la Humanidad, la eleva sobre unos zancos inverosímiles. El hombre, montado en los zancos de sus conocimientos, cada día más numerosos, altos y accesibles, toca con las manos todos los balcones... ¡Como los reyes magos en sus camellos gigantes! Pero, ¡qué digo balcones!; toca la Luna y los astros con las manos. Sin embargo, si sobre sus zancos fabulosos, alzaprimada sobre ellos, la estatua del hombre continúa contrahecha; si a pesar de sus logros materiales, la facha, la traza y la talla moral del hombre no desechan sus facciones mezquinas, el efecto de mediocridad se hará más visible. Y este es el peligro. Y este es el mal que no tolerarían ni los dioses ni las columnas.
O, ¿someteremos el espíritu al «dios de las moscas», como teme Jacques Maritain en «Le paysan de la Garonne»?
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