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Nadie puede quitarnos nuestros pasos. Son, al fin y al cabo, una señal, puede que la más expresiva señal, de libertad. Lo de "a dónde nos llevan nuestros pasos" es otro cantar. Pero aumenta cada día y en cada uno el riesgo del desdén para la propia andadura que, cuando menos, se hace aleatoria, queda a la reserva. Toda la civilización fue como un afán continuado de dotarnos cumplidamente para el viaje. Y ya se sabe, el viaje comienza donde termina el paseo. Por cierto, el viaje nos da y nos quita libertad. Como todas las cosas. El viaje nos muestra el mundo —probablemente, pronto, los mundos—, pero nos escamotea el camino. ¿Lo importante es caminar? El viaje nos trae y nos lleva, nos hace en cierto modo clase pasiva, nos constituye en pacientes. (¡Bien, entonces, por la "impaciencia" del andariego, del peatón! Aunque, pobre peatón, pobre andariego...)
En cualquier caso "ir montado" tiene muchas menos ventajas si del plano físico recurrimos al moral. Marchar sobre ruedas puede atrofiar, como mucho, los músculos de la pierna. Es peor pensar sobre ruedas. Y éste sí que es achaque alarmante de nuestro tiempo.
Cada cual se sirve hoy de su vehículo ideológico construido con piezas prefabricadas. De verdad, pensar es también un camino, una senda. Pero con el suministro al por mayor —y al detall— de ideas ofrecidas generalmente a bajo precio, hoy la gente corre por el mapa del pensamiento que es un primor. Así, las convicciones de cualquier índole se acaban. En "Los monstruos sagrados", Jean Cocteau dice de una jovencita que deviene sin transición de mojigata a amante: "Quiere ir demasiado rápido. Es la época de las máquinas." Si en el aspecto ético ciertas personas se apresuran a desplazarse de la honradez al delito, ya que los medios de comunicación entre el bien y el mal son tantos, calcúlese hasta dónde alcanza la "velocidad cultural" que hace permisible ahora desayunar con una verdad y almorzar horas más tarde con el error. Es la época de las máquinas. Entre los continentes —toda clase de continentes— se han borrado las distancias.
¡Ah, la distancia! Fue siempre una realidad en cierto modo sagrada. Asistimos a su desacralización. Hasta nuestra época había que caminar o navegar demasiado para "pasar" de una a otra parte del mundo. También estaban muy lejos entre sí lo blanco y lo negro, lo alto y lo bajo. Era injusto, claro; pero esta supresión de aduanas actual, ¿le va a la zaga en desafueros? También Dios estaba en el trono y el hombre al pie de su escabel. Y cuando se le presumía demasiado cerca, sacramentalmente, se le colocaba delante una verja para conservar una especie de sensación óptica de distancia. Lo señalaba recientemente en estas mismas páginas el profesor Rof Carballo. Sin embargo, ¡hoy, para no pocos Cristo es un camarada. Demasiada reacción intimista, ¿no?
A lo que íbamos. No pasamos ahora de un paisaje ideológico a otro distinto con nuestros propios medios. No pasamos, volamos. Consecuencia: cierto despiste. Data de ahí la confusión. Metemos a veces en el mismo frasco al sabio y al tonto, al vivo y al muerto, al teólogo y al demagogo, al filósofo y al agitador, al rey y a Roque. ¡Qué bello, a pesar de todo, aquel ordenamiento "clasista" del mundo que hacía Calderón en "El Gran Teatro"! ¿Demasiadas distancias en Calderón? Sí; pero azuladas de profunda, intensa, radiante esperanza. Audazmente dinámica, a pesar de la apariencia, aquella concepción del mundo. Puesto que mía engañosa quietud formal inducía, precisamente, las estupendas mociones del monje, del héroe, del genio. Quienes no tenían motorizado el espíritu; pero paso a paso, mirando a derecha e izquierda, firme y cautelosamente accedían a lo trascendente. Quizá ya el hombre se mueve sin parar, como la rueda. Pero la del movimiento —no se olvide—, tan inercia es como la inercia del reposo...
¿Quién habla de volver a Calderón? El tiempo es irreversible y la historia, por supuesto. Pero si es una síntesis, una integración, lo que se pretende, nunca hay que echar en saco roto aquellos esquemas. Cuidando, eso sí, de armonizar, no de mezclar o promiscuar. Porque las ideas pueden cambiar su "toilette", si se quiere; hasta pueden modificar el tipo. Pero, ¿pueden ser sometidas al trasplante? El corazón de una verdad es intransferible.
Importa todavía caminar sin olvidar las perspectivas de las distancias. Importa la andadura sosegada. Sólo así podremos oír en los árboles del sendero la musicalía de los pájaros donceles. Sólo así nos es concedido darnos cuenta del sol, de las espigas, de las estrellas. Distinguir el agua que corre del agua que mana. Discriminar a Bach y al viento. Aislar la fragancia del pino del olor a gasolina. Separar el júbilo de los grillos y los chirridos del cigüeñal.
Conviene también —¿o exagero?— ser un poco caminante de la personal hondura en lento discurrir. Pisar y repisar nuestros tochos escondidos. Inventar veredas si no existen, al margen de la carretera asfaltada. Arrancar sin prisa malezas y, sin urgencias, ir vendimiando al paso los zumos. Tardaremos en llegar —llegar, ¿a dónde?—, pero nuestra arribada tendrá el cuño de nuestro esfuerzo. Cuántas veces habría que hacer la pregunta:
—A esta conclusión moral, a esta opinión, ¿ha llegado usted en coche, en tranvía o en autobús? ¿Le han traído a ella, aunque haya sido en "auto-stop", o ha venido usted por su propio paso?
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