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Parece incuestionable que todo hombre es sujeto de una alta dignidad. Esto, ¿quién puede discutirlo? Pero lógicamente la calidad y el grado de una dignidad, sea la que fuere, se corresponde con la potencia e índole de la respectiva naturaleza sustentante. Y es aquí donde comienza la disparidad. Porque, ¿qué es el hombre? Como las definiciones posibles son muchas, la estimativa de la dignidad humana varía ostensiblemente, según se acepten unos u otros principios. Resulta indudable que, al cabo, todo deviene en apelación filosófica. Es obvio que si el hombre —como enseñaba espléndidamente Pascal— es nada más y nada menos que "una caña pensante, una miseria que se conoce", el coeficiente de su dignidad es distinto al que, por ejemplo, se deduce del concepto de Protágoras: "el hombre es la medida de todas las cosas". Más aún si ponemos en juego el fundamento religioso; los resultados, entonces, son mucho más distantes. Si el índice de la humana alteza viene explicitado por la adopción de hijos, de "herederos de Dios" —tal es la respuesta cristiana—, ¿cómo acercar esta solución a la postulada por un Juan Pablo Sartre o a la de un Carlos Marx? Es importantísimo, sí, puestos a proclamar nuestra propia dignidad, saber a qué atenernos respecto a lo específico, a lo esencial, a lo inalienable del hombre dentro de una "concepción del mundo". Porque si fuéramos una "pasión inútil", nuestros deberes y derechos apenas tendrían semejanza con los que, desde otro supuesto, por nuestra condición de seres abiertos a lo trascendente nos pertenecen. Y si únicamente somos piezas del ajedrez económico de la Historia, ¿cómo los valores éticos y estéticos van a contar a la hora de formular el oportuno programa humanista?
Ahora "humanismo" es palabra importante que circula como un "slogan"; constituye un ejemplo desusado de publicidad filosófica. Pero tantos humanismos hay que el hombre común no dispone de tiempo para discriminarlos. Si ni se le aclara que humanismo es una cosa y humanitarismo otra, los humanistas juegan con ventaja... Por supuesto, el meollo de la cuestión tiene garra. ¿El hombre es autárquico? ¿Es una disponibilidad la libertad —disponibilidad para las altas empresas—, o la libertad es, sin más, un "radical" doloroso y estéril? Nuestra razón, ¿representa el metro-patrón del mundo o, mejor, es el contrafuerte, el arbotante que nos libra de ser aplastados por la gravitación inmensa del misterio? ¿Es Dios quien pide ya "permiso" al hombre para existir, o es el hombre todavía un ser en precario cuya existencia está en las manos de Dios?
Que haya respuestas diversas para el problema es tristemente inevitable. Pero muy bien se podría simplificar reduciendo factores y no amontonando incógnitas. Como el problema no atañe sólo a los filósofos sino que, igualmente, es vital para el hombre medio, éste tiene derecho, al menos, a una exposición ceñida. ¿Se ha de elegir, pues, entre la embriaguez humanista —el hombre es el valor supremo— y la solución religiosa: el hombre es el ser que espera? Entonces, parece razonable demandar de las minorías rectoras una orientación concreta y un mínimo de precisión; para que el hombre común, que está obligado a vivir y a buscar fundamentos a su vida, no caiga en el equívoco de un híbrido eclecticismo. Que es la postura que adoptan personas que no conocen suficientemente los términos de la alternativa. A no ser que "se acuerde" da una vez que ya no tienen por qué existir las minorías rectoras. Es éste otro problema del humanismo qua empiezan a hacer también pródigamente suyo ciertos sectores religiosos, con notoria abdicación de
lo que podríamos llamar sus "principios fundaméntalas". Porque si el hombre es esencialmente autárquico, vale lo de la insumisión a la rectoría —a cualquier autoridad—; pero si quedamos en que es un ser abierto a lo trascendente y disponible para Dios, la supeditación del impulso individual a la norma entra en la definición, como entra el ángulo en la definición del triángulo.
El hombre que trabaja y sufre —ese herrero qua empuña su martillo, ese campesino que labra su campo de sol a sol, ese albañil que coloca ladrillos y más ladrillos subido en el andamio— necesita saber de dónde le viene su dignidad. No es indiferente para él saber que le llega de Dios, por gracia, o que es nada más producto de una natural evolución que culmina en el mejor desarrollo de sus hemisferios cerebrales. Ese hombre trabajará y sufrirá de diferente manera —y con distinto estilo— según se considere sólo hombre o algo más. ("El hombre es algo más que el hombre", escribía Raimundo Panikker.) Y de todas formas tiene derecho a que cuando le hable un cristiano lo haga de manera que el Cristianismo no pueda confundirse con un humanismo. Y que cuando le hable un humanista, el humanismo no le sea presentado como otra religión...
Se puede ser liberal en todo y con todos. Lo que nadie quizá puede permitirse
—sobre todo en estos tiempos de ajuste técnico— es el lujo de la ambigüedad; es decir, la molicie conceptual y verbal de la confusión.
¿Cristianismo o marxismo? Para nosotros, he aquí la cuestión reducida a su desnudez perentoria. La disyuntiva parece abrupta. No lo es si se tiene en cuenta que el marxismo es la salida lógica del humanismo integral. Y si, además, se considera que hay muchos marxistas que no saben que lo son. (En el fondo, puede ser marxista hasta un capitalista convencido: basta con que sea materialista, con que crea que es el dinero, y no el espíritu, quien mueve las montañas.)
¿Cristianismo o marxismo?... Pienso que la peor respuesta sería la respuesta ambigua. Porque si el diálogo entre una y otra concepción del mundo es realizable, de ello no se induciría la posibilidad de un acuerdo. Ya que la transacción llevaría implícita la respectiva renuncia a los fundamentos, opuestos, que sirven de base a una y otra ideología. Más bien parece oportuno señalar limpiamente los límites, y ahondar en las raíces sin andarse por las ramas. Puesto que el hombre que trabaja y sufre está también obligado a la opción, urge antes plantearle el tema de su dignidad —de su dignidad de hombre— en los términos precisos.
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