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A la época de recolección de aceituna se le llama en la provincia de Jaén, sencillamente, "la aceituna". Así, entre las gentes del campo, es frecuente medir el tiempo, la edad, por "aceitunas" cumplidas. Hay quien tiene "veinte aceitunas", como en otras partes hay quien tiene veinte abriles.
La "aceituna" es una alta ocasión, un suceso trascendente. Como los jornales de la recolección suelen ser algo elevados, al llegar este tiempo rescinden su contrato no pocos trabajadores emigrados que, temporalmente, regresan a sus lares. Este año, la cosecha es menos que mediana. De todas formas, de siempre, la época supone un respiro para el modesto agricultor. Quedan ya menos trabajadores del campo, pero en diciembre se produce una efímera resurrección. A los olivares, a coger la aceituna, van también trabajadores de otros oficios. Bastantes de ellos cosechan en su propia finca. Porque no todo son latifundios en Jaén. En Jaén, tener un "olivarillo" es cosa relativamente fácil...
¿Cabe hablar de una felicidad de las mañanas de diciembre en las tierras jaeneras? Por lo menos se respira en ellas una alegría, quizá por aquello de que "los placeres pertenecen a los ricos y la alegría a los pobres". Los caminos de los campos se pueblan de canciones de gente humilde. Gente que rompe la escarcha de las veredas, que llega con el sol al "tajo" bullanguero donde florecen sonrisas y buenos augurios. (¿Han advertido ustedes la fragancia cordial que exhala un simple "¡Buenos días!", dicho en el campo?). Por supuesto, si la cosecha es abundante, no quedan en la ciudad muchachas de servicio. También ellas suspenden su contrato. Luego, de la "aceituna" salen los noviazgos. Hay muleros—muleros de plantilla en los cortijos— que todavía representan un buen partido...
Charlo con un aceitunero. Lleva la cadera envuelta en una faja roja —"el elástico—, prenda muy común que preserva a estos hombres del relente mañanero. Tiene un cigarro apagado en los labios; cigarro de "petaca", es decir, grueso cigarro de picadura envuelto despaciosamente en el papel de fumar por el propio usuario. Habla con lentitud, como si la Naturaleza —que no hace ninguna cosa con urgencia— le hubiese contagiado su falta de prisa. Su rostro es enjuto, arrugado, casi zuloaguesco. Una sabiduría, antigua como el olivar, sirve de catapulta a sus palabras.
—El olivo —me dice— es un árbol que no exige. Casi se conforma con el agua. El olivo es como esos hombres que no han viajado ni han estado nunca en Barcelona.
¿Ironía? ¿Queja? ¿Resignación? ¿Guasa? De todo un poco. El pequeño labrador andaluz —ya he dicho y repito que no todo es aquí latifundismo— agita el "frasco" antes de usarlo, antes de destilar sus palabras. Y los posos de su ancestral agudeza milenaria se emulsionan con un deje fatalista. Esta emulsión es, a veces, el mejor vehículo de la alegría. Alegría porque sí, gratuita, sin motivo especial. Nunca alegría, "al contado". Más bien alegría "a crédito". El andaluz está preparadísimo para la virtud de la esperanza...
Yo miro al olivar de un verde ceniciento. Realmente, como árbol, el olivo es poca cosa. No tiene arrogancia. No se levanta altanero. Se pliega sumiso a todos los accidentes del terreno. Da mucho y pide poco. ¿No es llamado el árbol de la paz? Probablemente, la paz es como él, poco declamatoria, eficaz y gris. Cuando oigo la retórica de la paz me acuerdo del olivo tan poco brillante, tan auténticamente campesino. Otros árboles ocupan un puesto elevado en el escalafón, encuentran un lugar distinguido en los parques y jardines. Pero al olivo no le ha visto nadie jamás sino en el campo. Nadie le ha fomentado una vanidad. Pero, ¿no podía estar vanidoso de su... aceite? Eugenio d'Ors escribía una vez: "La humanidad entera se divide en dos grandes zonas: la de los bebedores de aceite: éstos son los semidioses. Y la de los comedores de grasa: a éstos hay que llamarlos esquimales.
El aceitunero tiene vocación:
—Mi padre plantó estas estacas — me cuenta— hace veinte años. ¿Cómo no voy a conocer mis olivos uno a uno? Yo cavo la tierra que él cavó. Se duda, créalo usted, pero no haré como otros, no venderé el olivar. Da para poco, pero... ¡no!
Se acerca un chiquillo de catorce o quince años: un "zangalitrón", en el argot de la tierra.
—Este ya no tiene la "querencia". ¿Sabe usted? Quiere ser electricista. Este sí lo venderá.
El muchacho sonríe.
—Pero para cuando él lo venda —concluye su padre— yo ya habré cerrado el pico.
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