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Es peligroso creer que la Historia está en la oposición —o que está en el poder— y que por tanto demanda adeptos. ¿La Historia es un partido? Tampoco el tiempo actual lanzado al porvenir constituye un sistema conceptual que como tal sea susceptible, en la esfera puramente intelectual, de adhesiones o repulsas. Pero muchas veces tradicionalistas y progresistas basan sus polémicas en la ilusión de que, defendiendo un tiempo que quedó atrás u otro que se proyecta, están defendiendo una ideología. Confunden los términos. Espejismo. Una cosa es nueva o parece nueva: acaba de hacerse visible; entonces, por el solo hecho de su novedad, no hay motivo lógico para aceptarla o rechazarla. El valor de una verdad —o simplemente de una idea— no depende del tiempo en que se envuelve, como no debe referirse a su estuche el precio de una joya. La cuenta del tiempo se llama cronología; la de la inteligencia, es otra cuenta. Una somera reflexión muestra, además, que no pocas doctrinas que semejan recién salidas del horno, tuvieron ya una vigencia espléndida. Bastantes jóvenes que hoy se entusiasman con cierto liberalismo, identificándolo con sus veinte años, no reparan quizás en que el ideario que les enardece es contemporáneo también del tupé, del piano de la abuela, de la chistera y del "pundonoroso niño Juanito". No es síntoma de buena información asignar a las ideas una etiqueta temporal. ¡Cuántas revoluciones del mismo signo se han hecho, se han deshecho y se han vuelto a repetir! Juan Bautista Vico hablaba de los ciclos; nuestro Eugenio d'Ors de las "constantes". ¿Puede contar alguien el número de los romanticismos? ¿Y el de los clasicismos? Hasta se podía hacer una estadística de los "ye-yeísmos"...
Hay que considerar, no obstante, un "punto sutil". El del estilo. Porque éste, sí que pertenece al tiempo. Por ejemplo, el fenómeno de la cursilería está, como todo el mundo sabe, íntimamente ligado al paso de los días. Cursi es quien no se entera a tiempo, el que se entera después. Aquellos que usan una elegancia, o una retórica, o un pudor de hace cinco años, levantan risitas a derecha e izquierda. No es que, en el fondo, nadie se ría de sus vestidos o de sus gestos, sino de que no pudieron coger el exprés y llegaron en tartana. El estilo... ¿es el tiempo?
Como se ve, se trata de cuestiones distintas. De una parte, es ingenuo creer que de cada siglo o de cada década cuelga, como de una percha, una verdad redonda, discernible y específica. De otra, es antisocial, y antinatural inclusive, rehusar los modos y formas de la época en que se está. No es decente abominar de lo histórico puesto que el noventa por ciento de nuestros pensamientos y el cien por cien de nuestros instintos nos llegan, en préstamo o en usufructo, de generación en generación. Pero no tiene sentido "hacerse partidario" de un determinado período histórico o de un presentido futuro. En este caso, ser partidario es salirse por los cerros de Úbeda. Lo razonable, ¿no es conjugar las verdades con el talante del tiempo propio? Siempre fue inevitable el estilo moderno. ¿Acaso podían creer que eran antiguos los hombres de la Edad Antigua? (Si bien —claro está—, nada valioso hubieran logrado los griegos si nada más se hubiesen dedicado a adivinar a Carlomagno.) Sentimiento y fuego de hoy para la verdad que no tienen por dueño a ningún día, porque raras son las verdades a plazo fijo. Aquí radica, cree uno, la auténtica modernidad, tan alejada del arcaísmo como del modernismo.
Cuando nos dividimos en tradicionalistas y progresistas, es decir, cuando quisiéramos afiliar no nuestra exigencia cortical sino nuestra índole esencial a un tiempo preciso, nos mutilamos. Confundimos un ser con un estar. Lo que somos no se supedita a la condición de una época, mientras que estar no podemos nada más que en la nuestra. ¿Hombres de nuestro tiempo? No sé si sería mejor decir: Hombres en nuestro tiempo. La razón participa en cierto modo de lo eterno; pero el sentimiento de la actualidad es irrenunciable —aunque inconsciente a veces—, e incoercible la simpatía hacia el ambiente que nos rodea.
Sin embargo, se dirá:
—Es un hecho que las flores marchitas tienen, para algunos hombres, más aliciente que las rosas recién cortadas.
Sí. Precisamente. Pero ahí está el caso: Lo que gusta de las flores marchitas es
el perfume actual. ¿Hubiera sido posible esa fragancia si la primavera de la rosa mustia se conservase en su integridad? Pero de la Historia no nos seduce la conservación sino la conserva. Si nos emociona, no es que nos encante en sí; más bien, lo que deseamos es convertirla en placer de ahora. Por eso hay un tradicionalismo que macera la Historia para extraer aromas de su triste madera. ¿Gusta el pasado porque está marchito? Pues no es el pasado —tan vivo cuando vivía— lo que gusta. En el alambique de la subjetividad nos fabricamos preciosos, edulcorados engaños. Ese paisaje lejano, ¡qué bello desde aquí!, ¡qué maravillosa la organización que de él hace la pupila. ¿Vamos a internarnos en él? No. No, porque entonces dejaría de ser bello paisaje lejano. ¿Partidarios del pasado? ¿Tradicionalistas?... Nada más paisajistas.
(En cuanto a los paisajistas del futuro —los progresistas— cabe decir algo similar. Aunque, como la perspectiva histórica tiene sobre la futurista cierta ventaja tangible y visible de cosa conocida, habría que anotar llegado el caso: paisaje no figurativo.)
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