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El tiempo al fin y al cabo se compadece; es bueno. Avanza, pero da la ilusión de que regresa. "Regreso" es una palabra tranquilizante. Cualquiera, si no es un desarraigado, quiere volver, siempre, a algo. ("¿Volverás?", preguntamos. Y sí; todo el mundo dice que volverá aunque no vuelva, aunque por piedad mienta. ¡Quién, al menos, no torna cada atardecer a su base tras la aventura o desventura diaria!)
El tiempo es irreversible, pero en vez de seguir la antipática línea recta se curva en ciclos reparadores. Avanza, pero en espiral, intentando repetirse, imitándose. Por eso no hay días desconocidos, no hay amaneceres sin modelo. Lo original no abunda, porque la "novedad" no es nunca nueva. El sol de ayer es una copia anticipada del sol que iniciará mañana su carrera. Y, ¿qué son las estaciones sino el desagravio que el propio tiempo nos depara contra su propia andadura inexorable? Cada año, trescientas sesenta y cinco fechas; pero cada año, trescientas sesenta y cinco efemérides. Cada mañana, la seña de un quehacer y el santo de un recuerdo.
Así, es posible la esperanza. La esperanza frente al endurecimiento, frente a la mineralización de las cosas. Pensando en pesimista, este mundo —en el que entran las vidas de todos, las pasadas, las presentes y las futuras— da la sensación de un proceso de esclerosis. La edad (el mundo "está" cada día más joven, pero el mundo "es" cada día más viejo) está volviendo torpes los movimientos, ¡tan humanos!, de la ternura, del amor, de la comprensión diáfana. Ahora hay muchos "comprensivos" de gabinete, de laboratorio, afanados en cordialidades artificiosas, quizá porque se están secando las fuentes de la prístina bondad. Así se piensa en la hora pesimista, de la que Dios nos libre caer en la tentación y, sin embargo, el tiempo nos devuelve periódicamente, precisamente en estos días, la ilusión de una ternura renovada. Es en la Navidad, fiesta que no pierde, a pesar de las ortopedias mundanizantes a que se la somete, su fina calidad de Mensaje.
Hace veinte siglos de aquella ternura de la Encarnación y del Nacimiento, de aquel empeño divino de iluminar por dentro al hombre. Si se persiste en seguir arguyendo en pesimista, habría para decir: "Señor, sin embargo, todo sigue aparentemente Igual... El hombre se enamoró definitivamente de la tierra. Tú trajiste palabras demasiado limpias. El amor ha servido para nuestros discursos, para nuestra retórica, para nuestros convencionalismos; apenas para nuestras convicciones. No ha pasado de liviana asignatura de adorno. El hombre no cree en el amor, no lo ha estudiado de veras. Sobre todo, no se ha puesto a arar con el amor su propio corazón..."
Hace veinte siglos de aquella ternura. ¿Cederemos a la tentación escéptica? ¿Arrinconaremos a Dios como recuerdo?
No. No, porque esta vieja esclerosis, esta mineralización no es fatal; no es, como el tiempo, irreversible. No, porque Dios es Dios. ¿Por qué creer que la juventud ha muerto? En Roma acaba de promulgarse una nueva siembra.
Y, mirad, el tiempo tiene esto: cada año que se va nos lanza, antes de irse, un dardo de piedad; nos devuelve la consideración del misterio, como una invitación al regreso. He aquí nuestros días de ternura. Quizá una Navidad, no sabemos cuál, el mundo va a aceptar con voluntad firme su auténtico destino. No sabemos cuándo, no sabemos cómo...
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