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A ver; mi pantalón, mi camisa, mis tirantes...
Soñamos que nos estamos ya vistiendo, lo imaginamos muchas mañanas en el duermevela azaroso que procede al despertar. Pero, ¿por qué esa anticipación, esa prisa, esa.., angustia? Muchas cosas nos desazonan; algo tememos, pero algo esperamos. Si no esperase poco o mucho, ¿se levantaría el hombre cada día? Vestirse es la operación previa de su lucha y de su andadura cotidiana ante lo incierto:
—A ver; mi pantalón, mi camisa, mis...
Si soñamos con arrojarnos del lecho —se dirá— es porque, realmente, somos optimistas. Sin que sirva la objeción de que nos levantamos porque, la obligación nos ata. Si nos ata es porque le tenemos demandado algo: una satisfacción; o, cuando no, un ascenso; o, simplemente, el dinero de cada día; o, en último extremo, la jubilación. Si no esperásemos nada amable del deber cumplido, ¿no renunciaríamos a él? Cardinal presencia la esperanza; como el horizonte, nunca cesa.
Lo que parece indudable es que el disfrute de los bienes logrados interesa mucho menos que el trabajo de alcanzar los problemáticos. Lo que ya se tiene apenas sirve. Si nos ajustamos los tirantes cada mañana es pensando en los pasos que nos faltan. El negativo o el molde para el vaciado de la felicidad, ¿no es la angustia? Por eso, Gabriel Marcel dice que la realidad radical del hombre es la esperanza. Esperar no es un estatismo, es un dinamismo que viaja entre la plenitud y la carencia existencial.
He aquí, no obstante, que el mundo actual nos cobija con seguridades crecientes. El progreso y la historia han ido cubriendo con un arnés de garantías al hombre. Estamos seguros, al empezar la jornada, de que el número de previsiones que nos fallen va a ser menor. Porque la preocupación más notoria del tiempo presente es la de subvenir, de manera cada vez más intensa, las necesidades y los caprichos de todos y cada uno. Verdaderamente, el más pobre de los campesinos dispone ahora de seguridades —para su salud, para su comodidad, para su asueto, para sus desplazamientos, para su elevación intelectual inclusive —que no podían ofrecerse al señor feudal del Medievo (aunque, claro está, se registren excepciones si apuramos demasiado). Entonces, resulta incontrovertible que estamos protegidos todos frente a lo incierto. Protegidos por la sociedad, por la técnica, por la medicina, por el Juez de instrucción y por las carreteras. Defendidos, en fin, contra la soledad.
El hecho de que, sin embargo, no caduque la angustia, aun en el caso dificilísimo de que todo lo que se puede tener nos acompañe, lo explica Gabriel Marcel, poco más o menos así:
"Las seguridades lo son nada más de un modo ficticio. Hay una "luz de neón cerebral" —"como de sala de conferencias", dice— que intenta suplir en vano la auténtica claridad que el hombre sin ver, adivina. La Vida es una ecuación: Cautiverio = Esperanza. Y la incógnita no se despeja si, precisamente, no se eleva la Esperanza a nivel teologal. Las edades pasadas iluminaban la "cárcel" con un oscilante fulgor de antorcha: claroscuro trágico, proyección propensa quizá a las fantasmagorías. Pero el tiempo nuestro aspira a disimular la condición cautiva del hombre con artificiosas luminotecnias. Antes existía el miedo en la Tierra; ya no, ya nada más la angustia. Pero, ¿acaso no es sano, frente a la angustia, el miedo? ¿No implica una terapéutica? La diferencia está en que antes el hombre se advertía incompleto, pero sabía por qué; y al conocer sus propios abismos, aunque el alma se le entenebreciera de temores acertaba a divisar la ruta del puerto. Es peor cuando se trata de convencer al hombre de que no le falta nada. Probablemente, así, se le quita el miedo; pero le aceleramos el naufragio. Lo que no podríamos ocultarles nunca es el deseo: el hueco para la felicidad. Ni la armadura de las seguridades sociales, ni los andamiajes de las reglamentaciones políticas serán suficientes para remediar su indigencia última. Y ¿acaso bastarán luces y bóvedas de prodigiosa ingeniería para su túnel?"
Una convicción profundamente religiosa se deriva de los supuestos filosóficos del existencialismo marceliano. Como que la vida del creyente —toda— se inserta en él, área de la Esperanza que nace de su inanidad. Concretamente, el cristiano espera, y espera a ultranza, superando cualquier seguridad provisional. Ya que si, como hombre, tiene el derecho y el deber de aceptar esa especie de "vivienda protegida" que las seguridades sociales y técnicas le brindan, también son suyos el deber y el derecho —como criatura redimida que se sabe— de desconfiar. Desconfiar respecto de la solidez de los “materiales de construcción": que estructuran su temporal refugio. Así se inmuniza contra falsas o aleatorias garantías, y el sentimiento de frustración no le afecta. Aquí, la diferencia fundamental del cristianismo y marxismo. El marxismo quiere conformar expidiendo "pólizas de seguro" sobre los bienes terrenos, "inventariables", puramente históricos, es decir, fungibles. Pero la Esperanza cristiana tiene una estatura tal que su "respiración" reclama la intemperie y el cielo estrellado, desbordando siempre que sea preciso el estrecho recinto de... la "vivienda protegida".
La concepción cristiana del hombre entraña, ciertamente, un profundo drama cuya total solución —y glorificación— compete a Cristo. Es curioso que algunos cristianos empiecen a descuidar la Esperanza, demasiado atentos quizá a los "planes de seguridad". El creyente está obligado a sostener que una relativa felicidad en la Tierra es deseable y posible, pero la raíz de su optimismo tiene causas mucho más altas. Si cada día, aunque nada nos falte, calzamos la sandalia para la andadura; si cada amanecer abrimos los ojos aunque nos estemos muriendo..., no es sino que mana del fondo el deseo angustiado que no abdica. Y ¿cómo interpretar el deseo que no abdica si no apelamos a la luz de la Esperanza que no cesa? Una guerra o una catástrofe cualquiera pueden dar al traste con todas las seguridades. Pero todo puede tener remedio si el "ser" de la Esperanza se conserva. Aunque el "haber" perezca. Aunque se nuble la visión... o se pierdan los zapatos.
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