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Noviembre es un mes inquietante para el espíritu. Con la caída de la hoja, cualquier hombre, a poca graduación que su sensibilidad alcance, siente lo perecedero de las cosas. No sirve lancear el tema. El tema —el de la muerte, sí— embiste ineludiblemente. ¿Cómo ignorarlo? Está ahí, sin remedio. Aunque nuestro tiempo intente esquivarla, aunque no la rodeemos ya de la solemnidad, probablemente exagerada, de antaño —lutos pertinaces, imponentes catafalcos—, la muerte es algo sin remedio...
¿Sin remedio? Es una manera de hablar. Porque, cristianos como somos, sabemos o debemos saber, que la muerte es un fenómeno detrás de cuya apariencia se esconde la verdad más vital que imaginarse puede: la promesa de la resurrección y la vida eterna. «Muerte, ¿dónde está tu victoria?». Es el grito jubiloso que hace suyo la Iglesia en la liturgia de Pascua.
Sin embargo, de una u otra manera, la gente —usted, yo, todos— no estamos mentalizados, por usar un desafortunado vocablo que se emplea mucho ahora, respecto al tema inquietante. Preferimos aplazar su consideración y meditación. Y las «postrimerías» nunca tienen mucha prensa. Realmente, lo que sucede es que tenemos una incultura tremenda sobre la cuestión. Yo creo que habría que «culturizar» —tampoco me gusta esa palabra— el tema de la muerte. Pero culturizarlo, ¿qué sería sino cristianizarlo?
Que hay muerte, lo sabemos. Lo sabemos. Lo sabemos y, generalmente, nos desagrada. Que hay, además, juicio, infierno y gloria, son cosas que ya quiere saber bastante poca gente. Lo sorprendente es que, contagiados del ambiente, hay predicadores y directores de ejercicios espirituales que ya temen un poco hablar de las «postrimerías». En ocasiones, suelen ser los mismos que antes recargaban de tintas tenebrosas la misma meditación. ¿Por qué este cambio?
Noviembre, sí, es mes propicio para que el hombre se adentre en sus abismos. «Caña pensante» llamó al hombre aquel maravilloso filósofo, tan cristiano, poco citado hoy, Blas Pascal. «Una miseria que se conoce», agregaba el mismo pensador, refiriéndose siempre a la naturaleza humana. Realmente, no nos conocemos, no ahondamos en nuestro interior. Y cuando de vez en cuando lo hacemos somos ineptos para encontrarnos, para hallarnos y luego considerarnos en nuestra indigencia y en nuestra gloria. Más bien nos equivocamos al valorarnos porque nuestro instrumento para perforar la intimidad es generalmente la soberbia. Casi nunca, la humildad. Cuando es la humildad la que acierta, cuando ausculta. Cuando es la humildad quien da con el filón de nuestra auténtica «dignidad humana». Cuando, en fin, es la humildad quien nos da conciencia, de una parte, de la propia índole menesterosa. Y, de otra, de la personal «categoría». Categoría de cristianos redimidos, elevados, alzados por la Gracia.
Estupenda ocasión ésta de Noviembre para rogar a Dios por vivos y muertos, para unir vivos y muertos en el pensamiento y en la ofrenda.
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