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También en la primavera suelen florecer los primeros pensamientos. Pensamientos de chiquillo que pasa el puente que dice: «En aquella punta están mis quince años.» He aquí, probablemente, la más estupenda de las metas: cumplir los quince años. Y sin embargo, ¡a qué pocos les es negada, les ha sido negada!
Pero, desvaída la memoria de la primera juventud, al observar el primer gesto ensimismado —mano en la sien, mirada perdida— del muchacho, nosotros solemos creer que en su actitud abstraída, distraída, late la nostalgia de una niñez que se aleja. Cuando, en verdad, ningún adolescente siente, realmente, al niño que se muere dentro. Estas muertes se lloran luego, mucho más tarde... El primer pensamiento se envuelve, más bien, en auras de otras nosta1gias. Nostalgias paradójicas, no de evocación, sino de presentimiento de un tiempo por venir que se adivina, que no se conoce: que se sueña y no se entiende, que se mide a escala de ilusión, que ni se sopesa ni pesa.
El primer pensamiento es, por naturaleza, un buen pensamiento. Es, después, cuando su nieve se ensucia y pisotea. El primer pensamiento llega blanco, enamorado de lo blanco. Y la mente, a su influjo, estira su arco. Lo estira más, más... ¿Más? A lo mejor se rompe y, entonces, ya, el segundo pensamiento puede no ser bueno.
El primer pensamiento es fiesta. Es luz. El chiquillo advertía desconchada su niñez. Se le volvía la niñez destartalada y lóbrega. En los juegos, en sus mismos juegos, empezaba a no conocerse, a notarse ausente. De pronto, esta chispa con voltaje nuevo ha levantado una verbena en su cerebro, Es la hora en que el corazón, reciente, no se adelanta ni se atrasa. Es la hora en que ideal y vida marchan amigados. La hora simple y total en que todo es completo y nada es complejo. Inteligencia y sentimiento emparejados, al unísono. (Luego el corazón, en la hora romántica, quedará solo, impetuoso y solo, frente al mundo...)
El primer pensamiento no martillea, no puede doler. Porque golpea, nada más, como esos machetes de juguete de plástico. No es de hierro el primer pensamiento. No amenaza.
Sus construcciones lógicas son, todavía, arquitecturas de color. Tan límpidas. Tan sencillas. Arcos de una pieza. Ideas desmontables. Propósitos de fantasía —”pilares” rojos, verdes, azules—, todo igual que en el modelo. Igual. Todo erigido, levantado sin obstáculos, con arreglo al proyecto, al plano de alzada. Todo sin boicotear. (Los sabotajes de la pasión a sueldo del egoísmo, de los sentidos, de la envidia, serán luego, luego...)
Pero sopla un viento, se derriba la construcción lógica del primer esquema ingenuo y, entonces, ya, el segundo pensamiento puede ser malo.
El primer rasgo cerebral es perfecto, nítido, como la circunferencia trazada a compás. El chiquillo se entusiasma con este rigor que pone orden, que señala un dentro y un fuera, que orienta cuadrantes de actividad, que establece un centro —hallazgo definitivo del yo— para el radial despliegue innumerable.
Pero la circunferencia es una abstracción. El flamante pensamiento cede en su turgencia impecable a impulsos, de lo real. Primera amonestación:
—Mira, muchacho; hay que ser realista.
Realista. ¿Qué quiere decir eso? Palabra antipática, hay que ser realista. La segunda circunferencia no es, pues, ya, una circunferencia. El segundo pensamiento ya no rueda ingrávido, sutil, seguro de si mismo. Ya no es un aro libre. En el mejor de los casos es... una pieza dentada de relojería, un engranaje.
—Mira, muchacho; hay que ser “práctico”.
Segunda amonestación.
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¡Cuántos primeros pensamientos en la primavera, en medio del puente, con la frontera a la vista!
De la revancha de los segundos pensamientos... ¡defiéndelos, Señor!
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