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-¿Oyes? Estoy harto de sermones.
-¿Predicar? Con el ejemplo.
-Hechos, hechos. Queremos hechos. Las palabras se las lleva el viento.
Son frases corrientes, palabras de calderilla. Se cuecen en cualquier magín. Adoban todos los pucheros mentales. ¿Es que usted no las pronunciado nunca? Pues entonces... Entonces arroje la primera piedra.
Se trata de un sentir común. Como en el mundo físico las definiciones se inducen de la experiencia; como en él, leyes y hechos son intercambiables y reversibles, la gente se empeña –todos nos empeñamos – en extender el procedimiento. Y no descansamos hasta promulgar también el empirismo en el otro mundo; en el del hombre . Es decir, queremos actos y no ideas, deseamos que la prueba preceda al concepto. Hechos, y lo demás es literatura. O filosofía, que, para muchos, viene a ser lo mismo.
Pero existe una contradicción manifiesta. En frío, ¿no nos declaramos todos –poco más o menos-- contra el materialismo, contra la dialéctica de los hechos? ¿No somos antimarxistas? Incurrimos, sí, en clara contradicción. No sé si será un olvido. Lo cierto es que nuestra profesión de fe se inhibe cuando nos metemos en faena. Entonces, sin solución de continuidad, aumentamos el número de los corifeos del pragmatismo. De cualquier pragmatismo. Y viene el remachar:
Hechos. Realizaciones. Teorías, ¿para qué? ¿Para qué los sermones? Ni predicar ni definir. No se vive de conceptos.¡Obras! Las cosas existen, y nosotros entre ellas. Aceptémoslas. Utilicémoslas, pero ¿nos atañe mucho lo que son? El hombre, yo –¡qué curioso fenómeno!–, está ahí, estoy. ¿Qué es el hombre? ¿Qué soy yo? Donosa pregunta. Su existencia -mi existencia- es lo que importa. Partamos de la situación del hombre, de su experiencia, de sus vivencias, de sus sensaciones. Veamos su rendimiento, su producción. Seamos realistas. El empirismo nos salva. Al pan pan y al vino vino. Sentido práctico, eso es. Pero las ideas...
Maravillosas ideas (¿maravillosas o legendarias?). Están tan altas... Su montaje adecuado en el mundo que vivimos es difícil y costoso. ¡Tan escasamente rentable! No son máquinas las ideas, no solucionan nada Se engastan en el discurso, en el razonamiento, y... ¡cuántos discursos hemos oído ya a lo largo de nuestra vida! La filosofía, con sus argumentos en cadena; la moral, con sus principios, con sus postulados intangibles; la religión, con sus esquemas y sus dogmas, llevan muchos siglos vaciando en discursos, en sermones, en bellas palabras, su contenido sublime. Pero ante una cátedra, cualquiera que sea, el bostezo nos acomete. ¿No pertenece ya el púlpito a la arqueología? ¿No es un objeto de museo, bello para contemplarlo vacío? Para predicador, Don Ejemplo. Don Hecho, gran señor. Doña Experiencia, soberbia matrona. Que retocen las ideas con las guirnaldas metafóricas; que se enreden los sutiles pensamientos en los complicados retablos barrocos que las doctrinas erigen. Que los poetas y los soñadores –¿hay soñadores?– se solacen si pueden en el prolijo entramado conceptual. Inútiles son los poetas en la república, pero, si lo prefieren, que prosigan su juego. Mientras, nosotros, a vivir la vida en su ancha base. ¿Qué se nos da de la punta de la pirámide? Los definidores, los predicadores, los profesores, se empeñan en desnudar ideas, desprendiéndolas de su envoltura tangible. Quieren enseñarnos esencias. ¡A estas alturas! Ahora que hemos comprobado que en la monda está lo más sabroso; ahora que proclamamos nuestra responsabilidad de existentes; ahora que nuestra categoría de pensantes –¡qué agonía el pensar! – está en crisis; ahora que muchos intentan forzar la dimisión de las leyes eternas.
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¿De verdad? ¿Es verdad que nada hay que predicar, que entender, que enseñar ya? ¿Abocamos a un mundo sin normas en cuyo cielo no luzcan, como constelaciones, los conceptos? ¿Nos aguarda una era histórica sin definiciones, sin “constitución”, sin magisterio? ¿Primarán y privarán los hechos sobre la inteligencia? ¿Vamos a conceder el retiro, la definitiva jubilación al espíritu?
Pero si una radical fenomenología sustituyera a la teología, y si los “sucesos” se asentasen en los alcázares hasta ayer ocupados por el pensamiento; si la utilidad va a arrebatar a la belleza su manto de púrpura, y si la demagogia de los instintos va a levantar su palacio en el solar del templo devastado, ya no nos sirve ningún argumento contra el marxismo. Si Occidente se pragmatiza, rodeado de empirismos, de relativismos, de escepticismo, de existencialismos; si convertimos los púlpitos en piezas de museo, es que... la guerra ha terminado. Y, en tal caso, nuestra pobre filosofía estructurada de hechos huérfanos –huérfanos y de ascendencia desconocida– va a parecerse demasiado a la Inclusa. Porque, desarraigados, sin ideas matrices y sin nutricios ideales, todos seremos expósitos.
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