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Lo importante es saber qué vamos a negociar con la experiencia. ¿Cuánto tiempo hace que acarreamos de fuera a dentro conocimientos y verdades? Y ¿desde cuándo padecemos la dispepsia de la desilusión? Que cada uno, según su edad, haga el balance de su experiencia. Todos sabemos ya muchas cosas y todos nos hemos desengañado de bastantes cosas. A quién más, a quién menos, se le han descascarillado al paso de los años no pocas emociones y se le han dorado en lo hondo no escasos recuerdos... Bien; es que todos hemos vivido lo suficiente para juzgar con perspectiva. Cualquiera ha visto crecer imponente a un deseo y ha constatado luego cómo cabecea y se doblega mustio el impulso que, recién estrenado, creíase irresistible. El grano y la paja conviven en el más modesto de los graneros. Y la alegría de todas las epifanías y de todas las mañanas es azul, pero ¿dónde está la matinal euforia que asegure contra el ocaso lluvioso? También el dolor nos impresionó un día, como una primera sangre derramada —¡esa inaugural herida del niño que tropieza en el armario! —; pero enseguida nos dimos cuenta de que la cicatriz sustituye a la herida...
Tenemos experiencia, pero ¿qué vamos a hacer con la experiencia? Es como un montón de juguetes rotos: es como una muñeca rubia de la que queda al descubierto la cola amarillenta que mantenía adherida la peluca; como un tren sin cuerda, ausentes ya las ruedas de los vagones; como un caballo despintado cuyo cartón de Reyes Magos padece el desahucio de la humedad y del abandono. El acopio de verdades usadas, de mentiras desenmascaradas, de abolladas ilusiones, de estoqueadas ideas, de pinchadas ambiciones, nos estorba un poco el paso. ¿Qué hacer? ¿Damos un puntapié, muchos puntapiés, infinitos puntapiés, a los fervores que vibraron, que brillaron ayer en nuestra pupila, y que hoy, hechos costumbre, convertidos en aburrimiento, se han replegado al sombrío rincón último de nuestra existencia?
Pero, mire usted que esta chatarra tiene mucho valor; advierta que hay piezas de oro entre el cobre oxidado. Aguarde. Vea que aquella idea despanzurrada guarda brillantes ocultos; que esa madera que cruje es de ébano; que hay maceradas violetas entre el lodo y el polvo. ¿Se le rompió una bellísima verdad? Frágil era, de porcelana era, pero su cascote sigue siendo de Sèvres. ¿Se le manchó aquel amor? De barro era, pero Dios mismo lo había modelado.
¿Qué hacemos, qué hacemos con la experiencia? ¿Liquidarla en saldo? ¿Venderla, a peso, como papel viejo? ¿Relegarla a leña ardiente —calor fugaz de un minuto— cuando llegue el aniversario de la confianza muerta, de la fiebre asesinada, de la voluntad salteada en los caminos abruptos?
No. No es decente. No será lícito. Imposible que eso sea honrado. En cualquier caso, traperos de la experiencia: traperos, mejor que barrenderos; buscadores de la verdad hollada, manoseada, calumniada, aplastada. Buceadores en los senos tristes donde gimen bondades burladas, donde esperan esperanzas; donde alientan alientos y aún suspiran los suspiros.
Porque la experiencia, al principio, nos pone delante de los cuernos mismos del escepticismo y es como una tentación de muerte total. Pero un poco más de experiencia —la experiencia de la experiencia— y ya es posible el buen lance, la estupenda verónica. La experiencia pesa, gravita, pero atarse a su piedra es pecado. Hay —piensa uno— obligación de fundirla, de someterla al rojo vivo de una nueva esperanza. Entonces —deduce uno— separaremos la escoria y nos habremos quedado con el metal limpio. Y, revisionistas del engaño —también quizá nos engañamos cuando nos desengañamos—, obtendremos la razón sublimada y la cordialidad asunta. Ya que hay una verdad que va —verdad de ida— imperfecta y otra verdad de vuelta: redimida verdad.
Contar con que la resurrección del ideal, muerto a mano de ladrones, es posible, siempre posible. He ahí lo que la sabiduría puede añadir a la experiencia.
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