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El tiempo disimula su monotonía con sus colores distintos. Si cada mes del año no tuviera su color, al año parecería más uniforme. Y, por consiguiente, más largo para los que temen que pasa lento, y más corto para los que tienen miedo de su fugacidad. Pero cada estación del año —y concretamente cada mes— es una «provincia» del tiempo con su demarcación específica, con sus caracteres propios, con sus accidentes. Si el verano es una especie de planicie, el otoño se muestra ya en octubre como un desfiladero abrupto, más o menos triste o más o menos divertido según la óptica —y el gusto— del consumidor. Las primeras lluvias, los primeros vientos, nos sumen en no se qué Despeñaperros del ciclo anual. Entonces, las costumbres y usos de tres, de cuatro meses, se interrumpen, se cortan, por decirlo así, a tajo. Y la vida de todos, y de cada uno, entra en un paisaje nuevo. Nuevo paisaje que impone otros usos, otra indumentaria, otras diversiones y, desde luego, otros pensamientos. Quedan siempre, no obstante, los recalcitrantes: los no conformistas. Porque está claro que cada cambio de estación tiene sus enemigos. Se advierte especialmente en la indumentaria. Cuanto más «enemigo» del invierno se es, más tiempo tarda uno en ponerse la gabardina. Los amigos del invierno, en cambio, se encasquetan la bufanda a últimos de octubre. Porque está demostrado que las prendas de vestido de cada estación están, respecto a su uso, más influidas por la propia sicología del usuario que por las características de la estación misma. Ni se tiene menos calor cuando se va descamisado, ni se evitan los catarros con la bufanda, antes al contrario. Pero —como decíamos— los recalcitrantes del verano intentan en vano retrasar el otoño con sus blusones de cuadros que ostentan desafiantes hasta Todos los Santos. Mientras que otra clase bien opuesta de individuos sienten una especie de miedo de que se vaya el invierno, y prorrogan la vigencia del gabán hasta pasada la Semana Santa... No se trata de frío o de calor, sino de gustos.
Pero octubre, además de nuevos usos, parece que reclama nuevos pensamientos. El año, en realidad, no tiene su principio con el holgorio de la Noche Vieja, sino ahora, cuando comienza el curso. Pasada la vacación veraniega , cada uno se replantea sus problemas y se propone una actuación «en lo sucesivo». Octubre es el tiempo del auténtico examen de conciencia. En realidad es un mes bifronte que dispone de la perspectiva del pasado y del porvenir. Es un mes de bastante «visibilidad» mental. En el otoño se siente con intensidad el pasado; su melancolía irreducible gotea sobre nuestros actos. Pero, al mismo tiempo, en esta época, el ánimo recapitula experiencias para forjar propósitos que sirvan de base a posibles actuaciones próximas. Octubre no es tiempo de vanidades ni de ilusiones ambiguas. Su símbolo no lo cifraríamos —como el de la primavera— en la margarita incierta, sino más bien en el fruto seco más nutricio que pomposo, nunca despampanante. No hay otra pompa en otoño que la de la vid. Pero la vid —autora del vino que alegra el corazón— está aureolada al mismo tiempo de un entrañable prestigio bíblico. La vid, signo y emblema báquico, se cristianizó, se revistió de augusta gravedad al hacerse símbolo eucarístico. No estaría mal, para empezar el otoño, una especie de meditación acerca de la evolución habida en el curso de la Historia respecto a la «interpretación» de la vid. No estaría mal, repito, porque, de parecida forma, hay una trayectoria de la vida humana, enamorada primero del mito dionisíaco y paganizante, pero retractada, (cuando la madurez llega) y orientada hacia verdades más altas.
No, no es triste octubre. Y, ¿si lo fuera? Es curioso que la gente concibe la tristeza como una esterilidad, como un vacío, como un desierto. Pero no siempre es así. Hay grados de sensibilidad que nada más que por la vía de la tristeza pueden alcanzarse. Si el dolor, como decía Séneca, forma «también» parte de la Naturaleza, la tristeza en muchas ocasiones es elemento «constituyente» de la vida humana. Es tonto decir: Yo, alegre siempre. Tan tonto como exclamar: Yo, siempre triste.
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