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Gaya Nuño, el sabio crítico y profesor de Arte, recientemente fallecido, enseñaba que los pintores románicos trabajaban con colores minerales que no se alteran. Así es que los frescos románicos que, por la índole del material empleado, darían poca sensación, quizás de frescura recién ajustados, han conservado, no obstante, su juventud durante mucho tiempo. De otra parte, en las pinturas de San Clemente de Tahull, ve Gaya Ñuño un vigoroso expresionismo que para sí quisieran muchos pintores españoles. Realmente, en esto de lo viejo y de lo nuevo, en la vida lo mismo que en arte, nunca se sabe... Yo soy muy aficionado a las novedades de hace mil años. De seguro que volver la vista mil años atrás no nos convierte en estatuas de sal. Es mucho más envejecedor, probablemente, volver la vista cinco años atrás. Es la desventaja del cine-documento y del teatro experimental. Se sitúan en el palpitante momento, en la plenísima actualidad. Cuando pasan unos meses pierden todo su gancho y se agusanan como cadáveres. En cambio la obra clásica está preservada de corrupción porque no se ata al fugaz carro triunfador del hoy avasallante. Por eso, Vd. prefiere el periódico del día al Quijote. Pero el periódico de ayer le merece menos atención que una fábula de Iriarte.
Con el «teatro experimental» debe suceder algo parecido. No hace ni un lustro yo vi, durante una breve estancia en Madrid, este título en las carteleras: «Acerca de la libertad, los elefantes y otras zoologías». El nombre de la comedia era una bomba. Luego, no sé si la obra teatral era o no un «petardo», pero, ¿qué memoria queda?
Los «frescos» de teatro así, no son como los frescos románicos que —como explicaba también Gaya Ñuño— están ejecutados de tal forma que son fáciles de despegar, e incluso transportar. ¿Quién despega y transporta, para nuestra contemplación, el teatro-documento de cuando César Girón triunfaba en las plazas, era ministro Suances, hacía «Triunfo» sus primeras asomadas socialistas y aún no había comenzado el «destape»? Todo ello es lo suficientemente reciente que apesta por su próxima lejanía; pero al no ser historia ni ser actualidad le aparta del campo de cualquier normal interés.
Referente a la perspectiva, precisa para la crítica, es probablemente observable que Giovanni Papini, en su «Juicio final», atina del todo cuando se ocupa de Miguel Ángel, pero refresca cuando trata de Cavour, que era del siglo pasado. También, a las que con atención se hubiera leído de él hubiese sido su dictamen sobre Passolini joven (pongo por caso); pero, ¿quién cree que Passolini interesará demasiado el año que viene? Entre la rabiosa moda de hoy y el «hipatión» que vestían ciertas estatuas griegas, se mueve toda la historia del vestido; seguro que las más anticuadas indumentarias (véase un «Blanco y Negro» de los años veinte), pertenecen a la Edad Contemporánea recién muerta.
Sin embargo, buscar las novedades refrescantes de hace mil años —sanísimo ejercicio cultural— no constituye siempre un espontáneo impulso. En ocasiones es un escape artificioso que tiene los síntomas de un disfrazado manierismo. Chueca Goitia veía en el manierismo artístico una mentalidad paradógica, entre sutil, extraña, abstrusa y provocativa. Por su parte, don Emilio Orozco resalta el talante algo deshumanizado del manierismo. «No se dirige a la vida en su integridad».
Permítaseme pensar —trasladándonos de campo— que no es infundada la sospecha de atribuir una especie de manierismo —extravagante y sofisticado deseo de «hacerse notar»— a ciertos simplismos religiosos (o más bien simplificaciones bastante complicadas, valga la expresión) que tienen un afán algo morboso de regresar —sabiendo conscientemente que ello es imposible— no a la moderna iglesia de novecientos años atrás —la de los cluniacenses— sino a la más primitiva de los gálatas, de los efesios y de los tesalonicenses. Aquella no podía ser una iglesia perfecta porque era una iglesia en construcción a la que los Concilios luego, con la asistencia del Espíritu Santo, habrían de dar cúpula y definitiva forma.
Hay, pues, un prurito manierista —afanoso de rizar rizos— en la idea de esos pruristas cristianos que —por ejemplo— quieren restituir la celebración eucarística a los ágapes de los primeros sucesores de los apóstoles que, de seguro, eran devotísimos, pero que, sin duda alguna, degeneraron y tuvieron que evolucionar hacia las formas, luego venturosamente fijadas, de la Misa. Este estilo manierista, más «snob» que tradicional, muy pagado de «beber en las fuentes», se da también en sociología. ¿No es el movimiento «undeground» un pretendido deseo imposible de novedades de hace diez mil años? ¿Hay una nostalgia prehistórica, o nada más un «se lleva» en la llamada Contracultura?
Lo cierto es que vivimos un tiempo equívoco. Y si el tiempo, con sus movimientos artísticos, religiosos y políticos, es equívoco, parece naturalísimo que todos nos andemos equivocando a cada instante. «Adelante y... ¡no mirar al pasado!», es consigna de todos los días. Pero, igualmente, de cada jornada es la sugestión de una pintura que regrese a Cimabue, de unos procedimientos políticos que vuelven al Aventino, de una religiosidad estilo «Varones Apostólicos» y de una renovación futbolística con nostalgia de los goles de Gorostiza. ¿En qué quedamos? No digan Vdes. que no ha incurrido en manierismo —y es que a mí me gustan los eufemismos— la actitud de ese señor sacerdote catalán, Xirinacs. (y no sé si escribo mal el apellido) que entra un día sí y otro no a la cárcel, por el sano orgullo evangélico que le proporcionan sus disgustos con la Policía al negarse rotundamente a emplear, en sus discusiones con los encargados del Orden Público, otro lenguaje que no sea el catalán.
«No hay nada que anuncie un genio, pero tal vez la terquedad sea un signo», escribía Stendhal.
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