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LOS MANIERISTAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 6 de agosto de 1976

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Gaya Nuño, el sabio crítico y profesor de Arte, reciente­mente fallecido, enseñaba que los pintores románicos trabajaban con colores minerales que no se alteran. Así es que los frescos románicos que, por la índole del ma­terial empleado, darían poca sensa­ción, quizás de frescura recién ajus­tados, han conservado, no obstante, su juventud durante mucho tiempo. De otra parte, en las pinturas de San Clemente de Tahull, ve Gaya Ñuño un vigoroso expresionismo que para sí quisieran muchos pintores espa­ñoles. Realmente, en esto de lo vie­jo y de lo nuevo, en la vida lo mis­mo que en arte, nunca se sabe... Yo soy muy aficionado a las novedades de hace mil años. De seguro que vol­ver la vista mil años atrás no nos convierte en estatuas de sal. Es mu­cho más envejecedor, probablemente, volver la vista cinco años atrás. Es la desventaja del cine-documento y del teatro experimental. Se sitúan en el palpitante momento, en la plení­sima actualidad. Cuando pasan unos meses pierden todo su gancho y se agusanan como cadáveres. En cam­bio la obra clásica está preservada de corrupción porque no se ata al fugaz carro triunfador del hoy ava­sallante. Por eso, Vd. prefiere el pe­riódico del día al Quijote. Pero el periódico de ayer le merece menos atención que una fábula de Iriarte.

Con el «teatro experimental» de­be suceder algo parecido. No hace ni un lustro yo vi, durante una bre­ve estancia en Madrid, este título en las carteleras: «Acerca de la libertad, los elefantes y otras zoologías». El nombre de la comedia era una bom­ba. Luego, no sé si la obra teatral era o no un «petardo», pero, ¿qué memoria queda?

Los «frescos» de teatro así, no son como los frescos románicos que —co­mo explicaba también Gaya Ñuño— están ejecutados de tal forma que son fáciles de despegar, e incluso transportar. ¿Quién despega y trans­porta, para nuestra contemplación, el teatro-documento de cuando Cé­sar Girón triunfaba en las plazas, era ministro Suances, hacía «Triunfo» sus primeras asomadas socialis­tas y aún no había comenzado el «destape»? Todo ello es lo suficien­temente reciente que apesta por su próxima lejanía; pero al no ser his­toria ni ser actualidad le aparta del campo de cualquier normal interés.

Referente a la perspectiva, preci­sa para la crítica, es probablemente observable que Giovanni Papini, en su «Juicio final», atina del todo cuan­do se ocupa de Miguel Ángel, pero refresca cuando trata de Cavour, que era del siglo pasado. También, a las que con atención se hubiera leído de él hubiese sido su dictamen sobre Passolini joven (pongo por caso); pero, ¿quién cree que Passolini in­teresará demasiado el año que viene? Entre la rabiosa moda de hoy y el «hipatión» que vestían ciertas esta­tuas griegas, se mueve toda la his­toria del vestido; seguro que las más anticuadas indumentarias (véase un «Blanco y Negro» de los años veinte), pertenecen a la Edad Contemporá­nea recién muerta.

Sin embargo, buscar las novedades refrescantes de hace mil años —sa­nísimo ejercicio cultural— no cons­tituye siempre un espontáneo impul­so. En ocasiones es un escape artificioso que tiene los síntomas de un disfrazado manierismo. Chueca Goitia veía en el manierismo artístico una mentalidad paradógica, entre sutil, extraña, abstrusa y provocativa. Por su parte, don Emilio Orozco resalta el talante algo deshuma­nizado del manierismo. «No se diri­ge a la vida en su integridad».

Permítaseme pensar —trasladándo­nos de campo— que no es infunda­da la sospecha de atribuir una espe­cie de manierismo —extravagante y sofisticado deseo de «hacerse notar»— a ciertos simplismos religiosos (o más bien simplificaciones bastante complicadas, valga la expresión) que tienen un afán algo morboso de re­gresar —sabiendo conscientemente que ello es imposible— no a la mo­derna iglesia de novecientos años atrás —la de los cluniacenses— si­no a la más primitiva de los gálatas, de los efesios y de los tesalonicenses. Aquella no podía ser una iglesia per­fecta porque era una iglesia en cons­trucción a la que los Concilios lue­go, con la asistencia del Espíritu San­to, habrían de dar cúpula y defini­tiva forma.

Hay, pues, un prurito manierista —afanoso de rizar rizos— en la idea de esos pruristas cristianos que —por ejemplo— quieren restituir la cele­bración eucarística a los ágapes de los primeros sucesores de los apósto­les que, de seguro, eran devotísimos, pero que, sin duda alguna, degenera­ron y tuvieron que evolucionar ha­cia las formas, luego venturosamen­te fijadas, de la Misa. Este estilo manierista, más «snob» que tradicio­nal, muy pagado de «beber en las fuentes», se da también en sociología. ¿No es el movimiento «undeground» un pretendido deseo impo­sible de novedades de hace diez mil años? ¿Hay una nostalgia prehistó­rica, o nada más un «se lleva» en la llamada Contracultura?

Lo cierto es que vivimos un tiem­po equívoco. Y si el tiempo, con sus movimientos artísticos, religiosos y políticos, es equívoco, parece naturalísimo que todos nos andemos equi­vocando a cada instante. «Adelante y... ¡no mirar al pasado!», es con­signa de todos los días. Pero, igual­mente, de cada jornada es la suges­tión de una pintura que regrese a Cimabue, de unos procedimientos po­líticos que vuelven al Aventino, de una religiosidad estilo «Varones Apos­tólicos» y de una renovación futbo­lística con nostalgia de los goles de Gorostiza. ¿En qué quedamos? No digan Vdes. que no ha incurrido en manierismo —y es que a mí me gustan los eufemismos— la actitud de ese señor sacerdote catalán, Xirinacs. (y no sé si escribo mal el apellido) que entra un día sí y otro no a la cárcel, por el sano orgullo evangélico que le proporcionan sus disgus­tos con la Policía al negarse rotun­damente a emplear, en sus discusio­nes con los encargados del Orden Público, otro lenguaje que no sea el catalán.

«No hay nada que anuncie un ge­nio, pero tal vez la terquedad sea un signo», escribía Stendhal.