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Leemos que, desde el observatorio de Almería, se ha descubierto otra galaxia. Otra. Tantas más galaxias se descubren cuanto mayores son los conocimientos que tenemos de sus magnitudes y distancias. Parece que hasta Galileo, poco más o menos, no hubo otro cielo que el «familiar», el cercano; el del Sol y el de sus planetas. Porque el «cielo estrellado» no había sido estudiado con rigor científico y, por eso, estaba constituido por «luminarias» que colgaban del empíreo como lámparas que oficiaban de vistosos adornos para la oscura noche. ¡Felices tiempos aquellos! Ahora que hasta en las mismas escuelas de párvulos se enseña que el Sol —nuestro Sol— no es sino una entre los millones de estrellas que constituyen la Vía Láctea, y que ésta no pasa de ser una más entre los millones (?) de galaxias que componen el Universo mundo, ¿quién no se asombra?
Ortega y Gasset detectaba calidad en el hombre por su capacidad de asombro, Pero puestos a asombrarnos, ¿quién nos para? Tan asombroso es todo que la excepción sería lo vulgar y a la medida de la exacta comprensión y de la imaginación mediocre. Es tremendo que, desde Almería, se haya descubierto que la nueva galaxia está a una distancia de diez millones de años luz, es decir, a 35 trillones de kilómetros del Cabo de Gata. Pero salgamos al campo y, con un leve tironcito, arranquemos una brizna de hierba de nuestra primavera. ¿Cuántas briznas de hierba hay en la primavera 1976? Parece que un trillón es algo tan fabulosamente numeroso, tan respetable, que quizás no haya un trillón de briznas de hierba en la primavera. Bien. Pues acudamos con nuestra brizna de hierba a un botánico. Preguntémosle. ¿Cuántas células componen una brizna de hierba? La enorme cantidad de células que componen una brizna de hierba nos la clasificará el botánico —a poco que nos descuidemos— atendiendo a las dimensiones, las formas, la función, la colocación, etc., y nos encontraremos enseguida con que una brizna delznable de la primavera 1976 es tan complicada como cualquiera de las galaxias. Y que las distancias entre los elementos orgánicos de la brizna son, relativamente, tan enormes como las distancias entre las estrellas de la nebulosa Andrómeda.
Así es que puestos a asombrarnos, ¿cabe descanso? Manejamos, en esto de los años-luz en el cielo y de los virus en la Tierra, manejamos, digo, los billones y los trillones como si tal cosa. Pero, realmente, ¿puede alguien imaginar lo que es un trillón? En la pizarra, los alumnos ponen un uno y dieciocho ceros detrás y tanto ellos como el profesor quedan tan satisfechos creyendo que ya saben lo que es un trillón. La Biblia dice que nadie podría contar el número de los granos de arena del mar. Desde Adán a Einstein —a grano de arena por segundo— en relevos sucesivos de generaciones, ¿se hubiera llegado al trillón? Me aseguran que no y por tanto desisto de imaginar aún lejanamente lo que es un trillón. Aunque, matemáticamente, es cierta también la existencia de los cuatrillones. ¿Existen? Por lo menos en la escuela, se escriben. Basta añadir seis ceros más a los dieciocho del trillón.
Es cierto. La ciencia ofrece a cada instante nuevos motivos de asombro. ¡Dichosos tiempos aquellos en que usted cogía un resfriado y lo achacaba a una corriente de aire! Ya está demostrado que el catarro es un ataque de miriadas de virus que se empeñan en colonizar sus bronquios. ¡Dichosos tiempos en que el Buscón Don Pablos se asombraba al encontrar dos garbanzos más de los habituales en el potaje del domingo. Es asombroso lo que traen las estadísticas: algún día pondrán de manifiesto en los años dos mil que si mediante el uso de inéditos procedimientos de cultivo, se siembra de garbanzos toda el África Septentrional, quizás se alcance la cifra del billón de garbanzos por Continente y, en consecuencia, de mil o más «per capita».
¿No es bueno y modesto ceñirse a las cosas cercanas y manejables? Dejamos la primavera y las galaxias y nos sentamos en el cuarto de estar, tranquilitos, a mirar el telediario. Pero, caramba, nos han acostumbrado a que nos asombremos de todo. También del telediario. El gol de Pirri que se acaba de ver y de mirar —televisándolo por la derecha, por la izquierda, de frente y desde la grada—, lo tenemos en el comedor gracias a que billones de células fotoeléctricas se han transformado en impulsos de corriente y luego han sido recompuestas en su receptor. Un asombro porque la imagen del gol se produjo en el estadio de El Molinón, se emulsionó luego en puntos de luz, se convirtió en energía, revertió en puntos de luz y devino de nuevo a imagen, cerquísima de las albóndigas de la cena suya, de las croquetas de su vecino y de los huevos fritos del portero de la casa. Todo en la milésima de la milésima de un instante. ¡Ande, póngase usted a medir un instante! ¡Dígame lo que es una diezmillonésima de segundo! ¡Cuente las moléculas que hay en un cuarto de bocado de cualquiera de sus albóndigas! ¡Dele usted, amigo, la razón a Ortega! ¡Demuestre que es hombre asombrándose de todo! De la nueva galaxia, de una brizna de heno de... Pravia, de la guerra de sus bronquios con las seiscientas mil (?) unidades de penicilina que le inyectaron esta mañana, del pase de muleta de Ángel Teruel, por lo que el pase es en sí y por lo bien que se lo han servido esas maravillosas azafatas técnicas que se llaman «fotoeléctricas».
La verdad es que el asombro nos limita por todas partes; los «dos abismos», que decía Pascal, nos dan vértigo. ¿No habrá manera de consolarse de las grandes cantidades con números un poco más a la medida?
—No me hable de años-luz, de virus, de galaxias, de briznas, de células. Atontan por sus dimensiones grandes o pequeñas. ¿No hay un término medio?
—Claro que sí. Están los años de Laura que son sólo veinte. Están las páginas del «Discurso del Método» de Descartes que no pasan de cincuenta. Están las rosas de este jardín que no llegan a quinientas. Y un amor puede decirse en un beso. Y siete son los pecados capitales. Y siete las virtudes. Catorce los versos de aquel soneto de Quevedo que comienza: «Fue sueño ayer, mañana será tierra».
—¿Dejamos, entonces, de asombrarnos contando?
—Claro; es mejor asombrarse cantando.
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