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En algunos lugares —hablamos, por supuesto, de España— se están produciendo extrañas actitudes, raros movimientos (más bien sordos) en que se encubre o se presenta matizado un ataque a la enseñanza de la Religión en los centros docentes, más concretamente en Institutos de Enseñanza Media. No es una novedad en nuestra Patria, pero parece nueva la táctica. Hay un antiguo recuerdo memorable... Don Manuel Azaña, en el Parlamento de la II República, haciéndose portavoz de confluyentes proyectos de laicización —uno de ellos el de la Enseñanza—, afirmó, por su cuenta, que "España había dejado de ser católica". Fue una frase que trajo mucho rastro. Precisamente don José María Gil Robles encarnó entonces la capitanía de una colosal contraofensiva frente a un empeño descatolizador que terminó por morder el polvo de su derrota. Pero lo de ahora es distinto.
Tenía perfil, cuerpo y forma el ideario irreligioso de muchos de los hombres de la II República Española. Yo diría, inclusive, que por su patente formulación, era, en bastantes de sus paladines, honesto. Se quería quitar el crucifijo de las escuelas y se decía clarísimamente. Estimaban que la supresión de la Religión en los planes de Enseñanza era un "buen paso" para la implantación de unos principios, y fueron verticalmente a la cuestión, sin tapujos y sin equívocos. Repugnaba aquello a la inmensa mayoría de los españoles —porque España, a pesar de las apreciaciones del cáustico señor Azaña seguía siendo católica,— y la respuesta, la contestación, la reacción, no se dejaron esperar. Pero —lo repito— aquello fue otra cosa.
Hoy el ataque, fraguado en minorías no silenciosas, sino sigilosas, tiene un matiz probablemente más peligroso. Porque es poco reconocible. Como se trata, salvo excepciones, de maniobras confusas, apenas se percibe (aunque se supone) donde está la cabeza y dónde los flancos y dónde la cola del extraño "bicho". Le gustaban a don Eugenio D'Ors las cosas con bulto en las que podía discernirse la "figura". Decía que era aceptable un concepto cuando, de una u otra manera, podía dibujarse. Lo verdaderamente nocivo es, en realidad, lo que se insinúa sin declararse, lo que actúa sin contorno haciendo del disimulo una estrategia y del engaño un arte. No era así don Manuel Azaña, proponiendo desde la cabecera del banco azul, drásticas medidas en lo religioso. Son así en cambio las fuerzas que operan escurridizas y sin nombre, cuando se sirven de otras fuerzas más a la vista que, inocentemente, en ciertos casos, resultan instrumentos de manipulaciones de verdad inadmisibles. Se sabe que, en la cuestión muy delicada a que aludimos, asociaciones familiares y profesionales del todo respetables han servido de vehículo en aisladas ocasiones al contumaz afán de desmontar los sillares de una concepción cristiana de la existencia inherente al ser y a la razón de ser de España. Es una pena porque, encubiertos así los protagonistas de la operación, alguien en un "quid pro quo", pudiera trastocar atribuyendo a tan honestas comunidades propósitos e ideas que no les pertenecen.
Habría, sí, que dar el alerta, para "guía de perplejos" y prevención de cándidos. Por supuesto, la suspicacia no puede llevarnos a creer que se esconden perfidias o proyectos inconfesados a la vuelta de cada esquina. Lo de "piensa bien y acertarás" es cierto, pero no obstante bueno es saber que no habría engaños si los engañadores careciesen de antifaz. En el ataque difuso y profuso que sufre la enseñanza de la Religión en los centros de docencia, apenas existen "declaraciones abiertas" que, en última instancia, podían ser respetables, sino actitudes sinuosas y pretextos que obsequian con un objetivo ameno o deseable cuando lo que pretenden es bastantes veces opuesto a lo que preconizan.
Tanto los docentes como los padres de familia todos, si somos hombres de fe, tenemos que afianzarnos en la idea de que la Religión no es una asignatura, sino un estilo de vida. Y que la enseñanza cristiana no está en Institutos y Escuelas como una "disciplina" a la que se hizo un huequecito al lado de la gimnasia, para "relleno" en los horarios poco apretados. De tal forma que cuando el tiempo apremie o las circunstancias "así lo exijan", pueda desalojarse a la Religión de su huequecito, como en odontología se extirpa una pieza dental cuando se monta sobre la aledaña. No. No, porque los docentes y los padres de familia, debemos saber que la física no es recambiable por la Biblia, ni la enseñanza del teorema de Pitágoras o del pricipio de Arquímedes pueden ceder o no ceder sitio (según el humor y el tiempo) a la teoría de las verdades cristianas y a la práctica de la moral. No es la Religión un "detalle" en el cuadro educativo: es el marco. Entonces, no serían válidas razones como las del "agobio de materías" en el plan de estudios ,para hacer desaparecer una enseñanza que si se imparte y se recibe de manera auténtica, agiliza en lugar de estorbar las tareas múltiples del educador y del educando. La enseñanza de la Religión constituye, al par, un fin y un medio. Las demás enseñanzas dan conocimientos necesarios. La educación moral y cristiana ofrece sentido, dirección, clave y organicidad (cuando se administra genuinamente, repito) a todos los conocimientos. Por eso, si se quiere disminuir o quitar, o hacer opcional, o condicionar, a la enseñanza religiosa, no es porque se pretenda una mejor eficacia en el desarrollo de la jornada estudiantil o pedagógica; es, mucho ojo, porque precisamente no se cree en la enseñanza religiosa. Y dejémonos de subterfugios.
Pero la mayoría de los padres españoles creen en la eficacia de la Religión y si les preguntásemos uno a uno, así lo declararían. En cualquier caso, la ley tiene en cuenta las discrepancias y dispone que en los centros se atienda el deseo de los padres que renuncian a la formación en la fe para sus hijos. Se hace ya así en todos los centros de España. Es muy justo. Lo que no se puede admitir de ninguna manera es que viniese el día en que, sin expediente alguno, sin diligencia formal de ninguna clase, apelando nada más, por ejemplo, a un pliego de firmas, pudiera llegarse el caso de centros que, de golpe o paulatinamente, por insensibilidad religiosa o por capricho de los responsables de la enseñanza, por inconsciencia de los padres, por frivolidad de los alumnos, por moda o... por costumbre, eliminasen de sus proyectos y de sus actividades a la formación religiosa y moral.
Así pensamos los padres y los educadores que sentimos la fe cristiana. Pero aún cuando fuésemos pocos los que de esta manera, meridianamente, nos expresamos, resulta indudable que nuestra Ley General de Educación, no considera el caso de la Religión en la Enseñanza como un simple exorno, pináculo o detalle de la fachada de la antes llamada "Instrucción Pública". Precisamente en su preámbulo y en su desarrollo, la Ley de la Educación en España, reconoce a la formación religiosa no un puesto o una "hornacina" sino un trazado más condicionante que condicionado. Y a la ley hay que atenerse. Y no se deroga el espíritu —no ya sólo la letra— de una Ley con peticiones ocasionales, con ambiguas apelaciones, con cómodos pretextos. Así es la táctica, absolutamente rechazable de las campañas que renunciando al ataque abierto, optan por la cubierta emboscada. Creen que es más eficaz este método y quizás, por desgracia, llevan razón.
Y, por eso, no puede uno callarse.
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