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Chesterton se internaba cuando acometía una narración por vericuetos regocijantes cuyo paradojismo le conducía a veces a callejones cerrados e inverosímiles. Entonces declaraba: "Puede que el lector espere que el cuento mío sea como el Universo: que cuando acabe explicará por qué empezó". De la situación rara, complicada, en que se encuentra ahora el mundo entero, ¿podría decirse igual? Tanto les hemos rizado el rizo a las cuestiones, tantos carros hemos puesto delante de los bueyes, tantos hilos se han olvidado del ovillo de que proceden, tantas metas hemos soñado mientras nos ocupamos en desempedrar los caminos, que esperamos llegar adonde no sabemos para enterarnos, al fin, de dónde no venimos. ¿Por qué empezó el lío? ¿Cuál fue el primer capítulo del cuento? Bien, pues esto parece que no tiene solución —ha dicho alguien que tiene autoridad para opinar—. Aunque luego ha añadido: Pero quizás esto tenga salidas.
Realmente, las claves para la resolución de los actuales problemas no se ven. Es quizás que no se trata de problemas auténticos, sino de trozos de problemas apelmazados y descolocados en intransitable amontonamiento. Es que más alto que el problema está el misterio irresoluble, el venerado misterio de que hablaba Marcel. Pero, por debajo del problema, en infraestructura degradada, en la antípoda de lo sobrenatural, está el caos. Son tres órdenes de dificultades que alguna vez externamente pueden parecerse pero que por dentro son radicalmente distintas. El misterio está ahí y de sus enigmas es Dios quien nada más tiene la llave. El problema también está ahí, pero es a nuestra medida y basta hallar su propia llave. ¿Y el caos? El caos se produce —lo producimos— cuando cambiamos las llaves, todas las llaves. Así es que el misterio supera las cuestiones y el desorden las confunde. Estamos —parece— en el trance de la confusión ("ceremonia de la confusión", dicen voces versadas) y... rompiendo cerraduras; buscamos la furtiva salida, ya que no la puerta abierta.
Sin embargo, parece que, a pesar de vaticinios catastrofistas, el llamado suicidio de la civilización no se va a producir. Y es lícito e incluso obligado pensar que, tras la rotura de las cerraduras y tras la salida impetuosa de los callejones cerrados, puede volver a preconizarse el uso de las llaves y el tránsito regulado dé las cosas. Remedios del buen sentido. El buen sentido es algo a que se apela en última instancia tras la explosión de las insensateces; después de la égida torpe de las locuras disfrazadas de razones y de las necedades con cara de audacias. Debiera ser al contrario; sería lo lógico empezar usando de la lógica. Pero no; más bien, no. En la Historia ante situaciones parecidas se ha recurrido a la solución ponderada precisamente en los casos desesperados, como aquellos médicos que recetaban el baño cuando habían fracasado todas las sangrías.
Un escritor, en no se que periódico, abominaba hace unos días de la "necia triunfalina" con que hoy se disimulan graves fracasos. Es por eso que empeoramos la enfermedad. Por ejemplo, quienes nos dicen que "el momento es difícil, pero muy interesante", parece como si quisieran inculcarnos una sádica afición al callejón en que nos metimos o al lío en que estamos envueltos. Porque, por supuesto, "no puede ser interesante un túnel por negro que sea". De otro lado, están los afanados en buscar y buscar sin saber qué es lo que encontrar quieren. Cuentan de D'Annunzio, que perturbado unos días antes de su muerte, buscaba una cocinera que se aviniera a vestir hábito franciscano durante el cumplimiento de sus deberes culinarios. Y es que, como insinúa un comentador del dramaturgo, D'Annunzio —en su locura— lo que deseaba es desesperarse, lo que buscaba es no encontrar. Así es el prurito de los nihilismos; como si gozasen proponiéndose que ningún paisaje pueda ofrecerse a la mirada y que todas las ventanas se abran al abismo. De no querer creer en nada, pasan a confiar en su atrabiliario capricho. Y se tornan devotos del absurdo los que renunciaron a aceptar la sencilla verdad en su casta belleza. Don Venerando, aquel tipo de "La Codorniz" de los años 40, hacía una graciosa traducción humorística de quienes se complacen en buscar con ilusión de no encontrar. "Quiero un libro con el título largo y amarillo", demanda Don Venerando con gesto impertinente, en una librería. Desconcierta a los dependientes que sudan buscando, arriba y abajo, en los estantes. Al fin, tras un agobiante, largo rastreo, hallan un volumen en piel roja con el título largo y amarillo. Se lo muestran satisfechos al cliente que, entonces, se indigna y grita: "¡No!" "Largo y amarillo es el título", replica ya el librero extrañado. "Pero muy duro de mollera es usted, amigo —se encoleriza Don Venerando—, porque si bien el título es largo y con letras amarillas, no corresponde al de la obra que yo deseaba adquirir". "Pues, ¿qué obra quería adquirir?" "Pues, empieza a sacarme de quicio —concluye Don Venerando—; yo quiero que me faciliten a "El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha". Don Venerando, siempre se iba dando un puñetazo, en los mostradores, en los cristales o en las lámparas, cuando alguien acertaba una solución a sus problemas. Las extravagancias, reales o copiadas, dramáticas o humorísticas, espontáneas o parodiacas, traducen siempre el imbécil impulso de complicar lo fácil, de traer rabo a las codornices y lumas a los cerdos, de poner pezuñas a la lógica y música al infierno.
Es que el hombre "rey desterrado, con restos rotos de la diadema", que decía Pascal, en lugar de aclarar su posición en el mundo, añade absurdos a su incertidumbre, y lejos de recurrir al misterio y de consolarse con la esperanza, juega a sentirse más desgraciado. Pero todo eso va a terminar cuando usemos otra vez del alma. Ahí está el error de nuestro caos civilizado: Hay inteligencia y no queremos al alma. Pero —escribía Unamuno: "Lo que necesitamos es alma y alma de bulto y de sustancia".
Jubilar el espíritu, dar la cesantía a Dios, propinar arsénico a la metafísica, hacer confetti con la Historia. Son aberraciones que están de moda, pero tienen que pasar. Encontraremos salida al callejón, aplicaremos luego cada llave a su problema, y volveremos a encontrar en su sitio a las estrellas. Y en nuestro corazón el latido alborotado del misterio que no cesa.
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