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DERECHOS HUMANOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 20 de marzo de 1976

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La tabla de los derechos huma­nos es muy amplia y... aperturista. No, no son seis, ni cuatro ni veinte los funda­mentales derechos del hombre. Nadie fijó su número. Cada época añade o quita —supongo— según la dirección del viento. Ahora, muy liberales co­mo somos, la tabla (¡qué bueno!) au­menta prodigiosamente. Yo, el único inconveniente que encuentro en to­do esto es que, como "a cada derecho corresponde un deber", según decía el libro de "Etica y Derecho" que es­tudiábamos en sexto de bachillerato, podemos equivocarnos en la cuenta y en la redistribución. Parece que lo riguroso sería que si cuento para mí dieciocho derechos —pongo por caso— tendría que arreglármelas de forma que me considerase obligado, poco más o menos, a dieciocho deberes. Si no, la cuenta quedaría "coja". Y es un peligro social muy serio éste. Por­que cualquiera se entera enseguida de sus derechos aunque sean mil dos­cientos. Ahora bien, ¿quién es cons­ciente de sus deberes quien busca los que le corresponden —a los que está obligado para el ajuste— aunque sean únicamente veintinueve? Por supues­to, se trata de un defecto de óptica. Los deberes que nuestro vecino no cumple se ven de momento. Para ver los nuestros... Es cierto que Cristo habló también de esto cuando dijo aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.

En las sobremesas familiares, a ve­ces, aunque pocas, se habla de cues­tiones con fuste. Por ejemplo, hoy, en casa, uno de mis hijos ha traído, oca­sionalmente, una frase de Hegel que les ha leído, a los de C. O. U., el pro­fesor de Filosofía. La frase es la si­guiente: "Si el Estado tiene el de­ber de castigar es porque previamen­te el delincuente tiene derecho a la pena, a ser tratado como persona". El caso es que mi hijo, de diecisiete años, me dice que le gusta la frase; que tie­ne una lógica. Me pide mi opinión y yo le digo lo primero que, en este tiempo, resulta insólita, pero no hay quien le quite peso ni... belleza. Y que me alegra que su profesor de filoso­fía la haya sacado con pinzas de los textos de Hegel para mostrarla a la luz.

—Pues hombre; es curioso. El "de­recho a la pena", es decir, el "dere­cho al castigo", fue contemplado por Hegel, antes —por ejemplo— que el "derecho de asociación". ¿Cómo un cerebro tan prodigioso como el del fi­lósofo alemán se descuidó de tal ma­nera a la hora de las prioridades? —digo, poco más o menos, con un tantico de ironía, a mi estudiante.

—Entonces —me pregunta mi hijo— ¿cuándo es más persona el delincuen­te, al ser castigado o al ser perdo­nado?

Salta a la vista que Hegel, por lo pronto, no saldría por ahí pidiendo la amnistía. Habrá que excusárselo en razón de su implacable lógica. ¿Qué movió al pensador a su extraña frase? Trata uno de reconstruir el razona­miento de Hegel. Posiblemente es así: El Estado no es mueble que se trae y se lleva. Tampoco, parece claro, es paraguas que nos resguarda. Resulta, el Estado, algo más. Es inmueble, edi­ficio, construcción, "espíritu objeti­vo" que da suelo y techo a nuestros movimientos personales, es decir, a nuestros deberes y derechos. Esta ca­lidad objetiva, "institucional", del Es­tado como salvaguarda de la per­sona, exige el establecimiento de unas leyes —diríase vigas maestras y osa­menta jurídica— que intenta plasmar la moralidad como convivencia. Y entonces, atacar, erosionar y deterio­rar esas vigas y esa osamenta —no cumplir las leyes en fin— implica un daño al bien común, es decir, al techo y al suelo de las personas que el Esta­do cobija. Se impone, pues, como consecuencia, la afirmación de que el hombre que tiene el derecho a que el edificio del Estado no se le malogre, está obligado a contribuir según sus fuerzas al sostenimiento del mismo. Si quiere no quedar a la intemperie, ha de atender no sólo al trozo de techo que tiene encima; y atacar el resto de la cubierta porque no le atañe, ¿no sería un crimen? Porque es hombre, el hombre tiene derechos. Pero porque tiene derechos, tiene deberes. Esto lo comprende, por el hecho de ser perso­na. Así es que ser persona entraña —es claro— la ventura de reconoci­dos derechos. Ahora bien: esta ventu­ra de los derechos no supone un pri­vilegio sino algo que en justicia se otorga.

De manera que, por inexorable exigenciacia lógica, el derecho se con­vierte en privilegio cuando no pago, cuando no cumplo los deberes a que, en justa correspondencia estoy obligado. Ahora bien: es injusticia el pri­vilegio. Y el hombre que tiene dere­cho a exigir justicia —caiga su peso sobre quien caiga—, alcanza la me­dida de su auténtica dignidad cuando, al delinquir él mismo, pide, como un derecho más, la pena y el castigo que al delito se le asigna. Ya que si el pre­mio es una "recompensa" porque nos hemos excedido en el cumplimiento del deber, el castigo es otra "recom­pensa" cuando en el mismo aspecto somos deficitarios. Parece claro que la balanza exige este sistema de pesas y medidas. Y tal es el sentido de la fra­se de Hegel.

Porque somos personas estamos ca­pacitados para entender el mal. Por­que somos personas estamos capaci­tados para entender que toda trans­gresión de la ley demanda un casti­go. El derecho al castigo no cesa por el hecho de que los castigados sea­mos nosotros mismos. Así entiende Hegel a la persona. Si la persona es sujeto de la libertad, ha de serlo con todas las consecuencias. Esta es su, ventura y su riesgo; su drama y su gloria. Ser persona consiste en alzar la cabeza en su momento, cómo en su momento humillarla.

He aquí cómo Hegel, una vez más, está de acuerdo con la Etica cristia­na, si no con su filosofía. A despe­cho de las traiciones marxistas, a lo Feuerbach, que nos presentan un Hegel real e invertido.