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«¿Y usted se queja siendo alto y teniendo dos patas?», le decía un cojo bajito a Camilo José de Cela. Lo cuenta el novelista mismo en su libro «Viaje a la Alcarria». La pregunta del cojo al señor —al sujeto— de piernas largas es expresiva, casi paradigmática. Es que —¡caramba!— siempre o casi siempre nos quejamos de vicio. Clamamos, protestamos, invocamos, incluso blasfemamos al preguntar la causa de nuestra provisional desdicha. Toda desgracia o gracia es interina. Nunca seremos «propietarios definitivos» de la alegría o del dolor. Y esa es la clave de los avatares de la historia y del... hombre. ¡Bah! Unos —o como Cela— tienen las patas (las piernas) y el talento largos. Pero, a lo mejor, se ponen a quejarse del calor. Otros son cojos y de pequeña estatura —¡qué se le va a hacer!—, pero tienen unos hijos sanos, una esposa bella y hacendosa y unos ahorros serios en el Banco. En cualquier caso, motivos para la queja a nadie faltan. Motivos para la acción de gracias, a nadie tampoco faltan. Y la respuesta ante cualquier desgracia, individual o colectiva, está muy bien expuesta en nuestro Calderón: «Halló la respuesta viendo —que otro sabio iba cogiendo— las hierbas que él arrojó».
Claro; de otra parte, cualquier breve manual —por somero que fuere— del «arte de vivir» —debiera incluir la frase de Zaratustra Peraltada—, por Federico Nietzsche: «Toda piedra lanzada, debe volver a caer». O aquello del «Panchatantra»: «Por mucho que calientes el agua, ella se enfría luego». Es que, desechada toda ambición, todo afán desquiciado de permanecer en la altura, o en el primer plano, para la atención de nuestros congéneres; es decir, eliminado cualquier propósito de lucir siempre, y a la vista de todos en el candelero, el hombre se queda como relajado y a gusto, aflojada toda tensión, dispuesto para esa serenidad que la persona reclama para ser persona. Así, distendidos todos los muelles y resortes del orgullo, la vida (tanto la propia como la ajena), se nos muestra en su auténtico perfil, con su volumen y figura exactos. Y cada cosa pesa su peso, quiero decir que cada verdad ocupa su sitio y cada error el suyo. Y tenemos intuición para los valores: Esto es, esto no es; esto sirve, esto no sirve: aquí está el bien y aquí el mal. Porque resulta evidente: Cuando complicamos e implicamos en el propio ideario al «yo» con sus ambiciones utópicas de constante realce, perdemos la tranquilidad y van surgiendo una a una las quejas. Nadie es, nadie puede ser, «estrella fija». ¡La tentación de ser «estrella fija», con luz propia, con astros que nos den la vuelta, con sistema planetario del que seamos centro! Esto nos trae de cabeza. ¡Cuánta más sana, cuánto mejor sería una vocación de cometa, o «estrella errante»! En este sentido el vagabundo —cometa de raro rumbo— es mucho más propicio al contento que el hombre importante. El hombre importante está obligado a preguntarse a sí mismo, si es honesto. Está obligado a decirse: «Yo, importante, ¿por qué?» Si halla la causa, tiene que no perderla de vista y hacerse digno de la estimación que se ha ganado y en la que se le tiene. Ha de estar, sin parar, acercando ascuas a su fuego, para que no se extinga. Pero si no encuentra el motivo de su «importancia», de su prestigio, ha de enfrascarse en la penosísima tarea de buscar mentiras o de allegar en préstamo los méritos suficientes a fin de conservar el tipo de su ensalzada bondad, o de su elogiada elegancia, o de su proclamada inteligencia... ¡Bah! En cualquier caso el hombre con etiqueta de «estrella fija», con marchamo de calidad, merecida o no, necesita de la vigilancia indeclinable. «¿Soy digno de la dignidad que me asignan?» Tremenda pregunta.
Menos mal que Ionesco puede prevenirnos el sarampión del orgullo con su teoría de la «rinoceritis». Claro: todos, en nuestro fuero interno, quisiéramos ser enormemente grandes, tremendamente rinocerontes. Es lo que nos iguala: la ambición y la soberbia. Es lo que nos adocena y nos hace borregos. Lo borreguil, realmente, no es conformarse con la propia naturaleza que nos es dada. Lo borreguil es coincidir en un mismo propósito de desmesurada grandeza: coincidir con los demás en querer ser rinoceronte. ¿No piensan ustedes que, de verdad, si los borregos pensaran, ambicionarían todos a ser rinocerontes? Maritain, califica precisamente de «carneros de Panurgo» a cierta clase de hombres —y se refiere específicamente a los «ultra-progresistas» católicos— que se imitan los unos a los otros en un propósito de insólita originalidad. Pero esta originalidad copiada, en lugar de distinguirlos los allana en espesa vulgaridad. Se lanza el primer carnero de Panurgo al mar, sin facultades para nadar, y se ahoga. No importa. Tras el primer carnero se lanzan al mar todos los demás...
La «rinoceritis» —escribe Ionesco— es la enfermedad que acecha a los que han perdido el sentido y el gusto de la soledad. Es que la soledad —si no se tiene bastante vida dentro— es vacía y aburrida. Pero la soledad es el medio, la atmósfera, que nos incita a tomar posesión de nosotros mismos. A no añorar al rinoceronte, a vivir la propia existencia, a tener con todas las consecuencias lo que tenemos —y disfrutar de la tenencia— y a renunciar a la posesión de lo que no se puede tener. La soledad nos afirma en la voluntad de disfrutar de las propias patas —piernas— si son largas, e incluso nos invita a no quejarnos del propio talento si nos damos cuenta de que es corto. Aunque quizá ya hace falta bastante inteligencia para sospechar que no se tiene talento.
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