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La tentación de que Cristo se nos parezca y no el proyecto de parecemos nosotros a Cristo. Pienso, cuando la Semana Santa se acerca y cuando la Semana Santa está aquí, en un modo que posiblemente ha existido otras veces —pero ahora más— de "abaratar" a Dios mediante un propósito, que llaman muy "aggiornado", de reducir el misterio de Cristo a un mínimo de sacralidad: poniendo entre paréntesis, en lo factible, "para así entenderlo mejor" —dicen—, su carácter de Hijo de Dios vivo y, mediante ese método, constituirlo en uno de los nuestros, en el' mejor de los nuestros...
Por supuesto, en la Historia de la Iglesia hay oscilaciones parecidas y ya, en los primeros siglos, la iconografía del Pantocrátor, influida por el Monofisimo contra el Nestorianismo, nos presenta un Cristo imponente, casi exclusivamente divino. Representa —en la antípoda del tiempo actual— el máximo sacro en la interpretación de Jesucristo. Se aisla el Pantocrátor en su elipse almendrada, constitutido esencialmente en El Otro; separado, en los tímpanos bizantinos y románicos, por efecto de una terapéutica teológica de asepsia; flanqueado por la simbología de los cuatro evangelistas —el Tetramorfos— como por una transición. Pero, en el extremo opuesto, la deformación actualísima, tiende —por contagios "snob" más que por genuina sensibilidad— a un Cristo muy nuestro (?), más interesado en los problemas del momento que en la eterna cuestión. Más camarada (?) que Redentor, más avizor al conflicto de la mina que al del pecado. Estamos empeñados con mucho ahínco más en hacerlo uno de los nuestros que en convertirnos vehementemente suyos.
Es un peligro que se ha denunciado con reiteración. Muy recientemente —después del Concilio Vaticano II— el cardenal Danielou (por ejemplo) ha visto el riesgo de esa excesiva familiarización que ciertos cristianos hacen de Cristo, cuando al acentuar la verdad de su naturaleza humana, casi olvidada, aunque algunos sin negarla, la certeza de su naturaleza divina y de su Persona divina. Cristo tiene que pesar sobre el corazón del hombre y a ese peso le llama el teólogo francés "experiencia mística". "Las cosas deben volver a ser colocadas en sus puestos —escribe Danielou—; Dios ocupa el primer lugar y todo lo demás aparece sin relieve a su lado. ¿Cómo, pues, vamos a hacer comparecer a Dios ante nuestro tribunal? Esto es el humanismo".
El exceso de confianza —una cosa es la virtud teologal de la esperanza y otra la campechanuda confianza a un paso de la irreverencia— es proclive, tiende, a esas actitudes que quisieran un Cristo completamente afín e identificado con la "temática" del "aquí" y del "ahora". Planteamiento falso. Porque, siendo Él la Verdad, está inmerso en el aquí y en el ahora. Pero agotando toda su influencia en el aquí y en el ahora, ¿no estimaríamos disminuida su grandeza, achicados su Ser y la "densidad de su existencia" que proclamaba uno de los más sabios padres del Vaticano II?
Ya Cristo se nos acercó en la Encarnación y Redención, con arreglo a la medida de su Amor; la de "amarnos sin medida", que glosaba San Agustín. Pero hay cristianos hoy que quieren, absurdamente, forzar la equidad divina, usando la medida estrictamente humana del capricho. Es decir, esquivando nosotros la obligación de salir a su encuentro, situamos el punto de la cita, muchas veces, no dentro de nuestro espíritu —que es lo que querría el teólogo de Tagaste, el obispo de Hipona— sino en el interior mismo de nuestro pecado. Y esto —es de sentido común— sobrepasa la raya. No queremos realmente parecemos a Él. Queremos que Él, nada más, se parezca a nosotros.
Se dice, por parte de algunos: Él enseñó en conservador, era como usted y como yo; era como uno de los nuestros. Y, efectivamente, Él dijo: "No vine a destruir la Ley". Pero está clarísimo que no fue un conservador de retranca y de zancadilla; ni un reaccionario abroquelado contra todos los vientos... Otros arguyen: Se evidencia que Jesús era un reformista, un revolucionario, un progresista. Y eso está también claro, porque dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá". ¿Ha habido en la Historia de la Humanidad, alguna proclamación, alguna frase de mayor envergadura, que anuncie una mejor y mayor promoción para el hombre? Pero sucede que, en ciertos sectores, el misterio religioso se degrada a Sociología, a Política, a Psicología aplicada, a freudismo... Y hasta surgen "enterados" que afirman con toda seriedad que Cristo encarnado en nuestro tiempo se habría constitutido en guerrillero sirio, más o menos maoísta, o en clínico psicoanalista... También están los ingenuos, que repiten, hasta la saciedad, el supuesto —topicazo ya— de que Cristo sería uno de los nuestros, es decir, uno de los "hippy". (Más. ¿Y los clásicos", que predican penitencia "a la antigua" y pasan "a la moderna" la Semana Santa, en Torremolinos?) No confundamos, no frivolicemos, no digamos sandeces. Cristo es el Hijo de Dios vivo. Está al lado de cada hombre y sin discriminación ni exclusión. Y cuando trae el Amor no es para que sea Amor "contra" alguien sino a favor de todos. Cristo no es "de los nuestros". Es del hombre y es de Dios, para Dios y para el hombre. Hagamos oídos de mercader a esas teologías improvisadas que en lugar de razones, arguyen imaginados "carismas" y que proceden por "adivinaciones", encerrando bajo llave el depósito de la Revelación. Uno lo repite aquí —alegando su fe irreductible de seglar—: No abaratemos la Figura de Cristo. Encarezcamos nosotros los cristianos nuestra figura para lograr una imitación menos imperfecta de Quien dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". No empequeñezcamos al Redentor del Mundo, haciéndolo fiador de nuestros intereses con radio de medio kilómetro.
Quevedo, pocos instantes antes de morir, pedía; "Señor, mírame en el Rostro de Jesucristo". Esto es todo. Que nos parezcamos a Él cuando las profusas y difusas confusiones pongan cerco a nuestra fe y a nuestra esperanza en el Hijo de Dios que se hizo Hombre para que el hombre se hiciese Dios y no para que Dios se evaporase o desapareciese. Devolvámosle, valientemente, es decir, humildemente, a Cristo su auténtica Faz, su verdadera Efigie.
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