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¿Cómo recobrar la «interioridad y el ser uno mismo de que el espacio y el tiempo nos privan»? Este era el propósito de Prouts. Sin declararlo explícitamente, y casi sin conciencia de ello, es la intención que mueve nuestros actos —los de casi todos— cuando decimos: voy a descansar. Pero es que descansar —quizá siempre, pero sobre todo ahora— es cosa ambiciosa. Descansar es desconectarse, aislarse un tanto, sumirse en el ser que cada persona es. Difícil empeño, porque somos eslabones de muchas cadenas. Miembros de numerosos mundos y mundillos. Si nos encerramos en nuestro descanso, se nos puede llamar egoístas y, a lo mejor, acusándonos de una excesiva atención de nosotros para nosotros, se consigue que nos remuerda un poco la conciencia. Pero está claro que descansar no es, invariablemente, tumbarse a la bartola. Hay otros descansos que, por dentro, nos ponen en pie muchas ideas o muchos pensamientos. Algunos hombres cuando acuestan su cuerpo comienzan a hervir interiormente y cuando llaman al sueño acude la desazón. Queremos soltar los vínculos —hemos dicho cadenas— que nos unen al mundo y a los mundillos. Y lo hacemos con gusto por el aquel del descanso. Y enseguida consideramos que, al fin y al cabo, las cadenas siguen aunque se suprima el eslabón que representamos. Nadie es imprescindible. Esto, al par, nos tranquiliza y nos duele. ¡Ah, sí, es que hay instantes triunfales en que nos creemos muy importantes! La melancolía sustituye luego y corrige enseguida al orgullo. Así la lozanía de ánimo que hemos enhebrado en un deseo, en una ilusión, en una pasión, se mustia pronto y, precisamente, cuando nos vamos al descanso, liberados de una urgencia que nos enardecía, se produce la pereza que nos macera en la nostalgia. Quizá para ser vitales, para la euforia, necesitamos de cierta dosis de engaño y de mentira. Es el engaño quien en muchas ocasiones nos mantiene ágiles, despiertos. Daríamos más calibre y más calidad y más talla de hombres si el desengaño —el cese de una ilusión— en lugar de incitarnos a la desconexión con el mundo y con los mundos, en lugar de apartarnos para un descanso deseado o efectivo, fuese la premisa de nuevos empeños. Porque, probablemente, es obligatorio creer que los engaños y desengaños son igualmente parciales y efímeros. Un engaño cura de un desengaño, una mentira de una cruda verdad, una ilusión de un fallo, una pereza de un cansancio y una euforia de un desánimo. Todo es alternancia. Pero lo último que podemos pensar, lo que no nos es lícito creer, es que nuestra vida carece de objetivo, aunque uno tras otro ciertos afanes fracasan. Puede que el mal esté en que no sabemos elegir afanes. Puede, entonces, que nos pongamos tristes, no porque la vida es triste, sino porque, propiamente, no, sabemos en qué consiste la alegría...
Pues así es. Íbamos a descansar y, puestos a la almohada, en lugar de la dormición vienen las inquietudes disparadas. El encuentro con uno mismo, si es auténtico, rara vez sosiega. No, no: ése es otro engaño. Recobrar la propia interioridad no descansa. Y muchos dolores de cabeza surgen cuando uno se da cuenta de quién es y habla con quién es. Sobre todo cuando uno advierte que el conocerse es empresa más ardua. Al empezar a conocernos nos damos cuenta de lo ambicioso del propósito, de lo inmensos que son nuestros océanos. Y esto es verdad para todos. Porque hay quien estima que existen hombres elementales, almas simples, vidas sin complicación y enredo. ¡Qué error! Vistos desde fuera, casi todos parecemos hombres de fácil solución. Nuestros problemas enseñan una fachada que a los demás les hace presumir que dentro de nosotros todo se hace fácil y que lo oscuro e insoluble es lo de ellos. Achicamos, instintivamente, lo de los demás. Sus tristezas y sus júbilos, ¿no nos parecen sin fundamento? Es nuestra enfermedad la que vale. Y es nuestro drama el vivo y el fuerte: el que no se deshace como cartón mojado. Y todo de esta manera. Siempre, a pesar de nuestras fingidas o genuinas humildades, terminamos por creer que lo nuestro es lo verdaderamente importante. Y es así como el descanso no es posible.
Ya que el descanso, seguramente, no es sino un premio. El premio al olvido. Al olvido de nosotros mismos. Los psiquiatras coinciden con los maestros de la vida espiritual: se necesita una fuerte dosis de renuncia a sí mismo para ver el auténtico rostro de la Vida. Virginia Wolf escribió que «la vida es lo que se aprende en los ojos de la gente».
Hemos dado, pues, la vuelta a Prouts. A lo mejor hay ocasiones en que interiorizándonos demasiado nos perdemos. Si nos aupamos más de la cuenta en el brocal del pozo, podemos caernos al pozo. Es posible que existan seres que se extravíen cuando el anhelo de recobrarse pase de la raya.
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