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Leíamos recientemente que, consultando un computador electrónico, reveló que la palabra "alma" fue la más repetida en el siglo XIX. Parece que, en efecto, a favor o en contra, nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... hablaban mucho del alma. Un "muestreo" del siglo XIX, de mucho romanticismo, mucho positivismo, mucho realismo, mucho idealismo. En cualquier caso, se ponía bastante alma en todo, incluso para negar el alma. Y la gente entusiasmábase con mucha facilidad. No sé si la vida era más viva o menos que ahora. Eso no se puede saber así como así; desde nuestra posición de novecentistas avanzados, de consumistas, de hombres que han visto un cuadro abstracto, que han presenciado en televisión los viajes de los astronautas a la Luna, que han leído reportajes de divulgación y han oído conferencias sobre la intimidad del átomo.... desde nuestro punto de vista, es difícil hacerse cargo tanto del pistoletazo de Larra ante el desdén de Dolores Armijo —ciñámonos al XIX español—, como del júbilo de Marianita Pineda bordando la "bandera de la libertad"; como de la "desesperación de Espronceda", el fervor apologético de Donoso Cortés o el socialismo utópico de "María o la hija de un jornalero", de Wenceslao Ayguals; como de la frase, inclusive, de Méndez Núñez acerca de la honra y los barcos. Aquella era una vida a ritmo lento en la que la aparición del ferrocarril revoluciona la economía, los viajes, el amor (léase "El tren expreso") y la política. Pero ¿acaso no era una vida más densa? ¿Más ingenua o más ávida de trascendencias? Repito que no es fácil discernirlo. El espectador —masoquista y burgués— del teatro actual que ingiere dramas de Brecht, denuncias de Beckett y de Ionesco, o comedias de cama, teléfono y güiski... ¿es más quieto o más inquieto que el que asistía a las representaciones de "El Trovador", de "Don Alvaro" y de "Don Juan Tenorio"?
Todos los medios informativos, estudios, libros, ensayos, investigaciones, no son suficientes para hacernos entender del todo bien el inmediato pasado. ¿Qué nos separa tan irreduciblemente de él? Dos guerras totales, mundiales, de una virulencia y alcance jamás conocidos. Y, luego, la velocidad (el placer nuevo), con todos sus inventos y secuelas. Si bien se mira, es mucho, muchísimo. Pero no para tanto, quizá. Para tanto como para que se hable de ineluctables crisis de valores y de borrón y cuenta nueva para todo.
—Mira —me dice el amigo que llevo dentro—, no me asusta nada. Pero no encuentro motivos suficientes para que el cine tenga que derivar necesariamente hacia el cinismo. Tampoco hay razón para que el cura nuevo vaya derechito a descubrirnos al Dios nuevo. Ni para que el arte último nos ponga en la opción del todo o nada, obligándonos a perder la memoria si es que no queremos perder la reputación de hombres cultos. Lo que empiezo a creer es que no sabemos qué hacer con esta cultura. Nos sobran conocimientos y nos escasea el alma. No se le deja sitio.
Pues sí; puede que eso sea. A los del XIX les brotaba el alma por todos los poros. Aquel era un mundo raquítico, con pobreza y sin aviones, con revoluciones y sin frigoríficos, con novelas por entregas y sin automóviles, con hambre y sin luz eléctrica. Era un tiempo realmente adolescente, que estaba dando el estirón. Mal alimentado, pero viviendo de la ilusión del progreso indefinido. Pero era también un mundo —y un tiempo— en el que, salvo cuatro excéntricos, se seguía teniendo una fe. Había mucha alma y entonces, por eso, el formato del hombre era superior a su marco, a su ambiente. ¿No pasa, en la actualidad, algo que se parece a lo contrario? Ahora hay mucho marco y poco cuadro. Mucho jardín y poca fuente. No brota el agua y sobran cañerías. Abundamos en cantidades sin calidad dentro. Aprisa caminamos, pero ¿adonde? Veloces vamos —veloces somos—, y ¿hacia qué verdades? No es que no haya alma. Es que no hay tiempo para nada". Urge vivir y hay que ir tapiando lujos. ¿No es el alma un lujo? Hay que ir recortándola, cercenándola, escaseándola. No nos permitimos el lujo del alma. En el XIX sí se lo permitían. Es que no tenían otro.
Es posible que ahora, en este declinar del siglo XX que comienza, el hombre viva mucho. Mucho, pero, paradójicamente, menos. Demasiado informado, ha extendido su actividad hacia límites insospechados. Prefiere lo extenso a lo intenso. Llega a todas partes, pero puede que esté quemando las naves que le harían regresar en un momento dado al fondo de sí mismo. Más atentos a nuestros accidentes —mi salud, mi dinero, mi orgullo, mi posición, mis derechos, mi dignidad— que a nosotros mismos, puede que estemos en camino de ir perdiendo —cada uno— el yo radical. Empezamos a no ser sujetos, dominados por nuestros objetos. ¿Quién soy?, va a preguntarse muy pronto el hombre eclipsado por su quehacer. Y va a contestarse: No me veo entre mis cosas, mis propiedades me cercan, me esconden mis trabajos, mis pasiones me quitan el sol. Porque cada dolor me da sombra y cada placer me deslumbra, cada deseo me tapa el horizonte...
Casi aseguraríamos que es ésa la causa de que en el siglo XIX se hablara más del alma. Será que efectivamente había más alma, porque existía más pobreza. Era más pequeño el mundo y el hombre soñaba con poderle al mundo. Se produjo entonces la rara yuxtaposición de romanticismo y positivismo, hasta cierto punto aberrante. Y revolución, progreso y alma eran casi sinónimos. Pero ya han separado sus caminos. Después de todo, puede que haya sido un bien. Ahora el alma —escasa y pobre entre las cosas— ¿recompondrá, sin alianzas difíciles, su auténtico camino?
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