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La nueva época está aquí y no paramos de decirlo. Muchos jóvenes confunden nueva época con nueva vida. Cualquier joven, realmente, estrena vida. Esto sucedió con los jóvenes de todos los tiempos. Pero parece que antes, al cumplir los 18 ó 20 años, el joven se instalaba plenamente en un mundo que era "novedad" y "noticia" y "estimulo" para él. No obstante, novedades y estímulos le llegaban al joven por su condición de tal; pero no había en realidad "nuevo mundo", sino en los títulos de las revistas. Es ahora cuando nos dicen y nos decimos a cada instante que el mundo estrena época, es decir, que el mundo cambia y que mordiéndose el tiempo a sí mismo —como el legendario pelícano— alimenta con sus heridas y hasta con sus catástrofes un nuevo tiempo, una nueva historia, unos nuevos usos, unas nuevas ideas, etcétera. De ahí el delirante ímpetu de algunos: piensan que el Universo se ha decidido a ser joven de veras, ahora que ellos tienen a punto y en forma su frescura de ánimo: creen que todos los jóvenes de otrora lo fueron inoportunamente ya que antes el ambiente, el aire histórico, las costumbres, las filosofías, las religiones, eran algo así como conchas de tortuga que impedían toda agilidad y toda vivacidad auténtica. Entonces, al coincidir un mundo que se estrena con una juventud maravillada de sí misma estupendo equinoccio—, los optimismos vocean sin descanso la Nueva Cultura, la genuina Revolución al fin realizable en virtud de la insólita cita.
Nos llamarían cualquier cosa a los maduros que lanzásemos la sospecha de que también nosotros hace treinta años y nuestros padres hace sesenta, creíamos exactamente igual: que el mundo estaba dispuesto a rejuvenecerse con nuestra juventud, decidido a dejarse convencer por la fuerza y el fervor de que hacíamos alarde y uso. Nos llamarán retrógrados si auspiciamos la idea de que el mundo cambia de jóvenes cada diez años, pero no cambia de mundo. Así es que, para evitar inevitable sonrisitas —y en parte porque tiene muchas probabilidades de ser verdad— todos abundamos en la idea y todos decimos: He aquí una nueva época, he aquí un nuevo mundo.
Las dudas serias empiezan cuando se trata de puntualizar si se trata de una novedad superpuesta que no anula la interior entraña de realidades imprescriptibles o irrenunciables o si, por el contrario, la novedad es tan total, tan suficiente, tan absoluta, que bien podemos ir pensando en colocar el cartelito de "cerrado por defunción", o aquel otro de "liquidación por derribo", en la puerta de cualquier realización o empresa cuya partida de nacimiento lleva fecha intolerable para un mundo que apuesta de manera inequívoca por lo flamante. Tan flamante que hasta a lo eterno —a las "verdades eternas" con todas sus letras me refiero, claro— hay que renunciar a no ser que Dios acceda a ponerse al día. (Y, ¡vaya!, hay teólogos (?) condescendientes que se disponen a hacer el maquillaje del concepto de la Divinidad, buscando "formulaciones" apetecibles, idóneas para la mentalidad de hoy, edulcorando dogmas y garrapiñando a Santo Tomás y a San Anselmo, y a San Agustín y a las definiciones conciliares; como si Dios fuese algo que no se puede aceptar sin precauciones, como no se pueden tomar sin excipiente las sulfamidas o la cortisona).
¿Estranamos en efecto un mundo tal que al existente hasta hoy mejor sería llamarle pre mundo, relegándole a un carácter premonitorio? Por lo pronto, ahí está el hombre —cada hombre—, del que no hay indicio alguno de que transforme su radical egoísmo "perdiendo el tiempo (como anota Gironella) en el cultivo pertinaz de su yo". Más concretos conocimientos hay hoy en un alumno de E. G. B. que en Tales de Mileto o que en el mismo Sócrates. Pero, ¿acaso de ello vamos a inducir que el niño es más sabio? ¿Somos mejores intelectual, física o moralmente, que los contemporáneos de Platón, de Francisco de Asís, de Leonardo, de Pascal, de Newton, de Goethe, de Pasteur?
Predicamos y esperamos un "mundo mejor". Pero, ¿dónde están esos hombres mejores para un mundo mejor? Escribía Spranger hará poco más o menos cincuenta años: "Tiene que nacer el nuevo modo de pensar antes de que pueda nacer la nueva época". Y uno cree que la nueva época —si es que de verdad ha nacido— ha llegado muy adelantada y nos ha sorprendido a todos sin preparar. Ha llegado veloz (porque ésa es su nota dominante y definitoria: la velocidad) y los hombres, impresionados por la arribada, aturdidos por la balumba de inventos, técnicas y adelantos científicos, nos hemos puesto no a elaborar, sino a improvisar una nueva Filosofía, un Humanismo inédito, una Sociología distinta, una Religión "adaptada", un arte deliberadamente ilógico del que se extirpan la idea y la belleza, dejándole nada más la linfa, el color sin función y la sangre rota. Pero filosofías, ideas, sabidurías, religión, arte... no se pueden improvisar. Y mucho menos si lo que se trata es de sustituir verdades por puras impresiones, caprichos, piruetas y esperpentos. Sobre todo, si de lo que se trata es de mostrar que hay que jubilar a los conceptos y a los sentimientos para dejar paso libre al absurdo. Sucede, así, lo que estamos viendo: Un mundo casi perfecto desde el punto de vista técnico y que aspira a la perfección científica, pero manipulado por un hombre dimisionario, es decir, por un hombre que abdica de los valores de siempre convencido de que no hay valores que los sustituyan. Hombres cada vez más renqueantes que erigen el balbuceo como ideal lírico y el terrorismo gratuito como ideal épico; que entierran la metafísica coronando su tumba con un "nihil" desolador; que postulan libertades y más libertades después de haber institucionalizado en sus programas al materialismo que nos niega el espíritu, única sede posible de la libertad. ¿Qué mundo nuevo es éste? ¿Se puede llamar así —mundo nuevo— a esta confusión entronizada, a este despiste sistemático?
Ionesco, en su conferencia del Ateneo, ha presentado con tintes sombríos el porvenir del "mundo nuevo". Y uno se pregunta si el único remedio no está en producir el "hombre nuevo" capaz de pilotar ese prodigioso mundo que la Ciencia nos prepara para salvarnos o para hundirnos, según usemos de ella. Pero uno, de verdad, no cree en un "hombre nuevo" que no sea el promocionado por la Gracia de Dios. Uno cree, sincerísimamente. que otro "hombre nuevo" es del todo imposible. Pero, entonces, al creer y declarar esto, a uno le llaman "abogado de las causas perdidas" ya que hay intención de juzgarle a uno con palabras agradables —lo más agradables posibles— y no con motes denigrantes. Pero ¡qué más da! Dios nos asista.
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