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LA NUEVA ÉPOCA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 16 de octubre de 1974 (Pensamiento y opinión)

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La nueva época está aquí y no paramos de decirlo. Muchos jóvenes confunden nueva épo­ca con nueva vida. Cualquier jo­ven, realmente, estrena vida. Esto sucedió con los jóvenes de todos los tiempos. Pero parece que antes, al cumplir los 18 ó 20 años, el joven se instalaba plenamente en un mundo que era "novedad" y "no­ticia" y "estimulo" para él. No obstante, novedades y estímulos le llegaban al joven por su condición de tal; pero no había en realidad "nuevo mundo", sino en los títulos de las revistas. Es ahora cuando nos dicen y nos decimos a cada instan­te que el mundo estrena época, es decir, que el mundo cambia y que mordiéndose el tiempo a sí mismo —como el legendario pelícano— ali­menta con sus heridas y hasta con sus catástrofes un nuevo tiempo, una nueva historia, unos nuevos usos, unas nuevas ideas, etcétera. De ahí el delirante ímpetu de algu­nos: piensan que el Universo se ha decidido a ser joven de veras, aho­ra que ellos tienen a punto y en forma su frescura de ánimo: creen que todos los jóvenes de otrora lo fueron inoportunamente ya que an­tes el ambiente, el aire histórico, las costumbres, las filosofías, las reli­giones, eran algo así como conchas de tortuga que impedían toda agi­lidad y toda vivacidad auténtica. Entonces, al coincidir un mundo que se estrena con una juventud maravillada de sí misma estupen­do equinoccio—, los optimismos vo­cean sin descanso la Nueva Cultu­ra, la genuina Revolución al fin realizable en virtud de la insólita cita.

Nos llamarían cualquier cosa a los maduros que lanzásemos la sospecha de que también nosotros hace treinta años y nues­tros padres hace sesenta, creíamos exactamente igual: que el mundo estaba dispuesto a rejuvenecerse con nuestra juventud, decidido a dejarse convencer por la fuerza y el fervor de que hacíamos alarde y uso. Nos llamarán retrógrados si auspiciamos la idea de que el mun­do cambia de jóvenes cada diez años, pero no cambia de mundo. Así es que, para evitar inevitable sonrisitas —y en parte porque tie­ne muchas probabilidades de ser verdad— todos abundamos en la idea y todos decimos: He aquí una nueva época, he aquí un nuevo mundo.

Las dudas serias empiezan cuando se trata de puntuali­zar si se trata de una nove­dad superpuesta que no anula la interior entraña de realidades im­prescriptibles o irrenunciables o si, por el contrario, la novedad es tan total, tan suficiente, tan absoluta, que bien podemos ir pensando en colocar el cartelito de "cerrado por defunción", o aquel otro de "li­quidación por derribo", en la puer­ta de cualquier realización o em­presa cuya partida de nacimiento lleva fecha intolerable para un mundo que apuesta de manera inequívoca por lo flamante. Tan fla­mante que hasta a lo eterno —a las "verdades eternas" con todas sus letras me refiero, claro— hay que renunciar a no ser que Dios acce­da a ponerse al día. (Y, ¡vaya!, hay teólogos (?) condescendientes que se disponen a hacer el maquillaje del concepto de la Divinidad, bus­cando "formulaciones" apetecibles, idóneas para la mentalidad de hoy, edulcorando dogmas y garrapiñan­do a Santo Tomás y a San Ansel­mo, y a San Agustín y a las defi­niciones conciliares; como si Dios fuese algo que no se puede acep­tar sin precauciones, como no se pueden tomar sin excipiente las sulfamidas o la cortisona).


¿Estranamos en efecto un mundo tal que al existente hasta hoy mejor sería lla­marle pre mundo, relegándole a un carácter premonitorio? Por lo pron­to, ahí está el hombre —cada hom­bre—, del que no hay indicio algu­no de que transforme su radical egoísmo "perdiendo el tiempo (co­mo anota Gironella) en el cultivo pertinaz de su yo". Más concretos conocimientos hay hoy en un alum­no de E. G. B. que en Tales de Mileto o que en el mismo Sócrates. Pero, ¿acaso de ello vamos a indu­cir que el niño es más sabio? ¿So­mos mejores intelectual, física o moralmente, que los contemporá­neos de Platón, de Francisco de Asís, de Leonardo, de Pascal, de Newton, de Goethe, de Pasteur?

Predicamos y esperamos un "mundo mejor". Pero, ¿dón­de están esos hombres mejo­res para un mundo mejor? Escribía Spranger hará poco más o menos cincuenta años: "Tiene que nacer el nuevo modo de pensar antes de que pueda nacer la nueva época". Y uno cree que la nueva época —si es que de verdad ha nacido— ha llegado muy adelantada y nos ha sorprendido a todos sin preparar. Ha llegado veloz (porque ésa es su nota dominante y definitoria: la velocidad) y los hombres, impre­sionados por la arribada, aturdi­dos por la balumba de inventos, técnicas y adelantos científicos, nos hemos puesto no a elaborar, sino a improvisar una nueva Filosofía, un Humanismo inédito, una So­ciología distinta, una Religión "adaptada", un arte deliberada­mente ilógico del que se extirpan la idea y la belleza, dejándole na­da más la linfa, el color sin fun­ción y la sangre rota. Pero filoso­fías, ideas, sabidurías, religión, ar­te... no se pueden improvisar. Y mucho menos si lo que se trata es de sustituir verdades por puras im­presiones, caprichos, piruetas y es­perpentos. Sobre todo, si de lo que se trata es de mostrar que hay que jubilar a los conceptos y a los sen­timientos para dejar paso libre al absurdo. Sucede, así, lo que esta­mos viendo: Un mundo casi perfecto desde el punto de vista téc­nico y que aspira a la perfección científica, pero manipulado por un hombre dimisionario, es decir, por un hombre que abdica de los va­lores de siempre convencido de que no hay valores que los sustituyan. Hombres cada vez más renquean­tes que erigen el balbuceo como ideal lírico y el terrorismo gratui­to como ideal épico; que entierran la metafísica coronando su tum­ba con un "nihil" desolador; que postulan libertades y más liberta­des después de haber instituciona­lizado en sus programas al mate­rialismo que nos niega el espíritu, única sede posible de la libertad. ¿Qué mundo nuevo es éste? ¿Se puede llamar así —mundo nuevo— a esta confusión entronizada, a es­te despiste sistemático?

Ionesco, en su conferencia del Ateneo, ha presentado con tintes sombríos el porvenir del "mundo nuevo". Y uno se pregunta si el único remedio no está en producir el "hombre nuevo" capaz de pilo­tar ese prodigioso mundo que la Ciencia nos prepara para salvarnos o para hundirnos, según usemos de ella. Pero uno, de verdad, no cree en un "hombre nuevo" que no sea el promocionado por la Gracia de Dios. Uno cree, sincerísimamente. que otro "hombre nuevo" es del to­do imposible. Pero, entonces, al creer y declarar esto, a uno le llaman "abogado de las causas per­didas" ya que hay intención de juzgarle a uno con palabras agra­dables —lo más agradables posi­bles— y no con motes denigrantes. Pero ¡qué más da! Dios nos asista.