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Casi todos hemos leído alguna vez —porque raro es el día que no se escribe en alguna parte— que el noventa por ciento de los sabios de todos los tiempos está «funcionando» ahora. Es decir, los medios, el ambiente, la proporción de conocimientos acumulativos de que actualmente se dispone, hacen que nuestro tiempo disponga de condicionamientos para la inventiva y para la ciencia en cantidad insólita. De tal forma que, desde Thales de Mileto acá, de cada diez sabios, nueve viven y están en uso: respiran, se alimentan, pasean, se alegran, se enfadan, leen el periódico e... inventan. Una demografía, en el tiempo, de los sabios, daría en el medievo acaso dos o tres inventores por continente y siglo; si bien los filósofos, los poetas, los astrólogos, etc., arraigaban mucho más en estas regiones históricas que muchos creen esteparias al considerar que nada mas la técnica hace Sabiduría y que los místicos y los metafísicos (tan abundantes entonces) son nada más una especie de pre-vegetación cultural si se compara con las frondosas «plantaciones» de super-civilización que ahora disfrutamos. En efecto, hoy la demografía de los sabios es asombrosa. Y llegará el día en que pueda contarse un invento por bloque de pisos y día. La rapidez, además, con que ahora se difunden los conocimientos, la velocidad con que los proyectos pasan a ejecuciones, hacen que el período que media entre una ideación y una fabricación, se acorte prodigiosamente. La máquina de escribir se inventó en 1714, pero tuvieron que pasar 150 años para que estuviese a la venta. Ahora bien; si el mundo sigue andando, ¿no llegará el tiempo en que las cosas se vendan... antes de inventarse?
Pero esta velocidad tiene muchos inconvenientes. Y cada nuevo descubrimiento, para vivir, quita el sitio a otros inventos que al inventarse se creían inventos para siempre.
¿Quién iba a suponer, cuando se descubrió la máquina de vapor —por ejemplo— que al mediar el siglo XX en lugar de un invento resultaría un anacronismo? Y ¿quién considera al telégrafo —que hace un siglo, poco más o menos, constituía el pasmo y la admiración de nuestros bisabuelos— como una muestra espeluznante del poderío del hombre dominando el tiempo y el espacio? Los inventos se desgastan como los sombreros de las señoras o como las modas en el vestir. Y la misma televisión que anteayer fue vanguardia, pronto será «camp». Hay demasiados técnicos, demasiados científicos, demasiados innovadores con prisa de imponer sus métodos, sus esquemas, sus «aparatos», sus objetos. Lo invaden todo —sobre todo el comercio— y hay que abrirles lugar. Una consecuencia es que se acelera el rompimiento de las cosas útiles para adquirir otras más útiles o más modernas. Lo «irrompible», hace veinte años nada más, era una categoría, un valor: zapatos irrompibles, vasos irrompibles, ideas... irrompibles. Ya, no. Ya hay que romper lo que se usa porque si no, ¿cómo vamos a poder» usar lo que se nos ofrece, lo que se nos echa encima?
Nadie lleva ya sus zapatos al zapatero para que les arregle los tacones y ya no hay automóviles que mueran de viejos, como esos «Ford» de los años veinte que hasta hace unos lustros renqueaban por esas carreteras. ¡Cuánto cementerio de coches! Y así pasa con todo. Se considera un atraso el afán porque algo nos dure. Lo moderno es usar y tirar. Se descabezan los artilugios que nos ofrece el mercado, se les toma la pulpa y se les arroja. Como si fueran langostinos. Y si esto sucediera nada más en el plano de las cosas que se venden y compran... Pero va pasando también en el plano moral, y en el filosófico e incluso, para algunos, en el religioso. Los divorcistas se empeñan en que una esposa no tiene por qué durar más que un mechero. Y hay críticos literarios a los que el mismo Camus y el existencialismo entero (incluido Jean Paul Sartre), resulta fruta pasada. Pues, ¿y esos cristianos, fieles de Bultmann, a los que Pablo de Tarso les parece inauténtico y desechando por usados los textos evangélicos se ponen a decantar carismas de los «Kerigmas»?
Toffler, que como ustedes saben es un futurólogo que mezcla el temor con la adivinanza y el diagnóstico con la ironía, se pregunta: ¿Para cuánto tiempo sirve un ingeniero? Porque la técnica avanza con tanta prisa que la casa «Westinghouse» calcula la duración de la utilidad de los conocimientos que adquiere un ingeniero, en diez años. Pasado ese tiempo, lo que se aprendió en la Escuela Técnica o en la Universidad va a quedar superado. Es decir, va a suceder con los ingenieros lo que con los futbolistas y con los toreros. Los cuales tienen que aprovecharse de sus cinco u ocho años de vigencia, sabiendo que lo que les espera después es regentar una cafetería.
¿No es todo esto un poco triste? La consideración de lo efímero se une invariablemente a la consideración de la novedad. Todo es nuevo, pero nada más que una hora. La aceleración de la historia —y la de los inventos que trae consigo— nos impide acostumbrarnos a nada. ¿Se van a terminar las costumbres? ¿Va a haber nada más usos? Sin embargo, usted, cualquiera, yo, «es quien es» para siempre. Todo gira, cambia, alrededor. Y todo parece conspirar a marearnos. Es decir, todo se conjura para hacernos dudar de quien somos. Todo se confabula para tentarnos, para hacernos decir: ¿Y si yo me tirara a mí mismo a la basura, como tiro la cabeza de langostino, el coche de ayer, el vaso irrompible, para comprarme «otro yo» mejor? (Y, sin embargo, esto que frívolamente puede parecer un drama es, en realidad, una gloria. Porque en el fondo saberse hombre es pensar que no hay piezas de recambio para el yo y que cada uno es cada uno, sin posible sustitución, incluso por los siglos de los siglos. La dignidad humana se basa en eso y nada más. Se fundamenta en pensar: Fui inventado para siempre.)
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