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UN INVENTO PARA SIEMPRE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 21 de agosto de 1974 (Pensamiento y opinión)

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Casi todos hemos leído al­guna vez —porque raro es el día que no se es­cribe en alguna parte— que el noventa por cien­to de los sabios de todos los tiem­pos está «funcionando» ahora. Es decir, los medios, el ambiente, la proporción de conocimientos acu­mulativos de que actualmente se dispone, hacen que nuestro tiempo disponga de condicionamientos para la inventiva y para la ciencia en cantidad insólita. De tal forma que, desde Thales de Mileto acá, de ca­da diez sabios, nueve viven y están en uso: respiran, se alimentan, pa­sean, se alegran, se enfadan, leen el periódico e... inventan. Una de­mografía, en el tiempo, de los sa­bios, daría en el medievo acaso dos o tres inventores por continen­te y siglo; si bien los filósofos, los poetas, los astrólogos, etc., arrai­gaban mucho más en estas regio­nes históricas que muchos creen es­teparias al considerar que nada mas la técnica hace Sabiduría y que los místicos y los metafísicos (tan abundantes entonces) son na­da más una especie de pre-vegetación cultural si se compara con las frondosas «plantaciones» de super-civilización que ahora disfrutamos. En efecto, hoy la demografía de los sabios es asombrosa. Y llegará el día en que pueda contarse un in­vento por bloque de pisos y día. La rapidez, además, con que ahora se difunden los conocimientos, la velocidad con que los proyectos pa­san a ejecuciones, hacen que el pe­ríodo que media entre una idea­ción y una fabricación, se acorte prodigiosamente. La máquina de es­cribir se inventó en 1714, pero tu­vieron que pasar 150 años para que estuviese a la venta. Ahora bien; si el mundo sigue andando, ¿no llegará el tiempo en que las cosas se vendan... antes de inven­tarse?

Pero esta velocidad tiene muchos inconvenientes. Y cada nuevo des­cubrimiento, para vivir, quita el sitio a otros inventos que al in­ventarse se creían inventos para siempre.

¿Quién iba a suponer, cuando se descubrió la máquina de vapor —por ejemplo— que al mediar el siglo XX en lugar de un invento resultaría un anacronismo? Y ¿quién considera al telégrafo —que hace un siglo, poco más o menos, constituía el pasmo y la admiración de nuestros bisabuelos— como una muestra espeluznante del po­derío del hombre dominando el tiempo y el espacio? Los inventos se desgastan como los sombreros de las señoras o como las modas en el vestir. Y la misma televisión que anteayer fue vanguardia, pron­to será «camp». Hay demasiados técnicos, demasiados científicos, de­masiados innovadores con prisa de imponer sus métodos, sus esque­mas, sus «aparatos», sus objetos. Lo invaden todo —sobre todo el comercio— y hay que abrirles lu­gar. Una consecuencia es que se acelera el rompimiento de las co­sas útiles para adquirir otras más útiles o más modernas. Lo «irrompible», hace veinte años nada más, era una categoría, un valor: zapa­tos irrompibles, vasos irrompibles, ideas... irrompibles. Ya, no. Ya hay que romper lo que se usa porque si no, ¿cómo vamos a poder» usar lo que se nos ofrece, lo que se nos echa encima?

Nadie lleva ya sus zapatos al zapatero para que les arregle los tacones y ya no hay automóviles que mueran de viejos, como esos «Ford» de los años veinte que hasta hace unos lustros renqueaban por esas carreteras. ¡Cuánto cemente­rio de coches! Y así pasa con to­do. Se considera un atraso el afán porque algo nos dure. Lo moderno es usar y tirar. Se descabezan los artilugios que nos ofrece el merca­do, se les toma la pulpa y se les arroja. Como si fueran langostinos. Y si esto sucediera nada más en el plano de las cosas que se venden y compran... Pero va pasando tam­bién en el plano moral, y en el fi­losófico e incluso, para algunos, en el religioso. Los divorcistas se em­peñan en que una esposa no tiene por qué durar más que un meche­ro. Y hay críticos literarios a los que el mismo Camus y el existencialismo entero (incluido Jean Paul Sartre), resulta fruta pasada. Pues, ¿y esos cristianos, fieles de Bultmann, a los que Pablo de Tarso les parece inauténtico y desechando por usados los textos evangélicos se ponen a decantar carismas de los «Kerigmas»?

Toffler, que como ustedes saben es un futurólogo que mezcla el te­mor con la adivinanza y el diag­nóstico con la ironía, se pregunta: ¿Para cuánto tiempo sirve un in­geniero? Porque la técnica avanza con tanta prisa que la casa «Westinghouse» calcula la duración de la utilidad de los conocimientos que adquiere un ingeniero, en diez años. Pasado ese tiempo, lo que se apren­dió en la Escuela Técnica o en la Universidad va a quedar superado. Es decir, va a suceder con los in­genieros lo que con los futbolistas y con los toreros. Los cuales tienen que aprovecharse de sus cinco u ocho años de vigencia, sabiendo que lo que les espera después es regen­tar una cafetería.

¿No es todo esto un poco triste? La consideración de lo efímero se une invariablemente a la conside­ración de la novedad. Todo es nue­vo, pero nada más que una hora. La aceleración de la historia —y la de los inventos que trae consigo— nos impide acostumbrarnos a nada. ¿Se van a terminar las costumbres? ¿Va a haber nada más usos? Sin embargo, usted, cualquiera, yo, «es quien es» para siempre. Todo gira, cambia, alrededor. Y todo parece conspirar a marearnos. Es decir, to­do se conjura para hacernos dudar de quien somos. Todo se confabula para tentarnos, para hacernos de­cir: ¿Y si yo me tirara a mí mis­mo a la basura, como tiro la cabe­za de langostino, el coche de ayer, el vaso irrompible, para comprarme «otro yo» mejor? (Y, sin embargo, esto que frívolamente puede pare­cer un drama es, en realidad, una gloria. Porque en el fondo saberse hombre es pensar que no hay pie­zas de recambio para el yo y que cada uno es cada uno, sin posible sustitución, incluso por los siglos de los siglos. La dignidad humana se basa en eso y nada más. Se fun­damenta en pensar: Fui inventado para siempre.)