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Unas palabras se van, otras vienen. Algunas evolucionan, casi cambian de significación. Ya nadie dice "su algo" cuando hay que referirse a la hacienda o posesión de "alguien". Ni hay propiamente "fijosdalgos", hidalgos, aunque el apellido subsista. He ahí un ejemplo de palabra que ha sufrido sucesivas erosiones. En el "Poema del Cid", el "fijosdalgo" es un tipo potente, enfático ("ardido", dice el poema), casi terrible. ¡Qué distancia de los fijosdalgos conquistadores y cabalgantes al "Ingenioso Hidalgo"! Pero el hidalgo al que sirve Lazarillo de Tormes, cuyo orgullo corre parejo con su pobreza vergonzante, señala el punto más bajo de la curva de descenso. Así, el pesimismo barroco del XVII acarrea la defunción —hablamos de nuestro idioma castellano— de innumerables palabras frescas y risueñas que se leen en el "Libro del Buen Amor", en "La Celestina" o en "El Conde Lucanor", pero que pierden vigencia porque se quedan cesantes. Es decir, se agotan ideas, cosas y glorias y, entonces, las voces que servían para designarlas son como odres vacíos. Y cuando perviven, son pura inflación.
Proust habla de la edad de ciertos apellidos. Muchas personas encuentran fácil el acceso a la "personalidad" gracias al apellido en que estriban un prestigio. Gran parte del temario de "A la busca del tiempo perdido" prolifera alrededor de un apellido con edad: los Guermantes. También están las palabras de ganada distinción o belleza que dan calidad a una estrofa o a una prosa por el hecho sólo de su indiscutida prestancia. Palabras que incluso traen de la mano a las ideas y no al contrario. Así, escribía Paul Valery: "El trabajo interno del poeta consiste menos en buscar palabras para sus ideas que en buscar ideas para sus palabras".
Sin embargo, se ha abusado de bastantes de esas ilustres palabras con mucha historia, mucha edad y mucha fuerza a sus espaldas. Edad y frescor al par, porque pertenecen al número de las que no envejecen. Sucede, por ejemplo, con "amor". Tan genérico es el vocablo que hubo que establecer distinciones. El amor como "Eros", como deseo de lo que falta, tiene una estirpe pagana en el mismo Platón. Aristóteles le asigna un cometido de "philia", de amistad, y con San Agustín se plasma la acepción del amor como "ágape" —fraterna unión— por efecto del Mandamiento Nuevo. ¡Cuántas especies de amor! El amor que se ensucia de lodo y el amor que establece la comunicación del espíritu con el Espíritu. ¿Qué hay de común entre estos dos conceptos al servicio de los cuales empleamos la misma palabra? Hay el peligro de usarla en vano, que es casi lo mismo que usar "su santo Nombre en vano", puesto que Dios es amor en su pura esencia. Pero ahí trompetean una filosofía de la violencia—y hasta una teología de la violencia-empeñadas en la aberración de un odio delegado del amor.
No pasará la palabra amor, a pesar de sus desviadas acepciones. Otras, aunque no conserven su primitiva forma, duran y duran cambiando su cresta, su plumaje o su andadura, adaptándose al contexto histórico. Tienen bastante edad, pero disponen de los suficientes... recambios. Sin ir más lejos, ahí está la Democracia. Trae un larguísimo viaje histórico. Casi contemporánea del Partenón, ha llegado a nuestros días atravesando siglos y milenios. El secreto de su éxito radica en que la palabra no se ajusta como guante de un concepto fijo e invariable. No, no es la misma idea. No pensaban igual de la democracia —-no son demócratas de la misma forma y estilo— Pericles, Mario, Robespierre, don Francisco Pi y Margall, un ministro de Fidel Castro y un adicto demócrata-cristiano. Pero no hay que remontarse a los orígenes del "viaje" de la palabra. Todo el mundo tiene en su casa el retrato de un abuelo con sombrero de bombín. Todos los antepasados con sombrero de bombín eran demócratas de Sagasta y las excepciones confirman la regla. Pero casi todo el mundo también tiene entre los suyos —hijo, sobrino, primo o demás familia— un joven (bozo apuntando o barba declarada, es igual) que intenta convencernos de que un día se descubrirá la auténtica democracia de la misma manera que un día se descubrió el genuino Mediterráneo. Pero pongamos—¡ah, si se pudiera!—, pongamos a discutir al abuelo del bombín de la sala, partidario de don Práxedes, con el bisnieto que relaciona, en vaga asociación de ideas, a la democracia con la discoteca (con la discoteca, no con la biblioteca). ¿Podrían ponerse de acuerdo? Por lo demás, en este carnaval de palabras —carnaval "parlero", diría Berceo; "verborreico", dice cualquiera de nosotros—, ¿quién podrá poner orden en el léxico de la política? Desde el fascista al anarquista, pasando por doña Severa, que es presidenta de las Damas del Trisagio, usan cuando les viene bien de las mismas palabras. Se expenden en el mercado ideológico y cada cual les da un corte y una confección a su estilo. Democracia, Libertad, Participación, Pueblo, Justicia... no están ausentes de ninguna bandera. Así es que todas esas palabras de edad, a quienes todo bicho viviente respetuosamente acata y saluda, esconden bajo su carpa común "animalías" (que diría el Arcipreste; "faunas", dice cualquiera de nosotros) diferentes e incluso opuestas. Hasta el punto de que, si de las palabras dependiera, todos nos reconciliaríamos al amanecer. Pero cordialmente, al anochecer, nos peleamos empuñando las mismas palabras. Es distinta en cada caso la empuñadura y diferente el brazo. Y hartos de engañarnos con la verdad, volvemos a engañarnos con la mentira, para después a tornar a engañarnos con la verdad. Y luego, cuando empezamos a asustarnos con la confusión, alguien, presumiendo de prudente, va y dice: "¿Confusión? ¡Qué va! ¡Crisis de crecimiento!"
Díganos el Canciller de Ayala si esto puede no causar "lacerío" (sufrimiento, que decimos usted y yo) y si tal rigodón de conceptos, cambiando a cada instante de pareja, de palabra, puede dejarnos "ledos" (contentos), que escribiría Don Sem Tob. ¡Ah, sí! Unas palabras vienen, otras se van. Y otras... dan la lata.
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