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Hacer lo más posible con el menor gasto. Esto, según Leibniz, es el gran secreto de Dios. Todos los prodigios de la Naturaleza enseñan que en la Creación no "ahorró" el Señor ninguna energía. Basta, por ejemplo, observar un instante para pasmarse ante los innumerables seres que caben en un metro cuadrado de primavera. Pero si Dios no escatima, tampoco despilfarra. Todo en el mundo se ciñe a un propósito y nada parece inútil. El plumaje del pavo real, el perfume y color del nardo, el ala de la mariposa, cumplen con su belleza un cometido. No son simples lujos. Siempre se esconde un finalismo —frecuentemente, el de la pervivencia de las especies— que pone una motivación trascendente a todas las cosas. Fue el hombre quien, precisamente, inventó el lujo y la lujuria. El lujo y la lujuria se caracterizan por un "gasto", por un despliegue que desborda o esconde o desvirtúa la desnuda verdad, la sencilla verdad. Al contrario de Dios, que hace lo más con lo menos, el hombre (y tanto más cuanto más quiere autonomizarse) gasta lo indecible para hacer lo menos o hacer lo inútil. Así el erotismo, cuando se independiza para el puro placer, olvidando el carácter de "subsidio" que el placer tiene en la economía biológica, no es otra cosa que un gasto, un enorme gasto no presupuestado. Cuando se rompen las esclusas del gozo y se quitan todos los frenos morales, hay gente que estima que se está obedeciendo a la Naturaleza, que se está consumando una vitalidad. Es todo lo contrario. Todo lo contrario, porque lo vital es lo que trasciende o lo que deviene hacia otra cosa. El placer que queda en el placer es un cortocircuito.
Quizás —o de seguro— en los Estados sucede igual. El ideal económico será, siempre, que el Estado haga lo más posible con el menor gasto. Pero alguien ha dicho que hoy disminuyen los buenos estadistas a medida que aumentan las buenas estadísticas. Una buena estadística de los nudos visibles de cualquier problema Los da, por supuesto, en números. Y un estadista —cree uno modestamente— debiera hacer la autopsia de las estadísticas que ofrecen en cantidades acabadas e inertes los "resultados" de una realidad. Pero sucede que la realidad ¿cómo va a ser tratada como un resultado? Al contrario, lo que es, lo que tiene vida, lo que está ahí, son hechos en continua ebullición a los que hay que seguir o buscar la dirección de su por qué y la de su para qué, sin pararse en la consideración de unas cifras siempre provisionales por muy precisas que se ostenten. La realidad no se puede plasmar en decenas de millar o en milésimas. Humanamente, no puede decirse que un egoísmo tiene la desventaja de dos enteros y cuatro décimas con respecto al egoísmo del vecino. Y como hay que tener en cuenta que cualquier "economía" —tanto la de una empresa industrial como la de un cometido expresamente artístico, o literario, o político— se mueve en virtud del juego del amor y del egoísmo, entonces urgen los "estadistas" capaces de operar, de atacar con el bisturí a las "estadísticas" Pero, pensémoslo: ¿No sucede, en bastantes casos, más bien lo contrario? ¿No hay estadistas que, obedeciendo fielmente al resultado de las estadísticas, claudican en ominosas adaptaciones en lugar de procurar salvadoras y beneficiosas enmiendas? No pueden decir nada definitivo los números. Ni de un hombre ni del conjunto de hombres que constituyen un pueblo. Y cuando no gusta el resultado de una estadística, es preciso estudiar soluciones y no acomodaciones. Otras veces, el estadista no obra adaptando su actuación a los efectos de la estadística, sino que falsea los resultados. Esto es peor. Para cambiar algo cuando va mal (y generalmente las estadísticas enseñan que algo va mal) urge el trabajo huyendo de los dos recursos igualmente facilones: el de ignorar el mal que las cifras acusan y el de empezar a pensar que puede ser un bien el mal que los números delatan. Abdicación y falsificación: he aquí los dos vicios, los dos pecados en que puede caer el estadista o el político. El político que, al fin y al cabo, debe obrar partiendo del número, del dato y del hecho, pero sin contentarse con lo que hay; más bien, encarado y comprometido hacia lo que debe haber.
Lo más posible, con el menor gasto. Y no tan, sólo con el menor gasto de dinero, sino también con el menor gasto retórico, ya que al fin la retórica constituye el lujo y la lujuria de la política. Lo más posible con el menor gasto, no ahorrando ninguna fuerza material ni espiritual, pero buscando el puesto de trabajo adecuado para cada energía. Ya que —ésta es otra paradoja inexplicable— hay energías en paro simultáneas a la "crisis de energía", de la misma manera que hay patatas que se arrojan al mar en épocas de hambre. Lo más posible con el menor gasto. Puede que sea la fórmula que propugnaba Macaulay para la "revolución protectora" que impida la "revolución destructora".
En su reciente toma de posesión, el presidente del Gobierno francés calificaba de "difícil y excelente" la labor que aguardaba a su equipo ministerial. Probablemente, porque no hay excelencia sin dificultad y porque lo fácil acarrea a la larga los máximos estorbos. Lo fácil es el lujo. Lo difícil es la acción. Es ahorrando la acción cuando surge el despilfarro barroco y detallista —retórico, lujurioso—que no se da en la Naturaleza y sí en el hombre. ¿Fue el pecado original la primera y proliferante desviación barroca?
No hay día sin palo a la sociedad de consumo, aunque ya sea un tópico. La sociedad de consumo —en el otro extremo de la economía que presidió la Creación— se agota en el mayor gasto para la adquisición del menor bien.
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