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EL BIEN Y EL GASTO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 21 de junio de 1974 (Pensamiento y opinión)

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Hacer lo más posible con el menor gasto. Esto, se­gún Leibniz, es el gran secreto de Dios. Todos los prodigios de la Naturaleza enseñan que en la Creación no "ahorró" el Señor ninguna energía. Basta, por ejemplo, observar un instante para pasmar­se ante los innumerables seres que caben en un metro cuadrado de primavera. Pero si Dios no escatima, tampoco despilfarra. Todo en el mundo se ciñe a un propósito y nada parece inútil. El plumaje del pavo real, el perfume y color del nardo, el ala de la mariposa, cumplen con su belleza un come­tido. No son simples lujos. Siempre se esconde un finalismo —frecuen­temente, el de la pervivencia de las especies— que pone una moti­vación trascendente a todas las co­sas. Fue el hombre quien, precisa­mente, inventó el lujo y la lujuria. El lujo y la lujuria se carac­terizan por un "gasto", por un des­pliegue que desborda o esconde o desvirtúa la desnuda verdad, la sencilla verdad. Al contrario de Dios, que hace lo más con lo me­nos, el hombre (y tanto más cuan­to más quiere autonomizarse) gas­ta lo indecible para hacer lo me­nos o hacer lo inútil. Así el ero­tismo, cuando se independiza para el puro placer, olvidando el carác­ter de "subsidio" que el placer tie­ne en la economía biológica, no es otra cosa que un gasto, un enor­me gasto no presupuestado. Cuan­do se rompen las esclusas del go­zo y se quitan todos los frenos mo­rales, hay gente que estima que se está obedeciendo a la Naturaleza, que se está consumando una vita­lidad. Es todo lo contrario. Todo lo contrario, porque lo vital es lo que trasciende o lo que deviene hacia otra cosa. El placer que queda en el placer es un cortocircuito.

Quizás —o de seguro— en los Es­tados sucede igual. El ideal econó­mico será, siempre, que el Estado haga lo más posible con el menor gasto. Pero alguien ha dicho que hoy disminuyen los buenos esta­distas a medida que aumentan las buenas estadísticas. Una buena es­tadística de los nudos visibles de cualquier problema Los da, por su­puesto, en números. Y un estadista —cree uno modestamente— debiera hacer la autopsia de las estadísticas que ofrecen en cantidades acabadas e inertes los "resultados" de una realidad. Pero sucede que la realidad ¿cómo va a ser trata­da como un resultado? Al contra­rio, lo que es, lo que tiene vida, lo que está ahí, son hechos en con­tinua ebullición a los que hay que seguir o buscar la dirección de su por qué y la de su para qué, sin pararse en la consideración de unas cifras siempre provisionales por muy precisas que se ostenten. La realidad no se puede plasmar en decenas de millar o en milésimas. Humanamente, no puede decirse que un egoísmo tiene la desven­taja de dos enteros y cuatro dé­cimas con respecto al egoísmo del vecino. Y como hay que tener en cuenta que cualquier "economía" —tanto la de una empresa indus­trial como la de un cometido expresamente artístico, o literario, o político— se mueve en virtud del juego del amor y del egoísmo, en­tonces urgen los "estadistas" ca­paces de operar, de atacar con el bisturí a las "estadísticas" Pero, pensémoslo: ¿No sucede, en bas­tantes casos, más bien lo contra­rio? ¿No hay estadistas que, obe­deciendo fielmente al resultado de las estadísticas, claudican en omi­nosas adaptaciones en lugar de procurar salvadoras y beneficiosas enmiendas? No pueden decir nada definitivo los números. Ni de un hombre ni del conjunto de hombres que constituyen un pueblo. Y cuando no gusta el resultado de una estadística, es preciso estudiar soluciones y no acomodaciones. Otras veces, el estadista no obra adaptando su actuación a los efec­tos de la estadística, sino que fal­sea los resultados. Esto es peor. Para cambiar algo cuando va mal (y generalmente las estadísticas en­señan que algo va mal) urge el tra­bajo huyendo de los dos recursos igualmente facilones: el de ignorar el mal que las cifras acusan y el de empezar a pensar que puede ser un bien el mal que los núme­ros delatan. Abdicación y falsifica­ción: he aquí los dos vicios, los dos pecados en que puede caer el estadista o el político. El político que, al fin y al cabo, debe obrar partiendo del número, del dato y del hecho, pero sin contentarse con lo que hay; más bien, encarado y comprometido hacia lo que debe haber.

Lo más posible, con el menor gasto. Y no tan, sólo con el me­nor gasto de dinero, sino también con el menor gasto retórico, ya que al fin la retórica constituye el lujo y la lujuria de la política. Lo más posible con el menor gasto, no aho­rrando ninguna fuerza material ni espiritual, pero buscando el puesto de trabajo adecuado para cada energía. Ya que —ésta es otra paradoja inexplicable— hay ener­gías en paro simultáneas a la "cri­sis de energía", de la misma ma­nera que hay patatas que se arro­jan al mar en épocas de hambre. Lo más posible con el menor gas­to. Puede que sea la fórmula que propugnaba Macaulay para la "revolución protectora" que impida la "revolución destructora".

En su reciente toma de posesión, el presidente del Gobierno francés calificaba de "difícil y excelente" la labor que aguardaba a su equi­po ministerial. Probablemente, por­que no hay excelencia sin dificul­tad y porque lo fácil acarrea a la larga los máximos estorbos. Lo fá­cil es el lujo. Lo difícil es la ac­ción. Es ahorrando la acción cuan­do surge el despilfarro barroco y detallista —retórico, lujurioso—que no se da en la Naturaleza y sí en el hombre. ¿Fue el pecado original la primera y proliferante desvia­ción barroca?

No hay día sin palo a la socie­dad de consumo, aunque ya sea un tópico. La sociedad de consumo —en el otro extremo de la econo­mía que presidió la Creación— se agota en el mayor gasto para la adquisición del menor bien.