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¿Es verdad que "nuestra época es masoquista y cree sólo en verdades tristes", como ha dicho una célebre escritora? Pues sí; pero puede que sea porque la carrera a galope en pos de los placeres espanta, paradójicamente, a nuestras alegrías. No es cara la alegría porque la vemos ahí al menor descuido. Sucede que lo que nosotros queremos es la felicidad sin contentarnos con el simple gozo espontáneo. Y eso —la felicidad— ya sí exigiría, suponiendo que pudiera lograrse, carrera y jadeo; jadeo, sudor, trabajo, lágrimas. La felicidad estaría al fin de muchos obstáculos. Llegaríamos cansados a ella. Llegaríamos tristes.
Pero es el caso que la felicidad no existe por estos contornos; nadie le ha visto el rostro entero en la Tierra. A lo más ha mostrado su gesto huidizo, fugitivo. Es como aquellas "tapadas" de las comedias del Siglo de Oro: enseñaban nada más un ojo o el pie leve y ello bastaba para herir de amor a los galanes. Precisamente porque se tapaban, levantaban tempestades de pasión.
Nos fatigamos pretendiendo la felicidad. Perdemos así la frescura de ánimo, la agilidad de espíritu. Fracasamos y reemprendemos el afán una y otra vez. ¿Usted es feliz? Yo no, yo no, yo tampoco, eso quisiera yo. A mí para ser feliz me falta esto y lo otro. Pues la verdad es que a mí, para ser feliz, no me falta nada, pero...
¡Qué va! La "tapada" no se entrega jamás. Y entonces nosotros "ganamos" dinero, vamos, venimos "gastamos" placeres. Usted, ¿lo ha pasado bien? Verá, lo he pasado bomba, es decir, lo estaba pasando bomba, pero se aguó la fiesta y... Y otro: Bueno, lo que se dice bien, no lo he pasado. ¡Bah, no llegué a tiempo! ¿Se atrasó? Pues yo me adelanté. Caramba, nunca la dicha es completa. ¡Leñe! ¿Quién lo pasa bien entre esa gente? Pues otro día será. Pero, ¿qué me pregunta? Todo estaba preparado y luego.... luego ¡no salió!
No sale casi nunca lo que queremos. Y jamás sale "todo" lo que queremos. La mayoría de las veces lloramos porque el programa de risas que habíamos compuesto era tan completo que no había forma. ¿Por qué nos desengañamos? ¡Ah!, pues porque antes nos habíamos engañado. Diga, no sufra. Pero, ¿por qué sufre? Mire, es qué estoy muy triste. Pero, ¿con qué motivo? Claro, son muchos los motivos... Sí, sí, lo comprendo: usted ha deseado más de la cuenta. Pero, ¿qué hago, entonces? Descansar un poquito, dejar de galopar, aguardar a que las serenidades le cerquen. Esperar que le vengan los pájaros. Pero, ¿cómo? Pues no espantando los pájaros, quedándose quieto, casi sin hacerles caso. No espante a la alegría —tan modesta, tan limpia, tan graciosa— reclamando la felicidad.
Nuestra época ¿cree en verdades tristes? No puede ser eso. Las verdades no son tristes, eso es imposible. Lo que es triste no es la verdad, sino la contraverdad. ¡Vaya una palabra! ¿Qué es la contraverdad? La contraverdad es la vuelta del fracaso. O es la moneda falsa del pensamiento. Fíjese. Si usted habla de verdades, tienen que sonarle en la bolsa jubilosamente, tienen que retiñir como el oro. Si le suenan a cobre sucio es que alguien o algo ha hecho el trueque.
¿Verdades tristes? Mírelas usted bien, hombre, y desengáñese. Si son verdades no son tristes y si son tristes descartado que sean verdades.
Digamos que nuestro tiempo cree en las mentiras. Y entonces, ni siquiera tenemos que decir que son tristes. Con una tristeza de vuelta. Porque ya, ya; en el viaje de ida la mentira no se distingue a veces de la verdad Es al volver...
Y claro, para ir, la mentira corre que se las pela. Luego no sabe volver. Y lo peor es que cuando regresa —mal acompañada— ni siquiera sabe que regresa.
Pero vamos a ver si salimos del palabreo. Yo quiero estar contento y usted me enreda en filosofías y en moralidades. No es eso. No es eso. Sí, sí, si no es eso, algo de eso es. Entendámonos. Sí, entendámonos. Bueno, pues repito que... No repita nada: lo sé. ¿Qué sabe? Que está triste y quiere estar alegre. Entonces, deme la receta. Pues no hay receta. ¿Cómo es que no hay receta? No hay receta porque más bien está cansado. Déjese estar. Y ¿qué va a pasar cuando me deje estar? De momento nada, pero enseguida bajarán los pájaros y otra vez se lo digo: No los espante. Pero ¿cómo los voy a espantar si lo que quiero es atraerlos? Bueno, bueno, hombre de Dios, pero ¿es que todavía no se ha dado cuenta de que la manera mejor de espantar a los pájaros es llamarlos y atraerlos? Los pájaros no vienen cuando los llamamos, porque instintivamente recelan de la jaula que les tenemos preparada. Aplíquese el cuento. Usted camina por la vida con la jaula en la mano, pretendiendo encerrar los goces, los placeres dentro de su vida. ¿Yo? Pues sí, usted, y quizá yo también. Bien, pues siga, siga. Pues eso: Que no hay alegría porque la queremos domesticada, sujeta a nuestro capricho. Que hay tristeza porque los pájaros no quieren entrar en la jaula. Que si no cuidásemos de estar a todas horas contentos, las alegrías descenderían a picotear en seguida en el fondo del espíritu. Que querer la dicha entera es querer el empacho. Yo creo que ni a la Bienaventuranza, ni al Reino de los Cielos nos dejarán entrar con nuestra jaulita en la mano. ¿Que no? Pues entonces, ¿de eso de la felicidad eterna, qué? Pues pienso que quizás allí también nosotros seremos como pájaros... libres. Toda nuestra tristeza aquí radica en la jaula, ¿lo entiende? Dese cuenta; vamos, venimos, galopamos tenemos placer y tenemos dolor, pero carecemos de alegría porque nos cercan los barrotes. ¿Los barrotes? Pero si no paramos, si no dejamos de andar, de ver y de hacer... Pues de ahí viene todo, hombre: no me sea duro de mollera. Precisamente porque no paramos de andar, de ver, de hacer, de ganar, de gastar, el espíritu sin alas se nos está quedando frío e inerte. Y se acabó.
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