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Sería hacia el año 1935. Don Rafael era entonces lectoral de Granada. Visitó mi pueblo —Úbeda— no recuerdo con qué motivo. Era amigo de mi familia, estuvo una tarde en casa. Por aquellos días tenía yo mi bachillerato recién terminado. Mi mirada adolescente, de niño pasado, de hombre que no ha llegado todavía, acechaba con suma curiosidad la figura del ilustre canónigo. Figura vivaz, ojos bullidores con una punta de finísima guasa. En la conversación sus palabras, lejos de cualquier tono monocorde, parecían de un plumaje vario y atractivo. Agilidad de pájaro en sus gestos. (Naturalmente, un pájaro es casi todo lo contrario de un "pajarraco"). Pues bien, el lectoral, don Rafael, se dejó en casa, olvidado en el perchero, su paraguas. Cinco minutos más tarde mi madre me dijo:
—Tienes que ir a buscar a don Rafael. Tienes que llevarle su paraguas.
Don Rafael García y García de Castro se alojaba en la residencia de Padres del Corazón de María, donde yo había hecho mi bachillerato. Un hermano suyo —el padre José García— había sido en el colegio profesor mío. Me recibe el lectoral con mucha amabilidad. Yo soy tímido y busco la manera de irme en seguida, una vez cumplido el encargo. Pero don Rafael quiere que me siente y que hablemos un ratillo. Me abruma con la atención que me presta a mí, un chiquilicuatro.
—Me ha dicho tu madre que te gusta mucho leer. ¿Tú qué lees?
La sencillez de don Rafael es tanta que el lectoral de Granada ni siquiera alardea de sencillez.
(Ya se sabe que hay hombres que son sencillos porque han leído que hay la obligación de ser sencillos, y entonces se ve que la sencillez de tales hombres ha pasado por el espejo). Me tantea el señor García y García de Castro, en mis aficiones, en mis propósitos, y yo le digo que me han dicho que empiece a leer a Azorín, a Unamuno, a Ortega. Se queda un instante mirándome hondamente don Rafael, y luego, se levanta, sale de la habitación v vuelve con un libro en la mano. Me dice:
—Mira; tú me has traído mi paraguas. Yo te regalo este libro. Quizá te puede servir de paraguas ideológico. Para tus primeros pasos, en la afición literaria, probablemente te será útil.
Se llamaba el libro "Los intelectuales y la Iglesia". El autor es el lectoral de Granada. Se había publicado hacía muy poco tiempo, en plena ebullición de la II República en España. La palabra "intelectual" tenía entonces, entre algunos sectores, un sentido peyorativo. La palabra "intelectual", casi olía a azufre... En el libro de don Rafael, con una elegancia, con una sobriedad, con una precisión (poco frecuentes en aquella época de prosa retórica y tribunicia) se exponían los criterios, las ideas, el estilo y las calidades de la plana mayor de la intelectualidad española de entonces. Allí, naturalmente, había juicios sobre Azorín, Ortega, Unamuno... Don Rafael era objetivo y límpido en sus apreciaciones. Naturalmente, también, señalaba los errores que alejaban de la Iglesia a algunos de aquellos hombres ilustres. Y discriminaba don Rafael con espléndido talento: lo compruebo mucho mejor, ahora, "a posteriori", después de haber leído, releído y vuelto a leer, a Unamuno, a Azorín, a Baroja, a Ortega, a Pérez de Ayala. Y digo que discriminaba el doctor García y García de Castro, porque distinguía (haciendo uso de una sindéresis admirable) entre errores insalvables y errores accesorios. Hoy a los cincuenta y tantos años veo con enorme claridad que el libro "Los Intelectuales y la Iglesia" me hacía a mí mucha falta entonces y para después de entonces. No me impidió internarme en ninguna querida lectura (salvo en algún caso de excepción), pero me dotó de ciertas cautelas y avisos. Me sirvió, efectivamente, de paraguas. Y ¡qué cosa tan estupenda! Fue don Rafael —su libro— quien mejor me enseñó a admirar a Unamuno, a Azorín, a Ortega. Pero, al par, me entrenó en cierta defensa y en cierto ataque; es decir, en los recursos necesarios para el mantenimiento de una fe, fácilmente erosionable cuando los dieciséis años, a la intemperie, tienen que avanzar sin paragua.
—Mira —me añade de palabra don Rafael al despedirme— si después de leer un artículo de Unamuno, te lees un capítulo de San Juan de la Cruz, Unamuno te sentará mucho mejor. Pero tú, todavía no estás maduro para leerte a Unamuno entero.
Confieso que seguí el consejo del autor de "Los intelectuales y de Iglesia" y que siempre me fue muy bien. Yo transmitiría el consejo del lectoral a los jóvenes de ahora que, ojalá, leyesen a Unamuno, a Ortega, a Maeztu, a Azorín... que, ¡por Dos!, no tienen nada de fósiles. Y, por supuesto, a San Juan de la Cruz.
El Ilustre arzobispo de Granada, recientemente fallecido y de tan imborrable recuerdo insinúa —creo que en la biografía de don Marcelino Menéndez Pelayo —y esto todavía en 1956— que el buen funcionamiento del cerebro no siempre coincide con el buen funcionamiento del espíritu. Este temor suyo se confirma casi patéticamente en nuestros días. ¿No estamos perdiendo el "intimum mentis", que decía el alemán Peter Wuts, en un alegato contra el creciente proceso de secularización? "A nosotros los modernos —escribe Gabriel Marcel— nos interesa reconquistar bajo una metafísica del conocimiento lo que poseía la Edad Media bajo la forma de una mística rodeada de misterio". "La costumbre —añade el filósofo francés— de considerar el conocimiento como una técnica, ha contribuido poderosamente a cegarnos".
Don Rafael —he de decirlo— inició la labor de "rescate" de mi intimidad mental, y con ella de mi fe, cuando en aquellos días de adolescencia y de Segunda República, se me echaba encima la juventud con su tumulto de lecturas, emociones, colisiones, conciertos y desconciertos. Y, ¡cuántos pueden decir lo mismo que yo digo!
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