|
Hace pocos días, en un periódico nacional, un crítico de arte decía de un pintor: "Su exposición podrá confundir al espectador, asquearle, levantarle un incontrolable fastidio, pero no aburrirle". Y antes, en el mismo párrafo, comentaba la "capacidad de sorpresa" del artista en cuestión. Yo he quedado un poco perplejo al enterarme, poco más o menos, de que una obra de arte —y así me lo daba a entender ese crítico— puede ser buena aunque me produzca asco, con tal de que no me aburra. Casi todos los días lee uno cosas así. Yo reacciono pensando: ¿No sería menos malo el arte que produce cierta somnolencia que otro que incite a la náusea? Pero, por lo visto, un vómito encierra más respuesta artística que un relax. Si quiero estar al día tengo que convencerme de cosas como ésta; no hay que darle vueltas. Ya, ya; será porque el universo no es un orden establecido para siempre, con categorías imprescriptibles, con leyes que no caducan. Teilhard de Chardin estaba persuadido de que el universo es un proceso y no un orden... A lo mejor, el proceso del arte va ahora por el capítulo de la fealdad. Demasiado largo fue el capítulo que el arte dedicó a la belleza. Lo cierto es que los críticos —muchos, pero no todos— jalean a los artistas que se esfuerzan en disimular que ni ellos mismos se entienden. Lo que uno peor entiende es que tal clase de artistas anden diciendo por ahí a todas horas que ellos están empeñados en un "arte de comunicación". Escriba usted una carta en la que todas las palabras lleven todas las letras cambiadas y justifíquese luego ante el destinatario explicando que lo que ha querido es comunicarle una evidencia. Y que como esa evidencia le quemaba las entrañas si no la soltaba, pues ahí va.
¡Pero, hombre, si don Eugenio d'Ors decía que la "Cultura es una heliomaquia...! Entonces, tapando el sol o volviéndole las espaldas, huyendo adrede de la claridad, ¿qué cultura nos proponemos? Pero estos críticos que, como los "pregustator" de los antiguos banquetes, prueban con su cuchara todas las salsas artísticas o literarias para orientar nuestro paladar con el suyo, nos están armando un taco. A veces nos recuerdan a aquel inefable don Venerando, de "La Codorniz" de los años cuarenta. Don Venerando usaba una dialéctica compuesta de juicios deformantes. El interlocutor de turno de don Venerando era siempre un hombre normal; pero cercado por la lógica de espejos cóncavos de don Venerando, el interlocutor terminaba por convencerse de que el tonto o el loco era él. Tanto puede la osadía cuando no se apea de su burro. Y no vale que don Quijote le diga a Sancho "calla y ensilla", cuando el escudero se mete en teologías. Al fin Don Quijote sale perdiendo, como comprobará el lector que llegue al capitulo LVIII de la obra de Cervantes, capítulo demasiado avanzado para el lector medio. Tampoco sé yo ya si me "comunico" o me salgo por los cerros de Ubeda. Quiero decir, señores, que cuando ciertas personas no se conforman con un cometido que no levante ruidos y en lugar de callar siguen hablando, el resultado —por sorprendente que parezca— es que terminan imponiendo alrededor un silencio para que su inoportunidad parlante siga su camino.
Otra nota del momento artístico es la tristeza desgarrada de que hacen gala nuestros pintores, escultores y esculto-pintores. Chamfort, escribía de un cortesano francés del XVIII: "Está triste como si ya lo supiese todo". Pero no debe ser esta clase de melancolía de vuelta la que les domina. Porque pertenecen más bien a esa laya de individuos que a todo dicen: "Yo de eso no quiera saber nada". Están inspirados, poseídos de particular carisma y se "realizan".
—¿Qué opina del Museo del Prado?
Efectivamente, a esta pregunta ha habido artista que, en letra de molde, ha respondido:
—No quiero saber nada de nada.
Es que Velázquez o El Bosco pueden ser alienantes. Es la gran desgracia que se teme ahora: la alienación. Uno se pierde enseguida. La fe, la belleza, los grandes ideales son superestructuras burguesas a las que la gente se entrega maniatada, dejando cada uno de ser quien es y dándose quizás al Otro. (Ya se sabe. El más temible Otro es Dios). Entonces el artista, si quiere ser del tiempo, y si quiere vender cuadros, ha de andarse con precauciones. Lo importante para él es "realizarse". Y si no es modesto —cosa que no está de moda— su camino desde el principio al fin tiene que ser distinto y único. Noten ustedes que casi todos los pintores de ahora se ofenden si se les pregunta por sus "influencias".
Uno cree complacer al artista diciéndole de una de sus obras:
—Mira: esto me recuerda a Matisse.
Entonces, él te mira por alto y te dice:
—Bueno... no sé; quizá Matisse se me parezca. Pero vamos a dejar eso.
El biólogo Skiner, se ha hecha famoso con sus experiencias de psicología animal. Trata de demostrar un determinismo ambiental. La conducta, según él, es la resultante obligada de los estímulos. Entonces, la conducta y la obra de algunos de nuestros artistas famosos, ¿qué factores la manipulan?
—Vamos a ver si no se me ofende pensando que el ambiente absurdo, compuesto de gentes idiotas, me "determina" la obra de arte idiota y absurda. Prefiero creer que el absurdo soy yo y que el idiota es el público.
Así se enfadaría más de un artista, si se le molestase recordándole a Skiner, cuyos ensayos, además de no ser originales, no parecen nada convincentes. El caso es que uno para quedar bien con uno de esos artistas cuyos cuadros pueden asquear, pero no aburrir, puede pasarle el halago por el lomo diciéndole:
—Esto es pintura de ángel. De ángel caído.
De seguro que no valdrá el pedante halago. El artista respondería:
—No digas de ángel caído, sino de "mono venido a más".
(Bien sé yo —diré para terminar— que ahora, como siempre, hay artistas estupendos, capaces de la mejor belleza. Pero son bastantes los que están jugando a hacernos creer que su capacidad para lo peor tiene más mérito. Creo que pasará, sin embargo, la racha. En fin, como aconseja el refrán "Durmamos ahora y después Dios dijo lo que será".)
|