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Últimos de diciembre, primeros de enero. Días de relevo. E1 tema del tiempo entra en el ánimo sin esfuerzo. «Si me preguntas qué es el tiempo no te lo sabré decir, pero si no me lo preguntas nos entenderemos acerca de lo que significa», escribía —palabra más o menos—San Agustín. No se trata, pues, de su concepto (de verdad, inaprehensible) sino de su drama. Porque cualquier avatar humano, triste, alegre, gozoso o trágico, en el tiempo se inserta. Ciertamente somos lo que somos; pero lo que somos se condiciona en buena parte por lo que nos tasa. Y no podemos vivir sin «sucesos», sin nuestros sucesos. El tiempo no para de hacer y de deshacer tinglados. Y, ¿cómo el mismo espíritu podría cerrarse hermético para el tiempo? Imposible. El tiempo endurece nuestras arterias y gasta el corazón. Pero si no estamos alertas, si no tenemos mucho cuidado, el tiempo acomete también al alma. De por sí, el espíritu no debe envejecer. Pero esto exige mucha ciencia y mucho arte.
Nos zarandea el tiempo, nos mueve de un lado a la nostalgia y de otro a la ilusión. Es inevitable. Pero aquí está el peligro. Hay una tentación del pasado; riesgo de detener el paso cuando se chapotea en légamo de recuerdos y más recuerdos. También existe la tentación futurista. Ni en uno ni en otro caso se ve la vida que está delante, distraída la imaginación y el afán en un paisaje «tras-os-montes». Y esto que acaece a nivel personal, es presumible también en el plano histórico. ¿Dónde está el centro de gravedad de la Historia? Debatida cuestión. Todo el progresismo —escribe Gabriel Marcel— cree que el centro de gravedad de la Historia está en el porvenir. En efecto, desde Carlos Marx hasta Teilhard de Chardin hay todo un espectro —amplísimo— de pensadores y teorizantes que, firmemente, así opinan. Como réplica a los «pasadistas» —amantes desordenados, yo diría que lascivos, del pretérito— que sitúan el centro de gravedad de la historia en los siglos muertos. Entre unos y otros, entre pasadistas y futuristas, cabe situar a los tradicionalistas. El tradicionalista, si lo es de buena ley, no cree que el tiempo sea del todo ineluctable y por eso no se hace partidario ni de lo que fue ni de lo que será. Más bien aspira a enhebrarlo todo. Atiende el tradicionalista de buena ley más al ojo de la aguja que al hilo. O más al ojo del puente que al río. Pero esto es muy difícil cuando a la par —como sucede en el caso del hombre— se es las dos cosas: ojo de puente y río.
La plenitud histórica, ¿fue ya o será mañana? Dudas. Pero quizá lo razonable es no buscar centro de gravedad a la historia; pensar que carece de él. La Historia no es montaje perenne, sino escenario diverso. Lo sustancial, ¿no son, uno a uno los hombres? La Historia es un... «universal», usando de la terminología escolástica. Entonces, cabe oponer a la Historia como entelequia cambiante, recambiable, sin especifico centro de gravedad, el «nominalismo» de las personas, la concreción autónoma de las vidas. La Historia no es vida. (¿No es vida? Cuidado. Es peligroso manipular afirmaciones generales.)
Pero sí. Al menos parece conveniente postular un «personalismo», un «voluntarismo», frente a los derivados hegelianismos que desplazan al hombre de su posición de sujeto radical, a devenir en objeto más o menos. Objeto, y no sujeto, constreñido, limitado, determinado por la ola que lo envuelve; por el tiempo. Centro de gravedad de cada hombre: eso a despecho del evolucionismo a ultranza es más posible señalarlo. Aunque con frecuencia está oculto. Misterio de su grandeza. Grandeza de su soledad. Y soledad de su miseria. Ahí está el hombre y su «dignidad», tantas veces proclamada y, en realidad, tan poco entendida. Aquí y ahora, condicionado por el tiempo y por el espacio, el hombre es un estar. Pero un estar siendo. Y en el entramado de su ser (que nada más Dios del todo conoce), en claroscuro de luz y sombra, de esperanza y temor, de deseo y de sueño, alienta un protagonismo con vistas a una trascendencia que le «des-cuadricula», que le desmarca de las coordenadas del aquí y del ahora. ¿Concebís en cierta manera la bienaventuranza como un gozoso desmarque, como una libertad de no sentirse vigilado, «secado», por la circunstancia del tiempo, ya en total agilidad ante la mirada divina?
Recuerdo una poesía de Juan Ramón Jiménez. Dice de los niños en la larga noche de diciembre:
«Los niños tenían miedo
yo no sé lo que soñaban...
y la noche de diciembre
era cada vez más larga.
Los niños pidieron besos
más tarde pidieron agua
más tarde lloraron y
la noche no se acababa.
Los niños se iban durmiendo».
Pienso que es así exactamente la situación del hombre en el tiempo. Inestable situación —miedo, sueños, llanto y deseos— como la del niño en la noche larga. A veces pedimos besos, consuelos. Y luego, resulta que lo que tenemos es sed. Sed difícil y rara: deseo sin perfil entre el cansancio, el ensueño y el sueño. Hay momentos de gozo, de duda y de temor. Otros en los que tememos que la noche no se acaba. Pero je acaba. Uno a uno —en la poesía de Juan Ramón Jiménez— «los niños se iban durmiendo». Así nosotros.
Nosotros perplejos entre el ayer y el mañana. Atentos a la voz de los muertos —libros, retratos, instituciones, usos, recuerdos— que nos sube como un vaho poderoso. Atentos también a la insinuación de un porvenir que jugamos a adivinar enteramente, que queremos conquistar antes de que haya llegado. ¿Qué es el tiempo? Se nos escapa como el agua en la cesta. No hay envases para el hoy. «Mas el doctor no sabía —que hoy es siempre todavía», apostrofa Antonio Machado. Buen remache contra los pesimismos que se entregan maniatados al tiempo y sus sucesos. Nos marcharemos, nos iremos durmiendo uno a uno como los niños en la noche y, sin embargo, a pesar de todo, cabe una conciliación del «hoy» con el «todavía» y con el «siempre». Estamos en el tiempo pero no exactamente a la interperie.
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