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TIEMPO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 5 de enero de 1974 (Pensamiento y opinión)

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Últimos de diciembre, primeros de enero. Días de relevo. E1 tema del tiempo entra en el ánimo sin esfuerzo. «Si me preguntas qué es el tiempo no te lo sabré decir, pero si no me lo preguntas nos entende­remos acerca de lo que significa», escribía —palabra más o menos—San Agustín. No se trata, pues, de su concepto (de verdad, inaprehensible) sino de su drama. Porque cualquier avatar humano, triste, alegre, gozoso o trágico, en el tiem­po se inserta. Ciertamente somos lo que somos; pero lo que somos se condiciona en buena parte por lo que nos tasa. Y no podemos vivir sin «sucesos», sin nuestros sucesos. El tiempo no para de hacer y de deshacer tinglados. Y, ¿cómo el mis­mo espíritu podría cerrarse hermético para el tiempo? Imposible. El tiempo endurece nuestras arterias y gasta el corazón. Pero si no estamos alertas, si no tenemos mucho cui­dado, el tiempo acomete también al alma. De por sí, el espíritu no debe envejecer. Pero esto exige mucha ciencia y mucho arte.

Nos zarandea el tiempo, nos mue­ve de un lado a la nostalgia y de otro a la ilusión. Es inevitable. Pe­ro aquí está el peligro. Hay una tentación del pasado; riesgo de de­tener el paso cuando se chapotea en légamo de recuerdos y más re­cuerdos. También existe la tenta­ción futurista. Ni en uno ni en otro caso se ve la vida que está delante, distraída la imaginación y el afán en un paisaje «tras-os-montes». Y esto que acaece a nivel personal, es presumible también en el plano histórico. ¿Dónde está el centro de gravedad de la Historia? Debatida cuestión. Todo el progresismo —es­cribe Gabriel Marcel— cree que el centro de gravedad de la Historia está en el porvenir. En efecto, des­de Carlos Marx hasta Teilhard de Chardin hay todo un espectro —am­plísimo— de pensadores y teorizan­tes que, firmemente, así opinan. Co­mo réplica a los «pasadistas» —amantes desordenados, yo diría que lascivos, del pretérito— que si­túan el centro de gravedad de la historia en los siglos muertos. En­tre unos y otros, entre pasadistas y futuristas, cabe situar a los tradicionalistas. El tradicionalista, si lo es de buena ley, no cree que el tiempo sea del todo ineluctable y por eso no se hace partidario ni de lo que fue ni de lo que será. Más bien aspira a enhebrarlo todo. Atiende el tradicionalista de buena ley más al ojo de la aguja que al hilo. O más al ojo del puente que al río. Pero esto es muy difícil cuando a la par —como sucede en el caso del hombre— se es las dos cosas: ojo de puente y río.

La plenitud histórica, ¿fue ya o será mañana? Dudas. Pero quizá lo razonable es no buscar centro de gravedad a la historia; pensar que carece de él. La Historia no es montaje perenne, sino escenario di­verso. Lo sustancial, ¿no son, uno a uno los hombres? La Historia es un... «universal», usando de la ter­minología escolástica. Entonces, ca­be oponer a la Historia como entelequia cambiante, recambiable, sin especifico centro de gravedad, el «nominalismo» de las personas, la concreción autónoma de las vidas. La Historia no es vida. (¿No es vi­da? Cuidado. Es peligroso manipu­lar afirmaciones generales.)

Pero sí. Al menos parece conve­niente postular un «personalismo», un «voluntarismo», frente a los de­rivados hegelianismos que despla­zan al hombre de su posición de su­jeto radical, a devenir en objeto más o menos. Objeto, y no sujeto, cons­treñido, limitado, determinado por la ola que lo envuelve; por el tiem­po. Centro de gravedad de cada hombre: eso a despecho del evolu­cionismo a ultranza es más posible señalarlo. Aunque con frecuencia está oculto. Misterio de su grande­za. Grandeza de su soledad. Y sole­dad de su miseria. Ahí está el hombre y su «dignidad», tantas veces proclamada y, en realidad, tan po­co entendida. Aquí y ahora, condi­cionado por el tiempo y por el es­pacio, el hombre es un estar. Pero un estar siendo. Y en el entrama­do de su ser (que nada más Dios del todo conoce), en claroscuro de luz y sombra, de esperanza y te­mor, de deseo y de sueño, alienta un protagonismo con vistas a una trascendencia que le «des-cuadricula», que le desmarca de las coorde­nadas del aquí y del ahora. ¿Con­cebís en cierta manera la bienaven­turanza como un gozoso desmarque, como una libertad de no sentirse vigilado, «secado», por la circuns­tancia del tiempo, ya en total agili­dad ante la mirada divina?
Recuerdo una poesía de Juan Ra­món Jiménez. Dice de los niños en la larga noche de diciembre:

«Los niños tenían miedo
yo no sé lo que soñaban...
y la noche de diciem­bre
era cada vez más larga.
Los niños pidieron besos
más tarde pi­dieron agua
más tarde lloraron y
la noche no se acababa.
Los niños se iban durmiendo».

Pienso que es así exactamente la situación del hombre en el tiempo. Inestable situación —miedo, sue­ños, llanto y deseos— como la del niño en la noche larga. A veces pe­dimos besos, consuelos. Y luego, re­sulta que lo que tenemos es sed. Sed difícil y rara: deseo sin perfil entre el cansancio, el ensueño y el sueño. Hay momentos de gozo, de duda y de temor. Otros en los que tememos que la noche no se aca­ba. Pero je acaba. Uno a uno —en la poesía de Juan Ramón Jimé­nez— «los niños se iban durmien­do». Así nosotros.

Nosotros perplejos entre el ayer y el mañana. Atentos a la voz de los muertos —libros, retratos, insti­tuciones, usos, recuerdos— que nos sube como un vaho poderoso. Aten­tos también a la insinuación de un porvenir que jugamos a adivinar en­teramente, que queremos conquis­tar antes de que haya llegado. ¿Qué es el tiempo? Se nos escapa como el agua en la cesta. No hay envases para el hoy. «Mas el doc­tor no sabía —que hoy es siempre todavía», apostrofa Antonio Ma­chado. Buen remache contra los pe­simismos que se entregan mani­atados al tiempo y sus sucesos. Nos marcharemos, nos iremos durmien­do uno a uno como los niños en la noche y, sin embargo, a pesar de todo, cabe una conciliación del «hoy» con el «todavía» y con el «siempre». Estamos en el tiempo pero no exactamente a la interperie.