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Es probable que el plan estudiado por el Gobierno para detener la escalada de precios tenga su eficacia. Leo que se congelarán ciertas subidas de los productos alimenticios; no de todos, sino de una serie de ellos que serán elegidos entre los 255 que forman el índice del coste de la vida (muchas personas nos enteramos ahora de que precisamente podemos alimentarnos de 255 cosas). Pero, al parecer, el nuevo plan pondrá un especial énfasis, al reclasificar los precios, para que algunos de ellos con "categoría" actual de "declarados" pasen a "regulados" y para que otros pasen de "libres" a "declarados", interpreto esto en el sentido de que según el propósito del plan, la "libertad de precio" quedaría casi extinguida en este tiempo en que tanta gente desaprensiva junta y mezcla la "libertad de conciencia" con la poca conciencia. Buena cosa sería conseguir esto. Precisamente —cree uno— el fracaso del liberalismo económico a lo Stuart Mill radicó en la ingenuidad de pensar que la libertad económica, sin intervencionismo de ninguna clase, con la sola ley de la oferta y la demanda influyendo y determinando el libre cambio, iba a traer consigo la buena conciencia de los librecambistas y, con ella, la prosperidad y el bienestar social. No sucedió así. No sucede así con ninguna libertad alegremente preconizada.
La libertad parece hoy una palabra tabú. Y ciertamente la libertad es sagrada. Pero es planta que se cultiva con esmero. Nunca llega su florecimiento espontáneo o improvisado. Así es que terminar con la "libertad de precio" es necesario. Y probablemente actualmente más que nunca. Porque hoy más que en ningún tiempo, cuando tanto se escribe, se habla —y hasta se chilla— de la libertad de conciencia, se echa de menos la conciencia y... la consciencia. ¿Cómo se puede predicar a troche y moche la libertad de conciencia en ambientes en los que casi se ignora qué es la consciencia psicológica y cómo se educa la conciencia moral? Y, ¿cómo se puede ser libre si se ignora lo que la libertad es? Claro que sí: eso está muy bien. Precios libres, no. Y si no son posible siempre, siempre, los precios regulados, por lo menos es elemental que todos se declaren. Pero esto sería de seguro, una secuela de la moral declarada. Conozco a mucha gente que preconiza su moral libre, no sujeta a la moral regulada del Mandamiento y de la Ley.
No, no; tampoco puede ser. Todos tenemos por lo menos que declarar cuál es nuestra moral. Que se nos conozca, que se nos vea venir. Así, como mínimo, tendríamos juego limpio. Y es que toda libertad debe tener sus frenos. Tanto la del precio de las alcachofas como la de la hora de empezar a trabajar o la de la facultad de expulsar nuestro veneno o nuestra envidia cuando, "sinceramente", se dice lo que se malpiensa.
¿Cuándo empieza el delito? Creo que, precisamente, cuando hostiles a cualquier regulación de nuestros actos, no solamente nos resistimos a una moral regulada, sino que, además, nos negamos a una moral declarada; es decir, comienza el delito en el preciso momento que ocultamos nuestras rebeldes intenciones. En Derecho Internacional, la previa declaración de guerra quita hierro al muy probable delito de la guerra. Habría por supuesto menos maldad en los individuales delitos comunes si cada delincuente tuviese la relativa honradez de revelar sus insanos propósitos. (Creo que es de Echegaray aquel título de drama: "El delincuente honrado".) Pero pretender que el delincuente se haga preceder de la declaración de su pecado es pretender una utopía; es una tontada. Y por eso, no basta pasar —como en los precios— de la moral libre, a la moral declarada. Hay moral regulada —por la Ley de Dios y por las leyes sociales justas— o no hay moral. El régimen de precios, es otra cosa bien distinta.
Da en qué pensar el último informe del fiscal del Tribunal Supremo de Justicia en España. Dice el señor Herrero Tejedor que en nuestro país, el delito cuesta cada año al Estado dieciocho mil millones de pesetas. La prevención, la represión y el castigo de la delincuencia pública acarrea estos gastos. Por lo que "la dedicación de una parte de esta cifra —expresa el fiscal del Supremo— a intentar que disminuya un fenómeno de tal entidad es a todas luces necesaria".
El delito es caro. Sube de precio en todas partes. Cada día cuesta más extirparlo, disminuirlo, atenuarlo. Más dinero, por supuesto; pero, lo que es peor, cuesta más esfuerzo, mas preocupaciones. Más despliegues policíacos, al par que más despliegues morales. ¿Acaso lo duda alguien?
Urge una moral desprovista de moralina —ese sucedáneo que, ya, ni engaña— pero insuflada de seguridad, de fuerza, de energía. Corrientes de libre pensamiento que bien me sé están dando lugar a actuaciones de libre-moralismo que mal nos amenazan. La "moral de situación", que es todo lo contrario de la moral cristiana, es la traducción a la Ética del librecambismo económico. Hay que estar a las duras y a las maduras.
El comerciante de la esquina no es libre para poner el precio que quiera a sus patatas. Pero ni usted, amigo lector, ni yo, somos libres de señalar el valor moral de nuestros actos, ni aún apelando a lo sagrado de la libertad de conciencia. Ya que eso —«eso y así— no sería acogerse a lo sagrado, sino esconderse en el comodín.
Muchas maneras hay de faltar a la verdad y de atentar contra el bien común y el bien privado. Muchos delitos hay. En cambio, cuando se opta por la verdad y el bien, apenas caben equívocos. Por eso es facilona la fealdad y bella la auténtica virtud. Decían los pitagóricos: "Es fácil errar el blanco, pero difícil es dar con él. El mal es de la naturaleza del infinito; el bien, en cambio, es de la naturaleza de lo limitado". En efecto, cada día —según parece— se inventan delitos nuevos. Pero virtudes, no. Las virtudes están todas inventadas. Lo que pasa con las virtudes es que, muchas, muchísimas de ellas, están todavía sin estrenar.
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