|
Será interesante que algún día un astronauta escriba sus memorias. Sospecho, sin embargo, que lo extraordinario de la «experiencia» de estos hombres opera no sé qué trauma en su psicología que quizá les descalifica un tanto para esa labor serena de escribir los recuerdos personales. El recuerdo personal de haber pisado la Luna no es, como para el enamorado más o menos romántico, la memoria del primer contacto con Pepita. Generalmente, en la época de la jubilación, los políticos, los artistas, los futbolistas incluso, escriben su «libro de memorias», cuando ya están tranquilos. El caso es que un astronauta, después de haber dado varias vueltas alrededor de la Tierra con velocidad ultrasónica, de haber inspeccionado nuestro satélite, o de haberse puesto «al aparato» (?), en una estación espacial, para comunicar una avería de su cohete, no queda en condiciones de coger la pluma y contar lo que ha sentido o visto como un señor cualquiera que relata su viaje a Nápoles o el curso del tifus que le acometió de adolescente. No, no puede quedar ya —piensa uno— nunca tranquilo de verdad. Marcharse de la Tierra y luego volver a la Tierra es demasiado. Haberla visto a lo lejos, del tamaño de una pelota grande —con el perfil de los continentes exactamente igual al que muestran las esferas de las escuelas primarias— y luego, al regresar, encontrarse otra vez con lo mismo: el café con leche del desayuno, el periódico que habla de lo de Laos, de lo del Presidente Allende, de la contaminación y de lo de la candidatura Perón-Isabelita; haberse alejado cientos de miles de kilómetros sin salirse un centímetro de la órbita y luego, al venir, comprobar que aquí es facilísimo desviar los renglones en cualquier cosa y caso, debe promover en el ánimo del viajero del espacio una mezcla rara de sorpresa y de hastío. Sin duda, el astronauta que ha flotado en el vacío —con un fondo de estrellas en total noche envolvente— notará una alegría al volver. Pero sentirá entonces un mareo no fisiológico, sino psicológico. Las ideas, ¿no girarán en su cerebro demasiado aprisa? ¿Podrá ver y mirar las cosas con el aplomo que antes? Al quedar sometido otra vez, no tan sólo a la ley de la gravedad física, sino al universal sistemas de pesas y medidas de los usos, de las costumbres y de los convencionalismos, ¿no sentirá, cuando ve que se reintegra al rigodón del diario vivir, una extraña e inédita sensación de ahogo? Entonces el astronauta, que está condenado a no quedar tranquilo jamás (será preciso que se nos cuente el desenvolvimiento de la vida psicológica ulterior de los astronautas recobrados), y que, además, por su vocación, más que de escritor debe tener aptitudes de técnico electrónico doblado de circense, no es viable que se ponga a filosofar o poetizar. Posiblemente, más bien, experimentará una tremenda gana de dormir. Y con los recuerdos del espacio, de sus peligros, de sus insólitas Impresiones, habrán depositado en el fondo del espíritu del astronauta un terror nuevo, un miedo genuinamente cósmico, ¿para qué remover recuerdos? No, creo que no: un astronauta no escribirá nunca sus memorias. Ni se va a entender él consigo mismo para escribirlas, ni le van a entender. Quizás es fácil imaginar y escribir un relato de ciencia-ficción. Pero aquí —casi como siempre— la realidad supera a la fantasía. A Dante le fue relativamente viable escribir su viaje a la otra vida, porque fue un viaje imaginado, soñado. Pero si de verdad hubiera estado en el otro mundo, ¿podría haber escrito la «Divina Comedia»? En otro plano, naturalmente; es decir, mudando lo que hay que mudar, cabe pensar lo mismo de los astronautas. Escribirían un viaje a la Luna imaginario; les será muchísimo más gravoso contar su viaje real.
Me inclino a pensar que el hombre es «terrícola» por antonomasia. Una excursión a la Luna debe de trastornar seguramente su mecánica vital. ¿Qué hará, entonces, en él una gira a Marte, o una «tourné» por las galaxias de esas que describen eon pelos y señales los novelistas de anticipación? Sin embargo, he aquí a la araña. En él «Skilab» fue lanzada junto con los hombres y con los instrumentos de investigación científica una araña. Se pretendía conocer cuál serla el comportamiento del bicho no sujeto a la gravedad; se quería saber si la araña (que no podía haber sido sometida a un entrenamiento previo) sería capaz de fabricar su tela como siempre, como si también en el artefacto espacial la gravedad existiese. Pues bien, la araña, impávida, ha hecho en el «Skilab» su tela como inveteradamente, desde hace milenios, la han venido haciendo todas las generaciones de su especie. La araña no ha cambiado su costumbre al alejarse de nuestro planeta. ¿Qué hará la araña del «Skilab» al volver? Esto —en realidad— todavía no se sabe. A lo mejor la araña sufre también un trastorno al reintegrarse; el que no experimentó al separarse. Pero es de suponer que, impertérrita, la araña proseguirá sus telas. ¿Por qué y para qué? Ella no lo sabe, pero nació para eso. Su comportamiento —ya lo vemos— es radicalmente distinto al del hombre, siempre propenso a abandonar sus trabajos y sus encomiendas. El hombre está condicionado a la Tierra y, si la abandona, hay que gastar millones de dólares en adaptarle artificialmente escafandras, alimentos, movimientos. Pero no hay que gastar nada para que la araña, sin inmutarse, continúe su tela a cientos de miles de kilómetros del rincón del techo de que fue arrancada.
Pero, claro, la araña tampoco puede escribir sus recuerdos.
|