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«Dime si paseáis por la plaza, al anochecer, cuando suena la fuente», escribe desde Madrid Antonio Azorín a Pepita Sarrió. Antonio Azorín es el "carácter" que crea José Martínez Ruiz en "La voluntad". Tan definido, tan perfilado carácter que Martínez Ruiz, contagiado de su personaje, se convierte para siempre de azoriniano en Azorín. Como si Cervantes hubiese luego relegado su nombre así: "Novelas Ejemplares, por Don Quijote de la Mancha". O "Trabajos de Persiles y Segismunda, por Don Quijote de la Mancha"...
A Pepita Sarrió que tiene el encanto de que "nunca desea nada", a quien le basta la alegría natural de sentirse inmersa en el mundo, que "tiene un pelo rubio abundante y sedoso", le dice Antonio Azorín en una de sus cartas: "La elegancia, Pepita, es la sencillez; hay muy pocas mujeres elegantes porque son muy pocas las que se resignan a ser sencillas". Pepita Sarrió es ingenua, asombrada y feliz. Se alarma cuando en Pretel, su pueblo, le anuncia el escritor que piensa trasladarse a París. ¿Qué será París? Antonio Azorín, atormentado de ideas, padece entonces un Nietzsche en plena digestión y encuentra en Pepita un contrapunto. La muchacha representa el "atractivo de la armonía eterna" frente al inquietante "eterno retorno". Pero no es ésta la primera mujer en la vida de Antonio Azorín. La precede Justina, sobrina del clérigo Puche, en "La voluntad". Se trata de otro tipo; más intenso y de destino ineluctable. Con esa economía de medios, tan propia de la prosa azoriniana, el autor forja indeleblemente los rasgos de Justina "fina y pálida a través de cuya epidermis transparente resalta la tenue red de las venillas azuladas". Casi sin diálogo, con preguntas y respuestas que apenas llegan al renglón, Justina y Antonio Azorín llegan a un cordial y doloroso desentendimiento en la tarde de un Jueves Santo de Yecla, cuando juntos visitan los sagrarios. "Cercan sus ojos —los de Justina— unas llameantes ojeras". Antonio Azorín "siente algo así como una voluptuosidad estética ante el espectáculo de un catolicismo trágico practicado por una multitud austera en un pueblo tétrico". Pero es el caso que para la pálida y bellísima Justina el catolicismo no es simple cuestión de estética, sino argumento de vida. Pronto ingresará en un convento de clausura. Así, la "simpatía melancólica de un espíritu por otro espíritu" va a cesar en una "ruptura suave, dulce, pero absoluta, definitiva". Páginas después describe Azorín la profesión religiosa de Justina en un acabadísimo capitulo de singular belleza.
No obstante es bastante más tarde, en 1935, con "Doña Inés", cuando el maestro da a la literatura castellana un ejemplo inconfundible, paradigmático, de fémina. Superación admirable en la creación de "Doña Inés". No persisten en este caso recuerdos autobiográficos, aunque es posible que ciertos rasgos de la protagonista, representen una traducción —por supuesto, libre— de la vida y estilo de una dama segoviana de finales de siglo. Azorín conoce siempre a la mujer en sus ojos. Los de Doña Inés "negros y anchos, titilan de inteligencia". La persona inteligente, ¿no tiene el espíritu ágil, límpido y vario? "Parece unas veces perdida la mirada de la señora en una lontananza; otras pasa y reposa sobre la haz de las cosas a manera de silenciosa caricia". "Alta y esbelta" no es ya una jovencita cuando en Segovia, empeñada tal vez en desviar un incoado amor con fondo madrileño, se ve acometida —turbada— de una fuerte inclinación por el mozo poeta Diego el de Garcillán. Historia de un beso, hubiera llamado Elena Catena de Vindil al proceso de este cariño que no llega a pasión fatal porque "la razón y la elegancia dominan los sentimientos eróticos" de la aristocrática dama. Se ha escrito que la novela "Doña Inés" tiene una técnica cinematográfica. ¡Qué secuela maravillosa pudiera hacerse en efecto con el capítulo "Tolvanera" donde el suceso del beso de la segoviana y el joven incide en un conjunto de planos que mutuamente se reflejan, agitando la vida quieta de la ciudad en una trepidación que distorsiona perspectivas y desencaja sucesos! "Las veletas, mudables y locas, giran y tornan a girar de Norte a Sur, de Este a Oeste". Murmuración. "Confidencias salaces de viejos y pirujas". Y, sin embargo, la historia que comienza en el beso en él termina, porque la dama, consciente de que su cariño puede dañar a su amiga Plácita —novia del poeta—, decide en una hora de serenidad emplear su corazón en más altas dedicaciones. Audaz, prudente, concertada y desconcertante Doña Inés. El epilogo de la novela nos la muestra ya "con las arrugas de la faz hondas", entregada a su fundación de caridad en Buenos Aires: fundación de un colegio de españoles pobres.
Es cierto, como también se ha dado a entender, que el peligro de la "cosmovisión rosa" acecha las novelas de Azorín. No importa. La calidad, la sensibilidad, la finura, la riqueza de matices, marcan la obra del autor de "Los Pueblos". Y es eso lo que vale. Quizás una de las causas por las que buena parte de la juventud actual rehuye el encuentro con Azorín es la falta de crudeza del escritor de Monóvar. "Entre todos los contemporáneos —escribió Julio Casares en "Crítica Efímera"— Azorín es a mi juicio el más limpio de baja sensualidad".
No es literatura "fuerte" la del maestro en el sentido que se suele dar a esta palabra. Afirma el personaje Antonio Azorín en una conversación, que la misión primordial de la mujer es "hacer belleza". Y en este alto cometido las heroínas de Martínez Ruiz se asemejan un tanto a las de Goethe. Obran a modo de catalizadores de la mejor estética, depuran el ambiente, confieren tono y altura al paisaje físico y al paisaje moral.
Así "Salvadora de Olbena", cuyo carácter procede del medio nativo del que quiere ser una encarnación y que en algún pasaje recuerda a Teresa, "la bien plantada" de d'Ors, avizora incansable el mundo de afuera sin traicionar su mundo interior. "Todo lo mira y remira y para todo tiene una observación curiosa". Nada hay que no reclame su interés. Empero, en su proceder tamiza y matiza. Es "maestra en el arte de decir y no decir, hacer y no hacer: maestra en el arte de amagar y no dar". En "Salvadora de Olbena" convergen oblicuas sugerencias —cada capítulo, un prodigio de eufemismos— al punto focal de su hondo enamoramiento. Pero el "romance" de Salvadora, también dama de posibles, que no cuajó en la juventud, florece tornasolado y tardío en su ocaso. Al final de la novela, la vemos así: "Llevaba una ramita en la mano y la echaba a la corriente; la estaba mirando atenta cómo se alejaba". Melancolía, otoño, olvido. Son las tres palabras que elige Azorín como emblemáticas de la nostalgia que subyace bajo la actividad y férvido dinamismo de Salvadora.
¿Y María Fontán? "De ojos negros y gruesos labios rojos, enamorada de su tierra, de las flores y de los colores" es también "melancólica a ratos". Pero "María Fontán" es la más "rosa" de las mujeres de Azorín. Se enamora del timbre de voz de un modesto copista del Museo del Prado, después de una vida intensa pero sin vislumbres de sospecha en París. Se casa con el copista.
Sería en extremo prolijo el catálogo de los tipos azorinianos de mujer, desde la Juana María que encuentra en "La Ruta de Don Quijote" a las bañistas de Uberagua que describe en "Los Pueblos". "Ojos vagos, anchos y tristes de Aurelia" —"¿Qué hace usted, Aurelia?— Nada; miro el agua del río", "Sonríe siempre María Esteban Collantes" a quien todo le parece bien, que nunca regaña, que para cualquier cosa encuentra remedio y excusa. Ve en María Esteban Collantes nuestro autor a la esposa ideal. Pero —no falla en las mujeres de Azorín— se encuentra también en esta perspicaz y lúcida veraneante de Uberagua la mirada "misteriosa, sugestionadora que tienen esas mujeres instintivamente melancólicas".
¿Por qué esa nota sutil y de tenue tristeza que impregna y embellece a los tipos azorinianos? La melancolía, ¿es un instinto? En cualquier caso sería el más bello y quizás el más fértil de los instintos. Azorín perfuma toda su obra con miradas hondas de mujer en las que "titila la inteligencia". Emplea estas miradas a modo de pulverizador de melancolías. Entre las mujeres del genial prosista quizá sólo en una excepción aquella iluminada de "La voluntad" que termina casándose con Antonio Azorín, convirtiéndole en Antoñico, en hacendado de pueblo con unos majuelos y unos olivos. Iluminada mató la voluntad de Antonio Azorín. No iba a imitar, por fortuna, en su matrimonio, José Martínez Ruiz a su personaje.
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