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CULTURA DEL ZURCIDO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 5 de julio de 1973

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Decía Torres Villarroel —a veces más quevedesco que Quevedo-- que «cada po­bre puede hacer de su vida un sayo y más cuando la diligencia puede acabar en hacer un sayo pa­ra su vida». Casi siempre, en últi­ma instancia, es el sayo quien nos rehace después de que nosotros lo hemos confeccionado. Es decir nuestras obras, ciertamente, son en más o en menos fruto de nuestra libertad. Y luego nuestras obras condicionan nuestra libertad protegiéndola y dándole un corte y un estilo. ¿Círculo vicioso? Quizás. Ha­cemos lo que queremos (o lo que creemos querer) y luego no quere­mos sino lo que hacemos (o lo que creemos hacer). Es lo que ahora se llama esclerosis del ánimo: las ági­les ilusiones de vuelo generoso ga­nan un día gravidez y se convier­ten en costumbres de endurecida e inflexible vena. Caemos prisione­ros del sayo que elegimos y lo que fue nuestra libérrima opción se torna, en no pocas ocasiones, en nuestra necesidad.

Primero se aprende todo y se prueba aquí y allí. Luego viene un saber con sabor agridulce. Nuestro arcipreste de Hita «que sabe los instrumentos y todas las juglarías», concluye por declarar: «Non fallé pozo dulce ni fuente perennal». Por­que la vida tiene una instrumentación cuyo secreto es fácilmente domeñable. Y mientras nos limita­mos a instrumentar la vida, ésta es más bien pura juglaría, variable ardor y jugoso canto. Es la madu­rez quien nos hace cambiar de «mester» y eso también es saluda­ble. Efectivamente, descubrimos a lo largo del camino mil fuentes y mil pozos que nos «bailan el agua», que nos adulan o halagan. Lo de caer en la cuenta de que tales po­zos y fuentes son salobres y agotables viene después. Y entonces reducimos el número de opciones y posibilidades; pero probablemen­te vemos más claro en la direc­ción de nuestra genuina posibi­lidad.

Cualquiera, una o muchas ve­ces, clamamos (en bajo, en agudo o en falsete) contra la tecnocra­cia. La tecnocracia es un saberse los «instrumentos y las juglarías», pasando del uso al abuso. La téc­nica detecta sin cesar pozos y fuen­tes de conocimiento, de informa­ción y de gozo. Y así viene el vo­cerío de la «cultura de la ambi­güedad» tantas veces denunciada por Jorge Uscatescu. Hoy todo se canta y se canta simultáneamen­te. Si en las composiciones de Strawinsky la polirritmia es realmente posible y la polimetria acarrea efec­tos musicales sorprendentes, dudo mucho de que en los dominios del pensamiento y de la conducta ética puedan lograrse resultados pare­cidos. ¿Pueden simultanearse pro­cesos melódicos ligados, precisamen­te por «contrapuntos de disonan­cias»? Es el recurso musical de Strawinsky. Pero la estupenda re­volución contrapuntística no pue­de trasladarse alegremente a cam­pos que —como el de la filosofía, el de la teología, el de la historia— no están hechos para ese cultivo. Los «contrapuntos» de disonancias, las polirritmias, no son valederos cuando lo que se quiere construir o lo que se quiere atisbar es una cosmovisión, una concepción del mundo. Para eso hay que ser fiel a un tono. Y lo del juego —jugla­ría— de cinco «corcheas» sobre el latido invariable de la «negra» que en un músico —en Strawinsky— es virtuosismo, apenas pasa de circo ideológico en un pensador o quizá, simplemente, en un político.

Nuestro tiempo —parece— empie­za a hartarse de la cultura de la ambigüedad. Todo empieza cuando cada uno se decide a hacer de su vida o de su capa un sayo. Esto confunde si al fin el sayo ni sirve ni nos sirve. Esto perjudica cuando el propio tejer —o el propio tejemaneje— lejos de abrigarnos nos disuelve y desdibuja. Esto mata cuando las troteras y danzaderas de la hechura personal se encapri­chan en enlazar disonancias. Por­que con disonancias se podrá lo­grar una «realidad sonora» como quería Strawinsky. Pero será dificilísimo que a base de disonancias se consiga, por ejemplo, una rivali­dad social o una realidad reli­giosa.

Menos mal que «tiempo vendrá en que seamos si ahora no somos». Esta es sentencia de Sancho en la ínsula Barataria. Uno piensa que el remedio frente a esta cultura de instrumentos que nos acogota, no va a consistir, precisamente, como quieren no pocos, en la Contracul­tura; ya que la solución contra cualquier número mal hecho —y la cultura es como una cantidad nu­méricamente alta— no está en vol­ver al cero. En todo caso sería suficiente regresar al uno. Pienso que el remedio que nos libre de confusión está más bien en el pei­nado. Y quién sabe si en el zur­cido. Hay mil verdades que se han desechado por viejas cuando para ponerlas al uso bastaría con un simple zurcido. Máxime cuando ta­les verdades tienen una «marca de fábrica» que ya quisieran para sí estas verdades de aliño que ahora nos dan gato por liebre... o níquel por plata. No sé si existen aún, por esos conventos de clausura, las mon­jas que dedicaban parte de su tiem­po al zurcido de prendas estimabilísimas. Para ellas, el zurcido —de tan perfecto y esmerado— era casi una oración. ¿Por qué no nos atre­vemos a intentar el leve y maravi­lloso zurcido de unas ideas que creíamos rotas e inservibles cuando nada más han sufrido un esguince?

¡Cultura del remiendo! ¡Cultura del zurcido! Reconozco que no sue­na bien en muchos oídos. Pero hay que alternarla al menos con la des­lumbrante y falsa civilización ni­quelada que nos envuelve.