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Decía Torres Villarroel —a veces más quevedesco que Quevedo-- que «cada pobre puede hacer de su vida un sayo y más cuando la diligencia puede acabar en hacer un sayo para su vida». Casi siempre, en última instancia, es el sayo quien nos rehace después de que nosotros lo hemos confeccionado. Es decir nuestras obras, ciertamente, son en más o en menos fruto de nuestra libertad. Y luego nuestras obras condicionan nuestra libertad protegiéndola y dándole un corte y un estilo. ¿Círculo vicioso? Quizás. Hacemos lo que queremos (o lo que creemos querer) y luego no queremos sino lo que hacemos (o lo que creemos hacer). Es lo que ahora se llama esclerosis del ánimo: las ágiles ilusiones de vuelo generoso ganan un día gravidez y se convierten en costumbres de endurecida e inflexible vena. Caemos prisioneros del sayo que elegimos y lo que fue nuestra libérrima opción se torna, en no pocas ocasiones, en nuestra necesidad.
Primero se aprende todo y se prueba aquí y allí. Luego viene un saber con sabor agridulce. Nuestro arcipreste de Hita «que sabe los instrumentos y todas las juglarías», concluye por declarar: «Non fallé pozo dulce ni fuente perennal». Porque la vida tiene una instrumentación cuyo secreto es fácilmente domeñable. Y mientras nos limitamos a instrumentar la vida, ésta es más bien pura juglaría, variable ardor y jugoso canto. Es la madurez quien nos hace cambiar de «mester» y eso también es saludable. Efectivamente, descubrimos a lo largo del camino mil fuentes y mil pozos que nos «bailan el agua», que nos adulan o halagan. Lo de caer en la cuenta de que tales pozos y fuentes son salobres y agotables viene después. Y entonces reducimos el número de opciones y posibilidades; pero probablemente vemos más claro en la dirección de nuestra genuina posibilidad.
Cualquiera, una o muchas veces, clamamos (en bajo, en agudo o en falsete) contra la tecnocracia. La tecnocracia es un saberse los «instrumentos y las juglarías», pasando del uso al abuso. La técnica detecta sin cesar pozos y fuentes de conocimiento, de información y de gozo. Y así viene el vocerío de la «cultura de la ambigüedad» tantas veces denunciada por Jorge Uscatescu. Hoy todo se canta y se canta simultáneamente. Si en las composiciones de Strawinsky la polirritmia es realmente posible y la polimetria acarrea efectos musicales sorprendentes, dudo mucho de que en los dominios del pensamiento y de la conducta ética puedan lograrse resultados parecidos. ¿Pueden simultanearse procesos melódicos ligados, precisamente por «contrapuntos de disonancias»? Es el recurso musical de Strawinsky. Pero la estupenda revolución contrapuntística no puede trasladarse alegremente a campos que —como el de la filosofía, el de la teología, el de la historia— no están hechos para ese cultivo. Los «contrapuntos» de disonancias, las polirritmias, no son valederos cuando lo que se quiere construir o lo que se quiere atisbar es una cosmovisión, una concepción del mundo. Para eso hay que ser fiel a un tono. Y lo del juego —juglaría— de cinco «corcheas» sobre el latido invariable de la «negra» que en un músico —en Strawinsky— es virtuosismo, apenas pasa de circo ideológico en un pensador o quizá, simplemente, en un político.
Nuestro tiempo —parece— empieza a hartarse de la cultura de la ambigüedad. Todo empieza cuando cada uno se decide a hacer de su vida o de su capa un sayo. Esto confunde si al fin el sayo ni sirve ni nos sirve. Esto perjudica cuando el propio tejer —o el propio tejemaneje— lejos de abrigarnos nos disuelve y desdibuja. Esto mata cuando las troteras y danzaderas de la hechura personal se encaprichan en enlazar disonancias. Porque con disonancias se podrá lograr una «realidad sonora» como quería Strawinsky. Pero será dificilísimo que a base de disonancias se consiga, por ejemplo, una rivalidad social o una realidad religiosa.
Menos mal que «tiempo vendrá en que seamos si ahora no somos». Esta es sentencia de Sancho en la ínsula Barataria. Uno piensa que el remedio frente a esta cultura de instrumentos que nos acogota, no va a consistir, precisamente, como quieren no pocos, en la Contracultura; ya que la solución contra cualquier número mal hecho —y la cultura es como una cantidad numéricamente alta— no está en volver al cero. En todo caso sería suficiente regresar al uno. Pienso que el remedio que nos libre de confusión está más bien en el peinado. Y quién sabe si en el zurcido. Hay mil verdades que se han desechado por viejas cuando para ponerlas al uso bastaría con un simple zurcido. Máxime cuando tales verdades tienen una «marca de fábrica» que ya quisieran para sí estas verdades de aliño que ahora nos dan gato por liebre... o níquel por plata. No sé si existen aún, por esos conventos de clausura, las monjas que dedicaban parte de su tiempo al zurcido de prendas estimabilísimas. Para ellas, el zurcido —de tan perfecto y esmerado— era casi una oración. ¿Por qué no nos atrevemos a intentar el leve y maravilloso zurcido de unas ideas que creíamos rotas e inservibles cuando nada más han sufrido un esguince?
¡Cultura del remiendo! ¡Cultura del zurcido! Reconozco que no suena bien en muchos oídos. Pero hay que alternarla al menos con la deslumbrante y falsa civilización niquelada que nos envuelve.
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