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Recuerda Borges en el último capítulo de uno de sus libros la anécdota del teólogo que no perdió la serenidad. Era agria, encrespada, la disputa. Y en lo más híspido del altercado, un discutidor, congestionado de cólera y anémico de razones, arroja a su rival un vaso de vino a la cara. Entonces, el paciente teólogo, sin desencuadernarse, replica: "Esto, señor, es una digresión; espero su argumento".
Es que ahora el mundo está lleno de digresiones así, y por eso uno saca a colación el cuento. Pero, ¿por qué nos encorajina tanto el solo hecho de tener rivales? El ánimo belicoso salta en todos —en cualquiera— a las primeras de cambio. Y por eso, aunque las guerras se van a acabar, la "violencia" se desquita en guerrillas, motines, altercados, crímenes, apaleamientos y desplantes. No hay sitio para la serenidad. Y los argumentos para la defensa de la propia opinión no maduran. Y, como quedan en agraz, se hace enseguida ofensa de lo que nació con vocación de idea. Las razones se hacen lanzas o... balas. Cuando, en realidad, los criterios, que sirven como apoyo, desvirtúan su misión cuando se utilizan como dardos. En fin; todos, más o menos, nos ponemos a esperar los argumentos del adversario que no llegan. Y vienen, en cambio, con sus digresiones, sus floretazos y su vino arrojado a la cara como un insulto. ¡Lo peor es que, mientras tanto, nosotros, en lugar de afilar el propio argumento, hacemos, igual! Porque más interesa vencer que convencer. ¿Untamos de venenillo la punta de nuestros criterios? ¿Tensamos el arco de nuestros juicios? ¡Qué secreta afición a la pelea! La guerra organizada era peor, pero quizá, como en ella se comprometía mucho, se andaba con pies de plomo. La pelea es más descomprometida y la violencia a nivel personal tiene menos consecuencias. Entonces, las digresiones derivan pronto en agresiones y con "pies de lana" caminamos irresponsablemente a un feroz —e irónicamente pacífico— desacuerdo. ¿Quién pule ya sus argumentos como aquellos beneméritos filósofos y teólogos? Ahí está el instinto de agresividad —tantas veces glosado por el profesor López Ibor— poniéndose en el lugar de aquella "ultima ratio" de la guerra sistematizada.
Y, sin embargo, sigue siendo bonita la serenidad. Es tremendo que vayamos perdiendo la afición de la paz, del sosiego, de la tranquila sedancia. ¿Por qué, incluso el arte, se enfrasca ahora en temas agresivos? Y cuando llega el día del descanso, hecho para digerir y rumiar verdades en paisaje de quietudes, preferimos el alboroto, el jaleo, la velocidad, el tumulto; y no nos divertimos si no tensamos los nervios. Por supuesto, el teatro o el cine, tienen que servirnos platos fuertes, tienen que situarnos en el centro de la vorágine. Y del coche que se compra se pregunta —como anotaba Daninos— no cuánto cuesta, sino cuánto corre. Y la música, si no es agente agitador (para que bazo y brazo bailen al unísono y la psicodelia enrede en la misma danza a las neuronas y a los tobillos), ¿a quién va a emocionar?
—A ver, a ver, usted que es un hombre tranquilo… Ya lo de tranquilo se dice casi como un insulto. Resulta, pues, que esta perspectiva agitada —quizás horriblemente agitada— está dando al traste con los placeres más sutiles del hombre. Así estamos olvidando muchas sabidurías. "Usted ya no sabe creer en Dios", escribía Rainer María Rilke en una de sus epístolas hace ya bastante tiempo. Es que, entonces, empezaba el tumulto. En medio del jaleo —ausente la serenidad y propensa la agresividad— no dejamos lugar a las humanísimas preguntas sobre nuestro origen y nuestro destino. Beckett, haciéndose eco de esta situación, ha escrito en "El innombrable": "No me haré más preguntas ya. ¿No se trata, en realidad, del sitio donde se acaba por disiparse?"
No, no. Tenemos que seguir preguntando y preguntándonos. Y juntos —juntos todavía—tenemos los hombres la obligación de seguir aportando argumentos para los problemas cotidianos y para los problemas que se elevan sobre la pelea nuestra de cada día. Pero, entonces, cada amanecer tenemos que impetrar serenidades. La Paz —esa que escriben con mayúsculas— no se logra sino a costa de la íntima pacificación interior de cada espíritu. Es difícil, pero por eso es bello. Es difícil, y por eso ennoblece. Lo fácil es agitarse. Lo fácil es arrojar él vaso de vino al rostro del adversario. O el palo a sus costillas.
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