|
«Maestro en el arte de pensar, de vivir, de rezar», ha muerto Jacques Maritain, a sus noventa y un años, acogido en el convento de los Hermanos de Jesús en Toulouse. Ha sido Pablo VI quien ha obsequiado la memoria del ilustre filósofo francés con la frase que antecede. Realmente, pocas voces —pocas enseñanzas escritas— tan precisas, tan diáfanas, tan orientadoras para el pensamiento cristiano en este confuso momento de la Iglesia, como las del autor de «Humanismo integral». Cuando la metafísica se desecha por parte de algunos pensadores —fenómeno paralelo al del rechazo de la belleza de que hacen gala no pocos artistas—, Maritain vuelve a perfilar rigores conceptuales frente a racionalismos antropocéntricos y contra irracionalismos panteístas. Porque es curioso; el complejo cultural que vivimos tiene tan poca personalidad que en él se amigan —sin maridarse— empirismos e intuicionismos, materialismos e idealismos, angelismos y satanismos, racionalismos y voluntarismos. Pero de tal manera que no se persigue una síntesis, sino que, en todo caso, resulta una amalgama. Y así no hay quien se entienda. Hacen falta criterios de trazo firme para deshacer la niebla. Maritain, siempre, penetró la proa de su prosa diamantina en el caótico ambiente de la filosofía contemporánea: esta filosofía cuyas brújulas se rompen, sometidas como están a un multipolarismo desconcertante. ¿Se puede ser a la par hegeliano, existencialista, cartesiano, estructuralista, darwinista y cristiano? Maritain, que en su larga vida no esquivó jamás su pensamiento a las cambiantes solicitaciones de un tiempo cambiante; Maritain, que fue discípulo de Bergson, que recibió influencias personales, líricas, filosóficas, políticas de Julien Green, de Peguy, de Leon Bloy, de Max Jacob, de Cocteau, de Chagall, de Beriaeff, de Strawinski, de Van der Meer, de Charles Maurras..., no naufragó, como tantos, en el mar de las contradicciones. Y por supuesto, no cayó como Teilhard de Chardin, en la tentación de salvar a Cristo cosmizándolo, asimilándolo, como un fermento, a la masa o a la energía evolutiva del Universo. (Ocasión habrá de comentar detenidamente la crítica que Maritain hace del teilhardianismo, al que califica de «nueva gnosis» y de «teología ficción», aduciendo, de paso, cómo no hay una sola línea en las dos Constituciones Dogmáticas del Vaticano II que den «luz verde», como es falsa creencia de muchos, a las teorías del buen jesuita francés).
No es gratuito el elogio de un periódico parisino a Maritain: «Discípulo de la Verdad», le ha llamado a grandes titulares. Y es que la Verdad no es algo que se tiene encerrado y brillante para lucirlo en las solemnidades, sino instancia que, desde arriba y por encima de la propia soberbia nos obliga al aprendizaje continuo y a una zozobra —la que da la inquietud— no exenta de una serenidad: la que da la fe. El cardenal Danielou ha expuesto su criterio de que Maritain es «una de las más grandes figuras del catolicismo contemporáneo». Y claro está que el matiz neotomista de la filosofía de Maritain le ha quitado muchos adeptos, aun dentro de los cristianos, en esta coyuntura adversa en que se ha puesto de moda aducir textos de Marx, de Freud, de Sartre, para explicar quizás al mismísimo San Pablo.
Pero ¿iba a volverse atrás Maritain por eso? No. No, porque el filósofo no busca éxitos ni eficacias inmediatas. «Nolite conformari huic saeculo» recuerda el autor de «Arte y Escolástica», con frase de San Pablo. «El siglo —agrega Maritain— tiene por norma la eficacia o el éxito; pero la norma suprema de la Iglesia es la Verdad.» Palabras éstas con las que Jacques Maritain rebaja un tanto la desmesurada trascendencia que, en determinados sectores, se asigna a los llamados «signos de los tiempos».
"Maestro en el arte de pensar, de vivir, de rezar" —y me es grato repetir la bella frase que Su Santidad Pablo VI dedica a Maritain—, el preclaro filósofo fallecido en Toulouse insistió a lo largo de todas sus obras en la importancia de la metafísica, como única instancia del conocimiento para elevarnos al ser en una pura actividad de la muerte; ya que sin metafísica el espíritu queda en puro receptor, en estricta pasividad. Pero el gran apologista de la metafísica es, el ardiente valedor (y el practicante fiel) de las virtudes cristianas "Es un santo", ha escrito Omersson, de Maritain, yo no sé si exageradamente. Lo cierto es que "maestro en el rezar", contemplativo por devoción y por profesión, su espíritu de oración fue en todo instante —antes y después de la muerte de su esposa, Rasia, la garantía de su "maestría en el arte de pensar y de vivir". La resignación y la humildad fueron calidades para la trama de sus raciocinios y para la cuerda de su espiritualidad. ("La vieja humildad" que preconiza Maritain como antídoto de todos nuestros males...)
Dios haya premiado al pensador que ha tenido la virtud de fortalecer a muchos hombres —y hablo por mi experiencia— en su fe, vitaminizando creencias que amenazaban perderse en disolventes sincretismos y en excipientes conformismos. Que Él haya dado su sitio en el Reino a quien escribió esta frase —frase que he visto lamentablemente plagiada por un novelista español de mucha popularidad— y que dice así: "Creer en Dios debe significar vivir de tal manera que no sería posible vivir así si Dios no existiera".
Y que vengan a España, y se propaguen en España y aquí se lean los libros de Jacques Maritain. Aquí donde no pocos libros de teólogos de segunda división se ostentan en los escaparates de las librerías. (Teólogos de segunda división, pero con errores de primera división.)
|