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JACQUES MARITAIN

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 13 de mayo de 1973

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«Maestro en el arte de pensar, de vivir, de rezar», ha muerto Jacques Maritain, a sus noventa y un años, acogido en el convento de los Her­manos de Jesús en Toulouse. Ha si­do Pablo VI quien ha obsequiado la memoria del ilustre filósofo francés con la frase que antecede. Realmente, pocas voces —pocas enseñanzas escri­tas— tan precisas, tan diáfanas, tan orientadoras para el pensamiento cris­tiano en este confuso momento de la Iglesia, como las del autor de «Hu­manismo integral». Cuando la meta­física se desecha por parte de algunos pensadores —fenómeno paralelo al del rechazo de la belleza de que ha­cen gala no pocos artistas—, Maritain vuelve a perfilar rigores concep­tuales frente a racionalismos antropocéntricos y contra irracionalismos panteístas. Porque es curioso; el com­plejo cultural que vivimos tiene tan poca personalidad que en él se ami­gan —sin maridarse— empirismos e intuicionismos, materialismos e idea­lismos, angelismos y satanismos, racionalismos y voluntarismos. Pero de tal manera que no se persigue una síntesis, sino que, en todo caso, re­sulta una amalgama. Y así no hay quien se entienda. Hacen falta criterios de trazo firme para deshacer la niebla. Maritain, siempre, penetró la proa de su prosa diamantina en el caótico ambiente de la filosofía contemporánea: esta filosofía cuyas brújulas se rompen, sometidas como están a un multipolarismo desconcer­tante. ¿Se puede ser a la par hegelia­no, existencialista, cartesiano, estructuralista, darwinista y cristiano? Maritain, que en su larga vida no es­quivó jamás su pensamiento a las cambiantes solicitaciones de un tiem­po cambiante; Maritain, que fue dis­cípulo de Bergson, que recibió influen­cias personales, líricas, filosóficas, po­líticas de Julien Green, de Peguy, de Leon Bloy, de Max Jacob, de Cocteau, de Chagall, de Beriaeff, de Strawins­ki, de Van der Meer, de Charles Maurras..., no naufragó, como tantos, en el mar de las contradicciones. Y por supuesto, no cayó como Teilhard de Chardin, en la tentación de sal­var a Cristo cosmizándolo, asimilán­dolo, como un fermento, a la masa o a la energía evolutiva del Universo. (Ocasión habrá de comentar deteni­damente la crítica que Maritain ha­ce del teilhardianismo, al que cali­fica de «nueva gnosis» y de «teolo­gía ficción», aduciendo, de paso, cómo no hay una sola línea en las dos Constituciones Dogmáticas del Va­ticano II que den «luz verde», como es falsa creencia de muchos, a las teo­rías del buen jesuita francés).

No es gratuito el elogio de un pe­riódico parisino a Maritain: «Discí­pulo de la Verdad», le ha llamado a grandes titulares. Y es que la Ver­dad no es algo que se tiene encerrado y brillante para lucirlo en las solem­nidades, sino instancia que, desde arriba y por encima de la propia so­berbia nos obliga al aprendizaje con­tinuo y a una zozobra —la que da la inquietud— no exenta de una sere­nidad: la que da la fe. El cardenal Danielou ha expuesto su criterio de que Maritain es «una de las más gran­des figuras del catolicismo contempo­ráneo». Y claro está que el matiz neotomista de la filosofía de Maritain le ha quitado muchos adeptos, aun dentro de los cristianos, en esta co­yuntura adversa en que se ha puesto de moda aducir textos de Marx, de Freud, de Sartre, para explicar qui­zás al mismísimo San Pablo.

Pero ¿iba a volverse atrás Maritain por eso? No. No, porque el filó­sofo no busca éxitos ni eficacias in­mediatas. «Nolite conformari huic saeculo» recuerda el autor de «Arte y Escolástica», con frase de San Pa­blo. «El siglo —agrega Maritain— tie­ne por norma la eficacia o el éxito; pero la norma suprema de la Iglesia es la Verdad.» Palabras éstas con las que Jacques Maritain rebaja un tan­to la desmesurada trascendencia que, en determinados sectores, se asigna a los llamados «signos de los tiempos».

"Maestro en el arte de pensar, de vivir, de rezar" —y me es grato re­petir la bella frase que Su Santidad Pablo VI dedica a Maritain—, el pre­claro filósofo fallecido en Toulouse in­sistió a lo largo de todas sus obras en la importancia de la metafísica, co­mo única instancia del conocimiento para elevarnos al ser en una pura actividad de la muerte; ya que sin metafísica el espíritu queda en puro receptor, en estricta pasividad. Pero el gran apologista de la metafísica es, el ardiente valedor (y el practican­te fiel) de las virtudes cristianas "Es un santo", ha escrito Omersson, de Maritain, yo no sé si exageradamente. Lo cierto es que "maestro en el re­zar", contemplativo por devoción y por profesión, su espíritu de oración fue en todo instante —antes y después de la muerte de su esposa, Rasia, la garantía de su "maestría en el arte de pensar y de vivir". La resignación y la humildad fueron calidades para la trama de sus raciocinios y para la cuerda de su espiritualidad. ("La vie­ja humildad" que preconiza Maritain como antídoto de todos nuestros ma­les...)

Dios haya premiado al pensador que ha tenido la virtud de fortale­cer a muchos hombres —y hablo por mi experiencia— en su fe, vitamini­zando creencias que amenazaban per­derse en disolventes sincretismos y en excipientes conformismos. Que Él ha­ya dado su sitio en el Reino a quien escribió esta frase —frase que he vis­to lamentablemente plagiada por un novelista español de mucha popula­ridad— y que dice así: "Creer en Dios debe significar vivir de tal manera que no sería posible vivir así si Dios no existiera".

Y que vengan a España, y se pro­paguen en España y aquí se lean los libros de Jacques Maritain. Aquí don­de no pocos libros de teólogos de se­gunda división se ostentan en los escaparates de las librerías. (Teólogos de segunda división, pero con errores de primera división.)