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El poema eucarístico de Federico García Lorca se insertó en 1928 en la "Revista de Occidente". Como recuerda Díaz Plaja, Lorca al abordar, ocasionalmente, el tema religioso, fija su atención en los valores plásticos, concretos, del catolicismo. De tal forma que aparece en su poesía más como católico que como cristiano simplemente. Si a Antonio Machado se le perdía Dios entre la niebla —él mismo lo declara en uno de sus versos—, quizá porque apelaba en sus desmayos líricos al Dios de los filósofos, siempre distante, inaccesible v sin forma, García Lorca en sus momentos de fe hubiera preferido lo tangible y visible —palpable— de unas creencias casi con afán táctil hechas vida y color en la liturgia de la iglesia, en la imaginería patética, en el acompañamiento barroco de las procesiones, tan grato siempre al sentimiento popular.
Es natural, en este supuesto, que al poeta granadino le ganara la atención el Misterio Eucarístico. El Sacramento del Altar no es un signo o un símbolo. Según nuestra fe católica implica la presencia real y sustancial de Cristo. ¿No se escandalizaba piadosamente Paul Claudel ante el portento asombroso? Veía Claudel en la Eucaristía la suprema audacia de Cristo. Dios hecho Hombre es ya el Dios concreto que establece comunicación y hermandad con el hombre cualquiera; con usted, conmigo, con el quidam de la calle, con el millonario y con el de las chabolas... Pero Dios en la Hostia añade otro milagro al milagro. Y nos acerca aún más al que ya está aquí, con nosotros; nos lo acerca hasta el punto de convertírnoslo en verdadera comida y verdadera bebida. Es esto lo que pasma al poeta francés y es esto lo que hace escribir a Lorca:
"Es así, Dios andando, como quiero tenerte,
panderito de harina para el recién nacido,
brisa y materia juntas en expresión exacta
por amor de la carne que no sabe tu nombre."
Nada de deísmos amorfos y delicuescentes. Siente el poeta la maravilla de un Dios, por amor empequeñecido; "panderito de harina" para el "recién nacido" que, en última instancia, es todo hombre que establece contacto con su propia desnudez indigente, con su siempre menesterosa precariedad. Continúa García Lorca:
"Es así forma breve de rumor inefable
Dios en mantillas, Cristo diminuto y eterno,
repetido mil veces, muerto, crucificado
por la impura palabra del hombre sudoroso."
Es el gran consuelo del hombre que quiere tocar y tener, además de saber. Poseer a Dios con su Forma en la sagrada forma, donde la brisa del espíritu hace alianza con la materia; con la materia que tenía vocación mostrenca. Y así "la carne que no sabe tu nombre", el mundo que se hace mundanal, inobediente a sus ejes; el mundo, que derrapa en su carrera sin freno, redime su avería en la "expresión exacta" del Sacramento "mil veces repetido"; porque mil veces se repite el hombre sudoroso, sediento, derrotado entre el légamo de la "impura palabra" que crucifica y mata al Cristo y a los Cristos; es decir, al Señor y a sus "pequeñuelos" —a los tristes, los enfermos, los pobres—, de quienes El dijo: "Lo que hiciereis por uno de estos pequeñuelos..." Nada de lucubraciones sutiles y
vagorosas. Dios está aquí al alcance de la mano. Dios está como una meta que no se aleja con el horizonte, sino que se nos viene encima y se nos mete dentro. Tan real, en cierto modo tan físico, que viene a tapar nuestros agujeros, a llenar nuestros vacíos, a poner base a nuestros fondos y sustentación a nuestro ser que se olvida de ser. A nuestro ser que sin Él no sabe qué es y para qué es.
"Mundo, ya tienes meta para tu desamparo
para tu horror perenne de agujero sin fondo.
¡Oh Cordero, cautivo de tres voces iguales!
¡Sacramento inmutable de amor y disciplina!"
Creo que puede repetirse casi como una oración, esta estrofa impecable de García Lorca. Necesitamos pensar en el horror de un mundo que ensancha sus pozos y sus abismos, que empieza a convertirse todo él en agujero sumidor. Necesitamos un remedio para el desamparo, para la angustia proclamada que quiere alzarse en el mástil de ciertas banderas reclutadoras de nihilismos. Necesitamos una Esperanza. Pero una Esperanza que no se limite a palabra, ni se agote en el deseo. Esperanza que amase su ímpetu con el agua viva; que se haga pan —eficacia— fundida con el Pan hambriento. Porque Él es el Pan con hambre, con hambre de nuestra hambre. Él es el Pan que nos desea junto a la lamparilla parpadeante de nuestros templos. (¿No habéis leído nunca aquella maravillosa página de "Azorín" cuando relata su impacto ante el Misterio de la lámpara del sagrario del colegio de Yecla en las madrugadas invernales de su infancia?)
Hay otra poesía impresionante de Verlaine —gran pecador— en "Saggesse". La que empieza: "Dios mío, tú has herido mi corazón de Amor". Yo la considero tan honda, tan llena de belleza, que de buena gana la diría después de comulgar. No sé si la "Oda al Santísimo Sacramento" de Federico García Lorca llega a tanto. De todas formas, bueno es recordarla en estos días, porque bueno es apelar al "sacramento inmutable de amor y disciplina" en esta coyuntura en la que todo es mutación, en la que apenas nada es amor y en la que, a derecha e izquierda, cualquier conducta se ufana con el marchamo de la indisciplina.
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